1
Incluso en las mañanas de invierno se escuchan los trinos de los mirlos o de los rabilargos. Es uno de los premios del campo. Estos pájaros que tocan a maitines cuando el Duende despierta allí muestran ser los más despabilados: desayunan con aceitunas, cerezas o higos, según la época, y de paso rapiñan los granos del pienso que la perra, aburrida de su dieta, deja en su plato.
Pero aquel fue un despertar mucho más dramático. En la finca vecina había matanza, y lo que cortaba el aire gélido como si fuera una motosierra demenciada era el berrido que emite el cerdo cuando le hunden el cuchillo en el cuello y se rebela contra la cruel agonía. No vale con despacharle de un tiro, o de un certero mazazo en el cráneo. La tradición dice que ha de desangrarse lentamente. A los españoles nos gusta legitimar la crueldad con los animales aprovechando cualquier pretexto, ya sea arte, costumbre, necesidad o puro afán de marcar superioridad. Mientras el cerdo ajusticiado aún se mueve, su sangre cae a chorros en un barreño, y una matancera la mueve con la mano para que no cuaje. Nunca se acuerda el Duende de este drama cuando luego come la deliciosa morcilla. Pero ahora que se critica a las damas que lucen abrigo de pieles y se proscriben las corridas de toros, llama la atención que nadie levante una voz para ahorrarle sufrimientos al hermano puerco. ¿Está probado que sus productos resulten menos exquisitos si su muerte es tan cruel?
En otra matanza este menda recuerda haber visto algo aún más salvaje. El reo era un verraco como un tranvía, un macho de respeto. Un forzudo le clavó un gancho por debajo de lo que sería nuestra barbilla y, sujetas sus orejas y rabo por tres fornidos mozos, fue arrastrado a la mesa de ejecución. En el tránsito, un cuarto elemento, fino estilista, sacó una navaja cabritera y de un certero corte le afeitó los testículos al pobre cerdo. Peor final aún que el del cuento del Decamerón. El animal acabó cornudo y apaleado, sino eunuco y ejecutado.
-Es que si no, la carne puede saber a semen –le explicaron al atónito Duende.
Con la de sacrificados que exige la crisis y ahora se le ocurre al bloguero apiadarse de los pobres animales. Da igual que vivamos tiempos de vacas flacas o de vacas gordas, porque siguen inmolando su vida por todos nosotros. Señor, cuánto sufrimiento siempre en beneficio de otros.
2
A menudo busca el Duende sus minutos de siesta viendo los documentales sobre la naturaleza que emite a esas horas la 2 de Televisión Española. Ninguna aventura del reino animal es capaz de quitarle al menos unos minutos de sueño, pero, cuando despierta, a veces se queda horrorizado viendo la muerte de un knut engullido por un cocodrilo, el trágico final de una cebra despedazada por hienas o el siniestro banquete del búho. Esta era un ave que le caía bien, quizás por el aspecto bonachón que le dan los dibujos animados y por ser el símbolo de la inteligencia. Pero desde que le vio cómo mataba a un conejo picotazo a picotazo, al ritmo que solicitaban los polluelos que tenía que alimentar, le ha tomado mucho respeto. Se empiezan a ver esos documentales por amor a los animales y por ese mismo cariño se acaba siendo más indulgente con los cazadores. El Duende fue siempre más bien crítico con la caza, y sobre todo con algunos cazadores fatuos y ventajistas. Pero a la vista de lo cruel que acaban siendo las leyes de la naturaleza, cree que si perteneciera al reino animal casi consideraría una bendición morir de un tiro.
Al día siguiente del dramático lamento del cochino ejecutado las nietas del Duende fueron a coger los huevos de las gallinas, momento emocionante para cualquier criatura. Y se encontraron con otra muestra de la cruda realidad. La gineta se había colado en el corral y había decapitado a dos gallinas más. Las pobres gallinas, tan poco protegidas por el gobierno y los sindicatos: a ver cómo le explicaba el abuelo a sus queridísimas niñas que no fue Walt Disney el que diseñó a los animales, y que la vida pide a diario millones de muertes de todas las especies. ¿Cómo se le razona a un párvulo la conversión del corderito que ven en el monte en un exquisito asado? ¿Quién es capaz de recordarle que las vaquitas mueren niñas para poder llamarse en el plato ternera, y que los afamados cochinillos de Cándido o de Duque son bebés de cerdo? No es una reserva puramente moral, porque tampoco fue nunca uno de sus platos preferidos, pero el Duende empezó a hacerse objetor de cochinillos asados el día que el maestro asador José María le contó a a él y a sus compañeros de RNE que los pobre cerditos deben de ser sacrificados a la semana de vida para ser el bocado perfecto. Desde entonces siempre desea que todos esquiven su destino y emulen a Babe, el cerdito valiente.
3
Cuestión difícil, contar a los niños que los animalitos que tanto aman son parte de su y de nuestra dieta. Y quizás quiso poner un paño caliente, pero algo explicó a las nietas del Duende un cuento muy especial, un cuento a la medida, que les trajeron los Reyes Magos. Pues siendo que, según su abuela, lo que más las entretiene es que ella les cuente no la historia de Caperucita o de Blancanieves, sino la del pequeño trozo de campo donde van despertando a la naturaleza, la abuela pidió a sus Majestades de Oriente la historia de aquel campo en el que las niñas son las protagonistas. Y el cuento que trajeron los magos el 6 de enero narra en sencillos cuartetos la historia del encuentro familiar con ese lugar, y algunas de las que el admirado poeta Muñoz Rojas llamaba Las cosas del campo</ Entre ellas los árboles que allí crecen, y el agua que corre por el arroyo, y el ruido de la fuente, y los cielos estrellados, y las flores, y los frutos, y los animalitos que allí conviven, y el juego de las niñas con ellos. Así que después de hablar de la burra y las cabras de Pin, que es uno de les vecinos, repasan la letanía animal con estos versos:
En Pedrojuan también viven/ muchos otros animales/ Reptiles, ranas, lagartos,/en el cielo muchas aves,/ Ratones que entran en casa,/ a veces, hasta alacranes,/ patitos en el pantano/ y ardillas de tarde en tarde/ También se crían gallinas/que van poniendo sus huevos, /y algún zorro peligroso! que se come sus polluelo/ Mala suerte, pobrecitos,/ lo mismo que Kokorós, /aquel gallo de Marina /que un día desapareció.
Fue la consternación de la familia. Llegó a manos de la niña cuando era pollito y en cuanto se hizo grande y le salió la cresta se lo afanó la zorra. Menos mal que los Reyes Magos, que son sabios, le quitaron importancia, y con una simpleza sorprendente dijeron lo que el torturado educador no se atrevía a decir: Pero son cosas del campo,/ reglas del reino animal:/ unos bichos son felices/ y otros lo pasan fatal.
Se puede ser mejor poeta, pero quizás no mucho mejor moralista.
Comentarios recientes