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El pollo de Carpanta

La esperanza  de hoy no es el pollo de Carpanta, pero va en la misma línea...

La esperanza de hoy no es el pollo de Carpanta, pero va en la misma línea…

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Qué buena suerte tuvo tu hermana Paloma.  Le operaron de apendicitis y no sólo le regalaron bombones, sino que al final de su convalecencia en la Clínica del Rosario le sirvieron de comida pollo asado.

Ahora cualquier niño se reiría, vaya, pues qué tiene de  extraordinario el pollo asado, pero entonces un pollo asado era un pollo asado. Tu abuela Mercedes Pena, que perteneció a una familia de posibles hasta que entre viajes a Bayreuth y una malhadada quiebra se quedó a dos velas, sólo alimentaba dos sueños. Uno, volver a escuchar a Wagner en su salsa, cosa que no te explicabas, porque la pobre tenía un oído desastroso. Otro, comerse un capón asado. Capón la abuela, que al menos había conocido de joven el esplendor y la opulencia, pero sus nietos erais más clase de tropa, y soñabais sobre todo con el pollo asado que aparecía en los tebeos como un maná para redimir a los españoles del hambre de posguerra. El pollo de Carpanta.

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Era un pollo macizo y doradito, perfectamente colocado en una fuente con las patas apuntando a las alturas, como esperando la bendición del cielo. Y simbolizaba la obsesión de Carpanta, un pobre muy digno, con el aspecto desaseado y semibarbado de todo vagabundo, pero con cuello duro y sombrero. A Escobar, el dibujante que lo creó, le llamaron la atención desde las alturas.

-Oiga, joven. Que en la España de Franco no se pasa  hambre.

Y a partir de  entonces Carpanta en sus historietas  sólo pudo tener “apetito”, que es menos hiriente que el tener hambre. Bueno, pues tú debías de tener  mucho “apetito” cuando fuiste a ver a tu hermana Paloma y entró la enfermera con el plato de pollo asado, porque lo cierto es que a partir de entonces deseaste que a ti también te operaran para poder consumar en tus propias carnes –algo magras por entonces- el gran sueño de Carpanta.

3

Tenías once años cuando después de unos días de vómitos, borborigmos y dolores en la tripa el tío Federico decretó que había que operarte a ti también. Ingresaste en la Clínica de la Fuensanta, te operaron de apedicitis, recuerdas el olor del cloroformo, el lento y angustioso despertar  de la anestesia, un agudo dolor en el vientre, el reencuentro con la realidad y el asirte a la esperanza.

-Mamá –le preguntaste a tu madre, que te cogía de la mano- ¿Cuándo me van a dar el pollo asado?

Fue la primera  lección de que en esta vida no se `puede anhelar en demasía. Porque te tuvieron un día a en ayunas, un par de días más a dieta líquida, los dos siguientes a dieta blanda, uno más a tortillas francesa y jamón de York y cuando te dieron el alta no había asomado por la habitación blanca el famoso pollo de Carpanta.

Menos mal que por una vez fuiste reivindicativo, y, una vez en casa denunciaste el agravio comparativo con Paloma y reclamaste tus derechos adquiridos. Hasta que un día tu madre sue fue al mercado de la Paz, compró un cuarto de pollo, lo asó como te gustaba, bien churruscado, y te lo sirvió a ti solo en un plato especial mientras tus cinco hermanos miraban y esperaban a otra operación para calmar al carpantita que todos los españolitos de entonces llevábais dentro.

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Te sonríes con ternura recordando a Carpanta mientras esperas que te recoja tu hija para llevarte al hospital donde van a reparar tu vértebra chafada. Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad, y no harán más que inyectarte un cemento resinoso, recomponer la pieza que aguanta enhiesta tu figura y, de paso, erradicar los dolores que son al cabo la única secuela verdaderamente molesta de tu tumor. Para la operación de apendicitis del año 1957 te hicieron una raja en el vientre de unos diez centímetros, y te mantuvieron en el hospital no menos de una semana de convalecencia. Para esta que llaman cifoplastia ingresarás esta tarde y te darán el alta mañana. Hoy las ciencias adelantan que es una bestialidad, y tampoco las esperanzas son idénticas, aunque vayan en la misma línea de ingenuidad y de aprecio por los valores elementales.

-Mamá, ¿cuándo me van a dar el pollo asado?- no dirás cuando despiertes de la anestesia.

Son otros tiempos y otras circunstancias. Ya no aspiras a comerte el pollo de Carpanta. Sólo a pasear,  tal vez volver a trotar algún día como un viejo maratoniano y, desde luego, a disfrutar de la vida que llevas redescubriendo desde que te sacaron la tarjeta amarilla.


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