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Otra teoría de la felicidad

Cerca del castillo de Monfragüe se puede elaborar otra teoría más acerca de la felicidad...1
He aquí otra manera de ver a la especie humana. Aquella que traza una divisoria entre los hombres que rematan y los que no rematan, los que hacen los deberes y los que los dejan a medias, los que buscan la perfección o al menos la excelencia y los que se conforman con un aprobado, un pasar, un vivir desflecado y según y como, vaya, vale, sigamos adelante y no me toque usted las narices con escrúpulos ni tiquismiquis propios de perfeccionistas. A vivir, que son dos días.

El amigo Rafael estaba claramente en la primera categoría. Era un modelo en casi todos los ratios que las suegras de antaño puntuaban para conseguir el yerno soñado. Seriedad, buea cabeza, voluntad, espíritu de superación, elegancia y exquisitos modales, buena presencia. Y un pedigree de familia acomodada, buena plancha y mejor colonia. Alguien le llamó la atención un día a este bloguero sobre lo reveladoras que eran las porterías de las casas de Madrid. No hacía falta que hablaran las porteras o los porteros, gremio que siempre ha tenido la fama de cotilla impenitente. Hablaba por ellos la atmósfera que se respiraba apenas se entraba en el portal.

-Portal que huele garbanzo o a coliflor, malo. Portal que huele a lejía, regular. Portal que huele a maderas, a cera o a Netol, buenísimo.

Luego aclaraba que esa observación maliciosa no iba en absoluto contra el espíritu evangélico del amor a los pobres.

Cristo dijo que los amáramos -precisó- y eso está bien. Pero eso no obliga en absoluto a ser feliz aspirando el olor a berza cocida.
El portal de la casa de Rafael seguro que estaba libre de esos pecados urbanos. El resto de los componentes de su personalidad no se sabe si vienen de los genes paternos o los maternos. La cosa es que dio en un tipo autoexigente y riguroso, poco dispuesto a conformarse con medianías. Pensaría que uno no tiene más que una vida para mostrarse. Fue un claro aspirante al homo perfectus.

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Ya cuando le conoció este duende había sin embargo en su biografía un dato chocante. Entonces la sociedad se había sofisticado, y ya no sólo queríamos ser felices, sino también guapos. A las mujeres de entonces les trastornaban los hombres altos y delgados, Gary Cooper y Gregory Peck a la cabeza. Rafael también era de raza fina, hombre deportista y sin apunte de tripilla, pero sin embargo era conocido como Gordo. Todo el mundo le llamaba Gordo.

Sorprendentemente, él, tan celoso de su imagen y de su autoestima, no esquivaba el apodo. Se diría incluso que lo defendía con un cierto orgullo, quizás consciente de que era el depósito de ternura y nostalgia del único momento de su vida en que fue rollizo y mofletudo, como un anuncio de Pelargón. Luego, viendo Ciudadano Kane, uno lo entendió mejor. Aquel magnate de la película muere con una palabra clave en sus labios que nos lleva a conocer el sentido de su existencia. La palabra es Rosebud, un enigma que vuelve locos a los investigadores hasta que descubren que tal era el nombre grabado en la madera del primer trineo que tuvo en su infancia el que llegaría a ser el hombre más poderoso de los Estados Unidos. Este, recreado en la película por Orson Welles, quiere recuperar al morir la única idea de felicidad pura de su vida, cuando lo tenía todo por delante, y todo aún por conquistar. Quizás quiso Rafael incorporar este sueño a su identidad, y llamarse Gordo para siempre aunque jamás un gramo de más afeara su percha. Gordo fue su Rosebud, y con ese trineo se deslizó por la vida en un slalom que seguramente facilitaría su búsqueda de la perfección.

