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El tiempo entre basuras

rata92Empezaré por agradecer a la especie humana su generosidad. Estuvo la mar de acertada cuando elaboró lista aquella de Derechos Humanos, y cuando declaró que la libertad por encima de todo. Luego aún se puso más estupenda, y se inventó  para sus individuos (e individuas, que una debe ser políticamente correcta ante todo) aquello del derecho de huelga. O sea, que no estás conforme con tus condiciones de trabajo, pues no trabajas y el empresario que se fastidie. Estuvo lo que se dice iluminada.

A veces se fastidia bastante más gente que los empresarios. Por ejemplo, en la huelga de la limpieza de las calles de Madrid los madrileños dicen que están hasta las narices de la huelga, y que no hay derecho a que los empresarios y los obreros se peguen patadas en su culo. Pero nosotras no. Nosotras encantadas.

Encantadas de que la alcaldesa Botella se tome una relaxing cup of camomyle o de lo que sea mientras que unos y otros se tiran de los pelos y se pasan por el forro de los caprichos su contratos de limpieza. Más encantadas aún estamos con esos amables sindicatos que tanto se empeñan en informar a los desinformados a través de los piquetes, verdadero prodigio de competencia y de sentido cívico. Y qué decir de los vandalitos y de los pirómanos que van derramando papeleras, incendiando contenedores y de paso algún que otro vehículo que quede cerca. Es que no podemos estar más contentas con ese despiporren de mondas, restos de comidas, latas, envases, cartones, compresas usadas, bolsas de plástico, papeles y cartones que inunda la capital. Qué mierda de ciudad. ¿Cabe mayor felicidad para nosotras?…

Es verdad que el hombre (y la mujer) nos debía una ocasión como ésta, quizás la más alta que vieron los siglos desde la famosa peste de París que cuenta El perfume. Bien que se han cebado con nuestra especie para sus experimentos en laboratorios, que joden bastante más que una huelga. Por cierto, que hablando de perfume casi nos gusta más a mí y a mis coleguis el que empieza a adueñarse de Madrid. La señora alcaldesa dice que eso no quiere que sea peligroso para la salud de los ciudadanos (y ciudadanas, que no se me escape), pero todo se andará. Ya nos encargaremos nosotras de que la cosa empeore, y de que acaben asustándose hasta esos soletes de sindicalistas a los que tan agradecidas estamos.

De momento, a ver lo que pasa. Unas amigas del barrio de Lavapiés encontraron ayer un montón de basura tan alto que treparon por él y llegaron hasta una ventana por donde se veía a una familia mirando a la tele como atontada. Seguían un serial que dicen que es muy bonito y entretiene mucho. Se titula El tiempo entre costuras. Pero no tienen ni idea: para mí, que al fin soy  una rata en ese momento de gloria al que todas las criaturas tenemos derecho, el serial que está dabuti  es El tiempo entre basuras, coproducido por el Ayuntamiento, las empresas de limpieza, los sindicatos y los delincuentes sin fronteras. Una delicia.

Sólo me preocupa que con tanta tentación por las calles me eche a perder y acabe siendo una rata puta, en lugar de una puta rata  como me decían hasta ahora. Y es que nunca puede ser completa la felicidad. Eso sí, mientras dure, campando por  la capital como si fuera la chulapa aquella de los nardos, caballero, que ya habrá tiempo de volver a las alcantarillas.

Aguirre, el no tan magnífico, y la lectura rodante

Lo mejor de Jesús Aguirre probablemente sea lo que Manuel Vicent ha escrito sobre él. Un magnífico libro para la lectura rodante...

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El primer compañero de pupitre de este bloguero tenía un hermano que se llamaba Gonzalo. Y éste a su vez era muy amigo de un chico rubiasco y de ojos claros que se llamaba Enrique Ruano. Nunca llegó a tratarle el bloguero, pero coincidían en la casa de los amigos comunes, por los pasillos del cole, en el patio del recreo y haciendo cola ante la pipera  que vendía chuches a la entrada de aquel feo edificio neogótico de la calle Castelló donde domesticaban su infancia.

No volvió a saber de este muchacho hasta la década siguiente. Enrique Ruano, estudiante, como él, en la Facultad de Derecho de Madrid, había sido atrapado por la policía por supuestas actividades subversivas, cuando este eufemismo podía significar algo tan simple como reunirse y planear sueños contra la dictadura del general Franco. Le interrogaron, le amenazaron, le sacudieron de lo lindo. Parece que quiso escapar, y que recibió un tiro. No debió de ser suficiente, porque la causa de su muerte fue una caída desde un sexto piso. La versión oficial fue que se había suicidado.

Al día siguiente, junto al relato del suceso convenientemente maquillado, aparecía su foto en los periódicos. La misma mirada clara e infantil que el Duende recordaba del colegio. Se estremeció. Era una de las primeras tragedias públicas que le pasaban a alguien que conocía, aunque sólo fuera de vista. Y esas cosas en la edad de la inocencia (entonces se tardaba mucho más que ahora en perderla) dejan una profunda muesca en el alma.

