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Te llama tu admirada amiga Lucila y te cuenta que, por un despiste, su marido ha rechazado la invitación a “un concierto en Toledo este sábado” y ha preferido perderse en su finca de Extremadura. Reconoces que si a ti te lo cuentan así tu reacción hubiera sido la misma. Tienes muy presente que otros amigos residentes en Barcelona, habían reservado su visita a la gran Exposición El Griego de Toledo el fin de semana anterior y se encontraron con un avispero de turistas.
-Prefiero ver cualquier apóstol del Greco a solas-que contemplar El entierro del Conde de Orgaz con medio aforo del Nou Camp resoplando a mis espaldas- debieron de pensar.
Lo entiendes y lo compartes. Toledo siempre estará ahí. Hay pinturas del Greco en cantidad de museos y conventos españoles. Y el encuentro entre la obra de arte y el espectador exige un mínimo de sosiego, de intimidad y de respeto por el silencio imposible en esos eventos culturales a los que inmediatamente se les abrocha el flujo de visitantes que provocan. ¿Dónde va Vicente? Naturalmente, donde va la gente. La realidad es que el marchamo de calidad de una exposición para la inmensa mayoría es precisamente eso, que se encuentra allí con otra inmensa mayoría, y eso da confianza y compensa su esfuerzo.
-Algo tendrá el Greco, cuando tantos lo bendicen –se consuela luego el turista mientras se abanica y ¡por fin! se enfrenta a solas en el velador con una jarra de cerveza.
De la masa para ver maravillas, líbrame Señor. Ya me encontraré con ella en ese Juicio Final que, por cierto, también pintó Theotokópulos.
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Y, sin embargo, esta vez tu amiga Lucila tenía razones para mosquearse. El concierto no era uno de tantos, sino un Requiem de Verdi dirigido por Ricardo Muti en la Catedral de Toledo. Y precisamente en honor del Greco. Tú lo cantaste una vez en el Auditorio Nacional y aún se te ponen los pelos punta recordando su inicio, un pianísimo tenso, sobrecogedor y emocionante. Volverías a cantarlo aunque fuera por el alma no ya del gran pintor, sino del mismísimo Nerón si te lo pidieran, pues la ventaja de la gran música es que trasciende de cualquier circunstancia, e independientemente de su estilo y de sus intenciones establece una relación particularísima de la sensibilidad humana con lo que suena. Puede que resulta una gilipollez tu metáfora, pero hacer música–dirigir, tocar, cantar e incluso escucharla – es tan satisfactorio o más que hacer el amor.
Luego, además, no tienes que añadir ni una palabra.
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Ricardo Muti es un purasangre de la dirección orquestal: carácter, genio, figura. Cualquiera que es capaz de estudiar una partitura y conducir puntualmente su ejecución ya merece tu admiración. Pero el lúcido e irónico discurso suyo cuando en 2009 recibió el premio de Músico del Año de la revista Musical América –no se lo pierdan si aman la música y disponen de nueve minutos para pinchar You Tube– explica magníficamente por qué tantos hemos soñado en un momento de nuestra vida con ser como Muti. En términos de pura gratificación espiritual, la suya debe de ser la profesión mejor pagada del mundo.
Quien le ha visto sobre el podio habrá imaginado en él a un mosquetero, y en su batuta a un florete que se bate por la música y la cultura. Más recientemente, después de dirigir el Va pensiero de Nabucco en Roma, el director napolitano tuvo las agallas de detener la representación, reprocharle a Berlusconi, que seguía la función desde un palco, sus recortes presupuestarios en cultura y animar al público después a repetir con el coro el famoso lamento de los esclavos sin patria. Su mensaje en la celebración del 15o Aniversario de la Unidad de Italia era valiente y claro: sin cultura no hay identidad. Sin ese alma colectiva…¿quién puede hablar de patria?
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¿Recorto –aún más- servicios sociales, sanidad o pensiones, o le meto la tijera a Cultura, Educación e I+D? La opinión generalizada, incluso sabiéndose que la manta presupuestaria es demasiado corta para cubrir cabeza y pies, es que no hay recortar más que el coste de los políticos. Y en ningún caso la cultura, que produce tantas estrellas y que encandila por igual a ilustrados e ignorantes. Tener que despejar esa duda es una de las múltiples razones por las que estás encantado de no ser Rajoy. Cuando eres pueblo, se te comprende el derecho a la utopía. Si no eres pueblo, pero sí comunicador a la page, la utopía es obligada. Si eres el baranda del gobierno, guardas la utopía en el desván y miras a la despensa.
En el erial que según los más catastrofistas es hoy la cultura en España –como si lo demás fuera una fiesta—tú disientes ligeramente y apuntas signos esperanzadores. Mientras Requiem de Verdi y Muti eran gran noticia en Toledo, a 145 kilómetros de allí, en tu querido pueblo de Candeleda, que nunca fue nada parecido a Salzburgo ni a Bayreuth, José Antonio Muñoz de la Calle dirigía a la Coral Polifónica del pueblo y a un jovencísimo Grupo de Cámara Consort que debutaba en un concierto de música sacra con obras de Gounod, Victoria, Telemann, Vivaldi, Frisina y Anton Bruckner.
Te impresionó sobre todo escuchar un hermoso, y para ti desconocido Agnus Dei de Bruckner en el pueblo donde antaño la música corría a cargo sólo de las rondallas populares. Bruckner en Candeleda, sin apenas presupuesto, sin IVA especial, pero con buen gusto, ilusión y trabajo. Será un milagro, pero lo cierto es que la cultura del pueblo fluye a pesar de los políticos y de los predicadores.
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