1
Las noches de noviembre deben de ser demasiado largas. La última de ellas se acostó el Duende con la cabeza despiezada como un puzzle y luego se metió en tantos líos que acabó su sueño sufriendo por un cocodrilo, como luego se verá. Demasiado largas las noches de noviembre.
Y lo dice después de tantos días sin saber por donde hundir el bisturí de la pluma. No obstante le habían ocurrido esta semana cosas interesantes, sobre todo si se tiene en cuenta el vuelo alicorto de su dietario actual. Desde hace tiempo, por ejemplo, le carcome una inquietud: ¿qué hacer con ese legado paterno de papeles, cartas, documentos, artículos y hasta poemas amarillos por el tiempo que este mismo ha ido depositando en sus manos? ¿Tienen algún interés más allá del que pueda despertar en él? ¿Se puede considerar uno buen hijo si entrega al fuego la memoria escrita de sus padres veinte años antes de que esta acabe en un contenedor de papeles, esperemos al menos que reciclables? Sus padres: muy decentes, muy dignos, muy discretos, muy queridos por sus hijos, muy considerados por los que les conocieron. Pero al cabo tan parcos de gloria como todos los que no traspasamos el umbral de las enciclopedias. Y detrás, la legión de devoradores de futuro. Lo imponen los tiempos, y lo secundan entusiastas los sabelotodos actuales, los políticos, los gurúes de la comunicación y hasta las escuelas de negocios: sólo importa el futuro. El presente se está yendo antes de acabar esta frase, y el pobre pasado ni siquiera es políticamente correcto. Tonto el que vuelva la vista atrás.
Problema al canto. ¿Qué hace uno con su almoneda particular, cuando, pese a la urgencia de futuro, tiene en ella sus afectos?
2
Mantienen algunos amigos del Duende que sus hijos aún se interesan por las raíces de su familia. Sobre todo si esta ha aportado algo más que un buen nombre y una sangre limpia. Pero son los menos. De repente, los cuadros de los antepasados y el tesoro literario que nos han legado encuadernado con guardas de papel de aguas y lomos de cuero labrados y estampados en oro han dejado de tener sentido, y sólo esperan su momento para ir a parar al Rastro o a la Cuesta de Moyano.
–Si tú no eres nadie- parecen lamentarse en su silencio-nosotros tampoco somos nada.
La alerta por lo que ya suponía vino esta vez de ese clarividente observador e infatigable anotador que es Andrés Trapiello. Cuanto más lo lee este duende, más le asombra. Recuerda el escritor y poeta que buena parte del arsenal de su gran ensayo Las armas y las letras, que a este bloguero se le antoja indispensable para su generación, lo ha ido encontrando en libros, documentos y epistolarios de hombres y mujeres ilustres cuyos herederos tuvieron que sacar la escoba y barrer cualquier pasado no amparado en el banco o en el registro de la propiedad.
Nuevos tiempos. ¿Qué pinta un legajo de papeles color sepia o una primera edición de los Episodios nacionales en esa casa que IKEA nos presenta como una maravillosa república independiente de ochenta metros cuadrados?
3
Le quemaban al Duende en particular unas cartas que el poeta Gabriel Celaya se había cruzado con su padre después de la guerra. Ambos habían compartido el primer premio en un concurso de poesía que organizó el Lyceum Club de Madrid. El fallo del premio tuvo lugar el 13 de julio de 1936, justo el día en que asesinaron a Calvo-Sotelo. Al ya reconocido Celaya le dieron las 500 pesetas del premio, al padre del Duende, un novel sin publicaciones, sólo el accesit honorífico. No pudo recibirlo porque la ceremonia de entrega estaba prevista para el 18 de julio…¿Adivinan las causas?
Eran malos tiempos `para la lírica, pero de aquel certamen poético nació entre los dos concursantes una cierta amistad. Y como entonces se escribían cartas, fueron varias las que en los años cuarenta se cruzaron entrambos hablando de poesía, de las cosas de la vida, de la mar y de los peces de colores. Curiosamente, y a pesar de que Celaya era comunista, ni una sola palabra de política. Llámenle prudencia o miedo. Celaya no es Lorca, pero sus cartas tienen interés documental para cualquier estudioso de la literatura española de aquella época. Y al Duende se le abrió un claro en el cielo oscuro pensando que el archivo de Trapiello podría ser el mejor destino para ellas. Esa fue la gatera por la que escapó su mala conciencia por librarse del pasado.
Tampoco Trapiello, con ser a juicio de este lector un ejemplo deslumbrante de talento y de trabajo, es Ken Follet o, más cerca aún, Pérez Reverte. El Duende dio con su teléfono, le llamó, le dejó su recado en el contestador y a los pocos recibió su respuesta.