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Gordo hizo una carrera brillante, y además tuvo la suerte de encontrar a una mujer como Luli,nacida Lucila, que con su encanto, su simpatía y su generosidad le dio aún más exuberancia a su vida. Además en uno de sus múltiples saltos adelante fue en Bruselas Director General Política de la Competencia, tal vez la nomenclatura que mejor le explica. De la competencia, o sea, del arte de competir. Pero también de todo lo otro que sugiere la polisemia de esta palabra: madurez, preparación, saber distinguir churras de merinas, priorizar objetivos, programar esfuerzos, saber vivir. Saber sobrevivir. Y, sobre todo, maña para superar obstáculos y proyectar al exterior una imagen de felicidad que, en los tiempos que corren, se recibe como un ungüento balsámico. Un triunfador prototipo puede llegar a molestar por su arrogancia. Un hombre contento, no. Un hombre contento estimula y reconforta el ánimo. Bienaventurados los Gordos que no cejan en su particular camino a la felicidad.

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Imagina uno que el aspirante a ser el homo perfectus es como un Karpov que sabe jugar simultáneamente varias partidas de ajedrez al mismo tiempo. En un tablero, su intimidad, el amor, la familia, los hijos, los nietos. En otro, su carrera profesional. En otro su papel en la sociedad que le ha tocado vivir. En otro, su dimensión humanista. En otro, el instinto de supervivencia, el saber ganarse la vida. En otro, su relación con los demás: amigos, compañeros, vecinos, colaboradores. En otro, piensa uno, su tira y afloja con Dios, o con cualquiera de esos sucedáneos que los hombres le hemos ido buscando a la idea de la divinidad…

Este hombre se asomó a todos los tableros, juega partidas en todos ellos y en todos, como poco, da jaque mate al desánimo. Como no debe de saber lo que significa perder, supo salir airoso de todas las lizas sin despeinarse ni perder la compostura. Si ha sufrido alguna derrota la ha sabido tan disimular tan bien que no ha dejado ni una sola cicatriz en su piel de hombre sonriente. Qué suerte la suya. O qué temple para saber lidiar con ella.

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Todas estas apreciaciones, a las que podría ponerse el correctivo de la amistad, le convencen a uno, aunque no le arrebaten. Lo que le llama la atención, y le gusta, y casi le enternece, es comprobar que a un hombre afortunado, como a él, lo que le hace vibrar e ilusionarse ahora es su circunstancia. Ya saben: la circunstancia de Ortega (no Ortega Cano, sino el otro, el de la calle, antes Lista). Podríamos precisar más: su circunstancia extremeña, pues fue en un lugar de Extremadura donde esta se le ha revelado. O su transformación eventual en hombre de campo, pues en él se refugia cada vez que tiene tiempo libre. O su circunstancia familiar, más esperanzadora que nunca ante una ristra de nietos a los que él enseña pacientemente a montar a caballo por los caminos mientras les va impartiendo lecciones elementales de naturaleza.

-¿Ves ese pájaro de colores tan bonito?…Es un abejaruco, que se llama así porque se come las abejas. ¿Y esa planta con la flor morada?…Se llama cantueso..,

Como un monitor celoso. Como un guardián que cuida al detalle su pequeño paraíso.

Uno ojo en el caballo, otro ojo en el pequeño jinete o la pequeña amazona. Y controlando al tiempo que el pequeño perro teckle de la casa no se escape y se meta entre las patas del caballo. Seguramente el amigo Gordo ha vivido pasos más importantes en su carrera. Pero ahora, en la tierra que él y Luli eligieron, y en la casa que construyeron, está viviendo los momentos más emocionantes.

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Uno fue invitado a su feudo y tuvo la suerte de verlo con sus propios ojos. Por si acaso, tomó apuntes para su propio futuro.

El tiempo corre, y los años del poder y del éxito –que fueron también los de la mayor responsabilidad- van quedando atrás. Entre las rosas del jardín y el encinar de la dehesa, rodeados por las crestas de la sierra de Las Corchuelas y bajo el techo mágico que ofrecen las noches estrelladas del parque de Monfragüe , Gordo y Lucila transitan ahora por un terreno más plácido y amable, jalonado de voces infantiles o presencias amigas. Tal vez sin darse cuenta, el hombre inquieto que buscaba la excelencia se acerca cada vez más a otro modelo de vida, próximo al beatus ille del clásico. Como decía el Quijote, mejor es el camino que la posada. No hay como no parar y seguir buscando en los valores y placeres más elementales de la vida para creer que la felicidad, que nunca acaba de llegar del todo, te está esperando sólo un poco más adelante. A la revuelta de esa curva, o más allá de ese cerro de encinas cuajadas en flor de primavera.