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Un par de años después el Duende, que ponía en las clases de derecho el interés justito, descubrió un rostro femenino que llamó su atención. Era una chica de tez muy  blanca y grandes ojos azules y cabello de color castaño, con un tipo de belleza romántica algo triste, como de retrato ovalado firmado por Madrazo. Sólo había entonces en Madrid una facultad de Derecho, pero aún así la promoción juntaba a más de cuatrocientos estudiantes. No era fácil por tanto sentarse en el aula al lado de la alumna que uno escogía. Lo más que pudo aquel tímido duende fue enterarse de su nombre.

-Se llama Loli –le dijeron.

Luego supo también que Loli González Ruiz había sido la novia de Ruano, y pertenecía a uno de esos grupos activistas que agitaban la resistencia universitaria contra el franquismo. De ella arrancó la policía, con esa habilidad interrogatoria que pone los pelos de punta imaginar, el paradero del desdichado Enrique. Aquella compañera estaba marcada por la tragedia. Se casó después con Javier Sauquillo, uno de los abogados asesinados en la matanza de la calle Atocha que hizo trastabillar a los primeros pasos de nuestra vacilante democracia. Loli sobrevivió de milagro a aquella salvajada. La última vez que la  vio este bloguero tenía su cara destrozada por un balazo. Los asesinos no acabaron con su vida. Pero consiguieron desfigurar el romántico retrato de mujer joven  que uno guardaba en el museo de su memoria.

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De un tiempo a esta parte, el público ha descubierto que la literatura enriquece más si ha sido tejida sobre el cañamazo de la historia. De la historia lejana o de la más reciente. Todas esos lectores, fundamentalmente mujeres, que uno puede ver en el metro leyendo novelones históricos se quedan encantados sabiendo que, además de entretenerse leyendo los amores de la Princesa de Éboli o las granujadas de Godoy, o han ampliado sus conocimientos o han refrescado su cultureta. Este mismo año ha habido grandes éxitos editoriales –El tiempo entre costuras y Riña de gatos, sin ir más lejos- por los que uno transita cómodamente al reconocer en ellos algunos personajes, rincones y sucesos que habitan en su memoria cercana.

No es exactamente una novela, pues debería de encuadrarse más bien en el género biográfico. Pero de ese material que combina lo vero con lo ben trovatto está hecho también Aguirre, el magnífico, el último libro que ha escrito Manuel Vicent. Maravillosamente, por cierto. Lo de menos, a juicio de este lector, es que la figura central sea un personaje tan discutible como el último Duque de Alba. Lo verdaderamente meritorio es cómo el autor, de la mano de aquel cura reconvertido en noble merced al sublime braguetazo,  nos pasea por ese cuadro de luces y sombras, de miedos y esperanzas, de hazañas y de méritos y, por contra, de sinvergonzonería y de gilipollez  divinizada que ha sido la modernísima historia de España.

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El cura Aguirre, faro de los católicos progresistas del tardofranquismo  fue el director espiritual de Enrique Ruano. Tardofranquismo: extraño sustantivo inventado por los columnistas de la época para la dictadura decadente. Quizás el franquismo era tardío –más bien anacrónico, se diría- pero no por ello dejaba de ser tenaz en su tiranía. Allí un cura liberal, audaz y algo insolente  brillaba como una luminaria y ejercía de pulmón para muchas conciencias jóvenes atormentadas. Esa es la parte buena de Aguirre, el cura capaz de convertir una homilía en la Capilla de la Ciudad Universitaria de Madrid en un dardo directamente dirigido al Pardo. La menos buena la resumiría el cruel desparpajo del pueblo en tres palabras.

-Era un jeta, un trepa y un gilipollas.

Cuesta mucho creer que un fino intelectual forjado junto al padre Sopeña en la música de Mozart, en la teología de Ratzinger y en la Escuela de Frankfurt cayera en los brazos de Cayetana de Alba, por simpática, jaranera y puede que aún mollar que estuviera la duquesa entonces. Es difícil creer que no hubiera impostura en ese amor, con la cantidad de feligresas maduritas, pero discretas, que habría conocido en sus años de ejercicio sacerdotal. Como llamativo fue el esnobismo de quien quiso erigirse en el más ducal de los duques por disimular su origen. Lo más cruel del libro es lo que cuenta sobre el comportamiento del personaje con su madre y con los que pagaron su educación. Cría cuervos…

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Pero todo queda sublimado por la prosa precisa y hermosísima de Manuel Vicent, un biógrafo/cronista que escribe a punta de diamante. Usa su palabra como un implacable escalpelo capaz de diseccionar el personaje y el momento histórico, y sólo edulcora su mordaz ironía con un ritmo y un repertorio de metáforas que destilan fragancia e invitan a la sonrisa. E incluso a la carcajada. Qué país, Miquelarena, que dicen que dijo Pedro Mourlane. O ¡joder, qué tropa!, que adjudican al Conde de Romanones en un monumental cabreo por ser rechazado en la RAE.

