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Desayunas un kiwi, una ciruela, un poco de esos cereales que llaman Muesli con leche y café. Lo del kiwi, que no te gusta mucho, te lo metieron en la cabeza cuando la quimioterapia hacía de las suyas y dificultaba el tránsito intestinal. Que curiosa palabra la de tránsito: tanto se utiliza cuando alguien muere como cuando necesita laxantes. Supongamos que ese es tu caso. Afortunadamente.
Hoy ha caído ese desayuno, otros días tomas tres galletas Digesta, cuando te da, tostadas con aceite, tortas de ídem, roscón cuando es época o cualquier tipo de bollo o bizcocho. Y si hay porras o churros recientes, eso sobre todo. Viva el colesterol. Tú ya tienes lo tuyo, pero desde que los análisis te dijeron que tenías el índice de colesterol perfecto te das al aceitamen y a la chacina hasta lo que te pide el cuerpo. Tus arterias bien, aunque tu barriga no engaña. Lo notas en los agujeros del cinturón, que siempre te gustó llevarlo apretado hasta el último ojete. Ahora te oprime, para qué te vas a engañar. Pero te importa menos porque ya estás en edad senatorial, y a estas alturas de la película, y con chaqueta, como te gustará volver a llevar cuando el larguísimo y calidísimo verano se retire, la silueta de señor clásico disimula las curvas.
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Especulas con lo variable e indefinible que es tu desayuno porque vives días de nosequé. Debe de ser un fenómeno típico de estas temporadas bisagra, en las que no se sabe si aún es verano u otoño, si hay que cambiar el fondo de armario o no, si hay que poner en marcha algún buen propósito o desengañarse de él cuanto antes, si es mejor escribir y salir a pasear o pasear y después sentarte a escribir, si hay que estudiar un curso de alemán o apuntarse al gimnasio, si mantienes tu tertulia o solicitas el ingreso en la Sociedad de Amigos de las Micología.
El caso es que a la duda proverbial de la época añades la tuya personal y constante, que manifiestas hasta en los detalles más insignificantes de la vida. Hace poco, revisando papeles, veías escritos tuyos de diferentes momentos y observabas cómo tu letra cambia de un año a otro. Unas veces letra grande, otras pequeña, a ratos recta, luego tumbada. En ocasiones los rasgos son muy marcados. Poco después tu pluma parece que ha derretido las aristas, y dibuja unos trazos largos en los que es difícil adivinar palabras inteligibles. Qué caligrafía tan mutante. Como tus desayunos.
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Como tú mismo. ¿Licenciado en derecho, publicitario, empresario varado, comunicador, rapsoda, humorista, caricato o excéntrico, como te titulaba el epígrafe fiscal en el que te encuadraba el antiguo IAE?… Llevas unos días intentando encontrarte a ti mismo, y pensando en la necesidad de ordenarlo todo: tus prioridades, tus gustos, tu plan de vida, tu forma de presentarte, tus papeles, tu casa. Para que seas capaz al menos de encontrar el cortaúñas cuando lo buscas. Dios, qué caos.
Luego te acaba venciendo la indefinición, y sigues en tu tiovivo, incapaz de detener tu caballito en una opción, y de ser lo que antes se llamaba un hombre de una pieza.
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Y a ti te divierte, crees que incluso te compensa esta forma de ser/no ser. Aunque lo cierto es que la historia acaba perteneciendo a los que lo tienen todo claro, y están convencidos hasta del desayuno que hay que tomar antes de ponerse en marcha y arreglar el mundo.
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