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Pescando en aquel largo y no cálido verano…

Siempre acaban volviendo a la memoria aquellos veranos en Somo, frente al islote de Mouro con su faro, y aquellos paseos por la playa buscando las bolas de cristal quearrojaba el mar...

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Era el verano tan largo que apenas importaban los días de lluvia. Si no te bañas hoy, te bañarás mañana. Verano en el norte, en lo que ahora es administrativamente Cantabria,  en un caserío aldeano no demasiado gracioso, pero con un huerto de perales y manzanos que abastecía de postres caseros toda la temporada.

Desde entonces el Duende mira con prevención las manzanas asadas, las peras al vino, las jaleas  y las compotas. Le encantan los postres dulces, pero aquellos llegaron a aburrirle.

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En el huerto había una pequeña cabaña, donde, por cierto, el Duende y sus amigos fumaron furtivamente sus primeros pitillos, de marca Peninsulares. Se tragó el humo, lo pasó fatal tosiendo y en aquel mismo momento se dijo que  nunca más, que si para hacer de aquello un placer tenía que sufrir un mal rato como ese, es que no valía la pena  ser mayor y fumar como los gangsters de las películas.

Y nunca más volvió a fumar.

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Un día al Duende le regalaron un conejito. El Duende lo apacentaba por el día en el  herbazal del huerto, y por la noche lo guardaba en la cabaña. Un veinticinco de julio el pobre conejo amaneció muerto. Un gato asesino había penetrado por el único diminuto ventanuco de la cabaña y había consumado su fechoría. Desde entonces, todos los veinticinco de julio, aniversario de aquel disgusto, además de recordar a su amigo Santiago, que a su título de marqués de Betanzos ha añadido ahora el de Duque del Implantado –le han implantado un cacharrito en el oído que ha resuelto sus problemas de audición- el Duende dedica un poético suspiro al inocente conejo que tanto quería.

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No era el bloguero consciente del privilegio de veranear tres meses lejos de Madrid. Salir de casa y no ver asfalto ni coches. Cruzar la carretera, echarse andar y encontrarse, frente por frente, con una playa larga y profunda de fina arena y un mar que inspiraba miedo y respeto. Un mar bravo, rebelde infatigable, que anunciaba su indómito poder de azules y de espumas con un aroma de yodo y sal que esparcía la brisa y llenaba el alma de gozo.

Aún no intuía que así es, probablemente, el perfume de la libertad.

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Primer tesoro, tener todo el tiempo del mundo. Segundo tesoro, una playa que se estira varios kilómetros desde el Puntal hasta Loredo. Tercer tesoro, un mar tan bello como poco de fiar, como lo demostraba el pecio de un barco hundido que aún  se atrevía a asomar entre las olas.

Más tesoros: los que dejaban éstas en la arena. Madreperlas, caracolas, fósiles de erizo, objetos raros que venían de los buques y que los chiquillos de entonces buscábamos afanosamente. Y entre ellos, los que más le fascinaban al Duende: esas bolas de cristal que servían de flotadores a las redes de pesca y que parecían contener dentro todo y a la vez nada.

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No sabe por qué, quizás porque acababa de ver Recuerda, de Hitchcock, cuando se puso a escribir estas líneas, y su historia subraya el peso de las experiencias infantiles en la formación de la personalidad. No sabe por qué.  Pero repetía el título de la película y de repente sólo recordaba esas bolas que no contenían nada y  a la vez lo contenían todo, que estaban vacías y que la nostalgia llenaba del recuerdo de lo que entonces significaban. Llenas de verano, de playa infinita, de amigos, de chocolatadas,  de conejitos entrañables vilmente asesinados, de romerías, de pescar panchitos en el muelle, mejillones en las rocas y navajas en la bahía. De miradas furtivas a las primeras bañistas- generalmente francesas- que lucían el dos piezas. Llenas de gozos y aventura. No es que la vida fuera entonces más maravillosa que ahora. Lo único maravilloso es la irresponsabilidad de la niñez.

Se metía en la cama el Duende y echaba cuentas de lo largo, aunque no precisamente cálido, que era aquel verano norteño de 1954. Salvo las sábanas y las galletas, que siempre estaban húmedas, y el penoso asesinato del conejo, todo sugería felicidad.

Sensación refrescante que hoy sale a flote gracias a unas bolas vacías que entonces  sujetaban las redes de pesca.  Y que, sin que Freud explique la razón, han vuelto a repescar hoy en el viejo caladero de la memoria.


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