En una canción nostálgica de los años sesenta cantaba el Dúo Dinámico que murió muy joven para amar. Al nuevo himno nacional, si es que llega a nacer, le pasará lo contrario: nació muy viejo para ser amado. Al margen de las reticencias siempre interesadas de los partidos nacionalistas, la nueva letra es tan políticamente correcta como conceptualmente equivocada. Además de anacrónica, porque los himnos se heredan de otra época, y en estos tiempos de escepticismo, relativismo e individualismo tienen mal encaje.Suena antiguo, pero otros dicen cosas peores. La gloriosa Marsellesa es siempre emocionante, sobre todo cuando la coreaba Víctor Lazslow frente a las autoridades nazis que copaban el café Rick´s en Casablanca. Pero si se traduce la letra apela a las armas, y pide que la sangre impura empape los surcos de los campos. La que armarían los pacifistas y los apóstoles del talante si fuera así la aprobada ahora por la SGAE. El Asturias patria querida recuerda al asturiano de pro que tiene que subir al árbol y coger la flor, dársela a la su morena para que la ponga en el balcón. Es una manera de hacer patria que al resto de los españoles no se nos había ocurrido. Si no fuera porque lo aprobó todo un parlamento, uno diría que cualquier engendro de esos que se presenta en la Eurovisión tiene más sentido. El del colegio del Duende decía españoles, hidalgos, valientes, con la edad nos queremos mostrar. Lo cierto es que en sus aulas la mayoría no éramos hidalgos, sino plebeyos, y nos mostrábamos como éramos, con edad o con pantalones de pana. Ardor (guerrero) que brota de pechos que son tuyos, cantaba uno cuando era soldadito de infantería y en las misas solemnes debía sonar el himno del cuerpo. Uf, uf, uf, qué retórica rebuscada, qué exhibicionismo patriotero. Y no sigo, por no abrumar, no sea que el lector se me abra las venas con el bono-bus.
Así las cosas, la letra que ayer desvelaba el ABC no está tan mal. Todos los himnos suelen decir muchas más bobadas que el elegido por el Comité Olímpico, pero el problema es que España no está para esas lindezas. Los sabios aún no se han puesto de acuerdo sobre su identidad, unos la ven compacta, otros desmadejada, unos la quieren simplemente, otros la detestan. Para algunos España es un afán, para otros, una mamandurria. Y con tantos debates filosóficos sobre lo que la mayoría creíamos resuelto desde hace siglos, la pobre España, con perdón por la rudeza de la expresión, no tiene el coño para ruidos.
Con todo, la polémica tiene un punto ingenuo. A estas alturas donde todo se desmenuza con colmillo retorcido, sorprende que alguien rompa una lanza por las formas, tan maltratadas por la costumbre y tan decisivas para modular la convivencia democrática. Casi todo lo que armoniza la vida de una comunidad está basado en el poder simbólico de las formas. Los padres de la patria no son los más listos de cada cole, pero les atribuimos la representación popular y debemos aceptar sus leyes. España no es el mejor de los mundos, pero es el que tengo más cerca, me soluciona muchos problemas, y por tanto y me debo a ella. Mi bandera no es la santa sábana, pero me identifica con muchos otros, y creo que me representa. Son las reglas de este juego. Mi himno no tiene remedio, pero hubiera hecho mejor su función con una letra que esta sociedad resabiada no va a aceptar aunque la firme Bob Dylan.
La solución sería que se aprobara esta o cualquier otra similar, se enseñara en las escuelas a las almas cándidas y calláramos los adultos hasta que toda una nueva generación la pudiera cantar sin complejos cuando juega la Selección Nacional o se iza la rojigualda. Porque, al cabo, toda canción es también un símbolo y hasta las de Dylan, Joan Báez, John Lennon o el mismo Serrat si se escuchan con detalle son tan voluntaristas, pretenciosas e idealistas como la que ahora ponemos a parir. Sin embargo está claro que cantar juntos refuerza la unidad. Y a uno, además le gusta cantar lo que sea. El nuevo himno llega demasiado tarde, pero qué lastima que no lo inventaran antes.
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