Es el creciente encanto de la literatura sobre la historia cercana. Uno conoce el cuadro sobre el que se arma la trama. Uno le pone cara a los personajes, algunos de los cuales ha llegado a conocer personalmente. Uno se solidariza o discrepa con la tesis del autor, pero con la seguridad de saber de lo que piensa. Y acaba paseando por  la novela cómodo, confiado y feliz, como Pedro por su casa. Lo saben bien María Dueñas, Eduardo Mendoza o Manuel Vicent, tres de los últimos exponentes de este nuevo modo de novelar que ha convertido a los vagones de metro y a los autobuses en salas de lectura rodantes.

Las inmarchitables flores de mayo

Va uno de aquí para allá buscando dónde cantar  y acaba parando en  la Sociedad Bach. Ya se pueden imaginar, ahí no se  canta por soleares, ni  Clavelitos, ni coros de zarzuela. Todo Bach. Lo cual es maravilloso en teoría, pero casi imposible en la práctica porque el Duende tiene poco trabajado el diafragma, y para recrear la música vocal del Viejo Peluca tan importante es esto como el chorro de voz. Claro, que todo es relativo. La música recompensa incluso al que la maltrata.

Y canta en una pequeña iglesia protestante que se ubica en una de las zonas más guay de la capital, en el Paseo de la Castellana 12, a cincuenta metros del famoso Embassy, tantas veces mencionado en El tiempo entre costuras, y a otros tantos del Hotel Tryp Fénix, que el Duende vio construir cuando iba a jugar a la Castellana y que ya debe estar en el catálogo arquitectónico de protección especial. Jo, qué viejo es uno, que hasta vio nacer edificios históricos. Ahí, equidistante, se alza una diminuta iglesia neorrománica a la que se accede por un patio ajardinado. La iglesia tiene adosada una vivienda sólo separada de la gran avenida madrileña por un diminuto jardín. Y en ella viven el pastor y su esposa, que deben de gozar, quizás sin saberlo, de una de las residencias más caras de Madrid, lo que el vulgo conocería como un chalé en la Castellana. Hay curas que viven como un cura. Y éste, en particular, con el  buen nivel de aquellos  vicarios que salían en las novelas de Agatha Christie. Si  su señora en cuestión se pareciera, además, a Michelle Pfeiffer, un suponer, el Duende hubiera apostado por ser cura. Otro argumento más para revisar la vieja norma del celibato eclesial, que tantas turbulencias está provocando.

Canta el Duende en alemán sin apenas conocer nada de esta lengua. No hace falta ser gallina para saber cuándo están los huevos frescos, ni  tampoco  germanoparlante ni teólogo para imaginar que las letras de Bach no eran las de Perales ni de las de Café Quijano. Ven, Señor a mi alma, oh, Jesús, mi amigo, redímenos Dios mío, de nuestras miserias, haz que el cielo nos espere… Y cosas así. Con un pensamiento de tres palabras, Bach era capaz de anticipar muchos minutos de gloria. Pero entretanto canta con palabras desconocidas todas esas cosas…¿qué hace el Duende? Mirar. Se mira mucho en un coro.

Sería tonto negar que el Duende mira a sus compañeras. Pero a fe que en esta diminuta capilla neorrománica de la Castellana también ha mirado los frescos y mosaicos buscando a la imagen de la Virgen, que no está. Normal en una iglesia protestante. Quién  ha visto y quien ve a este coreuta (me dicen que es así como debe decirse en plan fino del que canta en un coro). De niño, en el cole, llegaba el mes de mayo y la Virgen María se coronaba reina de sus días. El Duende y sus compañeros  montaban bajo la tapa del pupitre un diminuto altar con una imagen de la Virgen del Pilar –la de Fátima también tenía mucho predicamento, especialmente si era fosforescente- rodeada de diminutas flores. Venid y vamos todos/ con flores a porfía/ con flores a Maríaa…/¡Que madre nuestra es!…Mayo era el mes de las flores. Como para recordárselo a uno de esos Observatorios de  la Laicidad que tanto hacen levitar a nuestros gobiernos.

Aprovéchenlo, porque mayo sigue siendo el mismo. Desde el lugar donde el Duende escribe ve las primeras rosas, las calas, las lilas, las glicinias colgando de la parra, los lirios. Aún hay frutales que conservan su flor blanca o morada, el aire empieza a perfumarse con el impagable aroma del azahar de los naranjos, mientras que en el campo motean las margaritas, las jaras, los romeros, los brezos, las retamas amarillas y blancas, las amapolas y las últimas peonías, amen de muchas otras especies que uno es incapaz de bautizar.

Esta vez canturrea uno por dentro no sólo a Bach, sino a Joan Baez. ¿Dónde han ido todas las flores? A María entonces, a todas las marías que pasaron por el corazón después. Al album de los recuerdos delicados que, gracias a los colores y los aromas que se renuevan cada mes de mayo, permanecen immarchitables.


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