De discos rojos, pendones y putones

Peatones por Madrid 

(Foto de CesarAstudillo

Me dice el Duende que desde que se mueve por Madrid en Vespa se siente mejor ciudadano. Sus razones son varias: contamina menos y ocupa menos espacio en las calzadas que lo haría con el coche, disminuye el riesgo de sufrir atascos y, por ende, el de un stress que castigue sus coronarias. Quizás por estar más cerca de peatón, procura ser más delicado con él, respetando en lo posible los pasos de cebra. Esto entraña sus riesgos, pues al automóvil que marcha detrás le suele sorprender tanta consideración. Esperemos que no lleguen a arrollarle por exceso de cortesía.

Al margen de estos y otros peligros, la moto permite además optimizar  el tiempo, y obtener mejor provecho a los discos rojos. Con los guantes puestos, el motorista más avezado no será capaz ni de hacer albondiguillas ni usar el teléfono móvil, dos de los deportes favoritos de los automovilistas cuando detienen su coche. Así las cosas, se dedica normalmente a observar. Observa las esquinas, las casas, los balcones, las tiendas. En un disco hay que levantar la vista y alzarla a los penachos de los edificios, pues si voláramos descubriríamos en el paisaje urbano de Madrid gran parte de la interesante arquitectura y la monumentalidad a los que el el cineasta Alex de la Iglesia ha sabido sacar tanto partido en sus películas El día de la bestia y La comunidad. Madrid, sin llegar a ciudades como París, Bruselas o Barcelona, aún conserva muestras de arquitectura civil de otro tiempo interesantes, y, a menudo, en calles de poca importancia uno descubre casas singulares, con gracia o encanto especial que no figuran en ningún libro.

La otra gran distracción es observar el paisanaje que cruza la calle. El Duende, si puede, los fija a todos y, sobre la marcha, les dota de una biografía imaginada. Este tiene cara de venir de registrar en la oficina de patentes un modelo de rompehuevos pasados por agua que  no desperdicia nada. Esta es una empleada en una peletería, seguro. Este es un guiri de la parte de Alemania. Este es un jubilado de Agromán que va a la peluquería. Aquel que cruza en sentido contrario es cura, aunque no lleve clergyman ni sotana. Uno de cada diez peatones tiene cara de perro, y tres de cada diez damas rubias bien parecidas se han pasado de Botox. No todo es malo: en su censo de transeúntes particular el Duende ha anotado que decrece el número de peatones varones que se toca sus vegüenzas sin vergüenza alguna, como si una invisible señorita Rottermeyer les susurrara al oído que no es fino. Eso hace unos años era un espectáculo callejero relativamente corriente. Como lo del gargajo del escupidor impenitente, afortunadamente en retroceso.

Hace un par de tardes, cruzando el anchísimo paso de cebra que separa la Estación de Atocha del Museo Antropológico, el Duende se fijó en una hembra digamos que cuarentona llamativamente maquillada, escote que presentaba en el escaparate un busto generoso, melenón ensortijado, grandes pendientes, chupa de cuero, vaqueros más ceñidos que la propia piel y zapatos de tacón de finísima aguja. Cualquiera hubiera dicho que se trataba de una cualificada chica de vida alegre, pero era tan estridente su palmito que al Duende le asaltaron dos expresiones sustitutivas de enigmático significado. Aquella viandante podría ser una santa, pero parecía un pendón desorejado o un putón verbenero.

Y en eso que el disco se puso verde. Y el Duende siguió viaje dando vueltas en la cabeza a esas travesuras de nuestra idioma. Y aún esta hora de la noche le cuesta conciliar el sueño pensando quién habrá desorejado un pendon alguna vez y por qué ir de verbena emputece aún más a la servidora del amor. Misterios que espero me aclaren los muy doctos lectores del blog para así poder descansar con la seguridad de que este post ha ensanchado aún más nuestra inagotable curiosidad.


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