-Gracias por acordarte de mí. Me interesa mucho, ¿Nos vemos en casa?
4
Ni aún en sus mejores años de radio se creyó este bloguero al otro lado de vitrina ideal que separa a la gente notable del resto de los contribuyentes. Sigue por tanto manteniendo, además de un espíritu de cotilla porteril, un cierto sentido reverencial por los que unge la fama, ya sean estrellas de cine, futbolistas, políticos o inventores. El respeto del paleto. Más aún quizás por los escritores, pues al cabo de más de seis décadas de dudas y naufragios cree que ese sería su destino en la próxima reencarnación.
Algo de fascinación tiene el asomarse al escritorio y la biblioteca de los que le guían a uno el pensamiento. Con esa curiosidad acudió el Duende a la cita, esperando encontrar, entre el obligado ordenador del plumista moderno y sus libros, carpetas, mapas, planos, cuadros, lápices, plumas y otros objetos de escritorio, algún icono que le ilumine en los momentos de cerrazón. En el sancta sanctorum de Trapiello hay un busto de Galdós y tres imágenes más de sus principales referentes: Dickens, Stendhal y Tolstoi. Al visitante le reconfortó especialmente descubrir entre tanta sabiduría alguna muestra más elocuente de sus afinidades electivas. Y la encontró: en uno de sus anaqueles vio un diminuto autobús rojo del London Transport como el que el propio bloguero guarda en su pequeño despacho/palomar.
Qué guiño tan simpático, qué consuelo, qué coincidencia. ¿Será Rilke, el que acuñó la idea de infancia como patria, otro de los lazarillos de Trapiello?
5
Días antes el bloguero se había embarcado en Las inclemencias del tiempo, tomo nº 10 de esa experiencia única en la literatura española actual que es Salón de pasos perdidos, un diario que debe de ir ya por más de cinco mil páginas en el que Trapiello hace literatura de lo que le pasa, de lo que piensa y todas y cada una de las pequeñas cosas en las que deberíamos reparar los demás para exprimir el zumo inagotable de la vida. Y, por aquello de alimentar el venero de libros dedicados que algún día irán a parar a las librerías de viejo, sobre los que tanto ironiza el autor, buscaba afanosamente Días y noches, su novela que mejor complementa la reciente lectura de Las armas y las letras. La buscó el Duende en La casa del libro, en FNAC, en El Corte Inglés y, la mañana misma de la cita, en Antonio Machado. No la encontró en ninguna de estas librerías, pero en la última, oh casualidad, tuvo la suerte de dar con el propio autor que huroneaba novedades editoriales, y que además de pedir por favor un adelanto de media hora en la cita vespertina se la regalaría después debidamente dedicada de su puño y letra.
-Quizás tus descendientes encuentren algún día este mismo libro en Moyano o en el Rastro-le advirtió serenamente el Duende.
No le debió de importar al autor, consideraría que el impacto del pasado es legítimo que se vaya difuminando en las nuevas generaciones. Cogió su estilográfica y con letra pulcra, pequeña y picuda escribió: A Luis Figuerola-Ferretti, con la amistad de Andrés Trapiello. Al dedicado le sobrevino un ataque súbito de vanidad. ¿Cabrá tanto en los pasos perdidos de Trapiello como para que recoja este momento? Fue una hora larga de conversación apasionante. Cómo tendrá tiempo para hablar de algo, con lo que escribe este hombre, pensaba el duende vulgaris. Se mezclaba la avidez del lector reverencial con la emoción curiosa de otro observador que recorrería otros pasos perdidos tan atinados como los de su nuevo amigo. Luego, por la noche, varios sueños con imágenes de este otoño de Candeleda que, desde su casa, entre castaños, liquidámbares, cerezos, arces y robles que van del rojo cinabrio al amarillo, parece un cuadro de Eliseo Meifrén. Sueños de color mezclados con otros más turbulentos que culminaban en lo más inexplicable de sus últimas aventuras oníricas. Con grave riesgo, porque no es fácil, el Duende mataba al final de la noche a un cocodrilo pisándole la cabeza, que ya tiene mérito. El saurio se resistía, pero a base de pisar fuerte acababa muriendo.
La del alba sería cuando despertó el bloguero. Las noches de noviembre son, efectivamente, tan largas que hasta cabe en ellas la sinrazón de un cocodrilo. Y al soñador le mordía no el cocodrilo, sino la curiosidad de saber por qué este absurdo había aparecido en el sueño del lector curioso que posiblemente se había entretejido la tarde anterior.
Más aún, le picaba una pregunta que desde aquí se atreve a plantear a su autor de referencia. Oye, Andrés, ¿cómo enjaretarías tú a un cocodrilo en tus pasos perdidos sin que estos pierdan definitivamente el sano juicio?
Comentarios recientes