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Caminando por la Costa Vasca

San Sebastián visto desde el inicio de la senda que lleva por lo alto del monte Ulía a Pasajes

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La respuesta de este Duende a la conocida pregunta de qué es lo que más le gustaría hacer en esta vida si pudiera fue muy cuca. Dijo que andar hasta el final todos los caminos que uno se encuentra por la vida.

-Es otra forma de complacer a la curiosidad –añadió- ¿Te imaginas ir descubriendo todo lo que podrás ver tras la próxima curva, al otro lado de ese monte, más allá de la montaña o traspasando la línea del horizonte en el mar?…Aún así, siempre quedaría algo por descubrir

Desde entonces tiene claro que no hay que estar, sino moverse. Caminar, navegar, volar. Sin preocuparse de dejar huellas o estela alguna.

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…Y si es con el mar a la vista, recibiendo la caricia de una brisa que no se sabe si es atlántica o cantábrica, pero fresca y vivificante, tanto mejor. Se para en San Sebastián y el recuerdo que apuntará el turista no será demasiado original. Qué postal tan bonita, qué mesa tan exquisita, qué pinchos…De corrido, los nuevos dioses de la cultura que proliferan como setas por esos pagos: Arzac, Subijana, Berasategui. Solo uno de cada cincuenta hablará de los murales de Sert en San Telmo. Los coronarios o los escapistas románticos, se estirarán paseando desde el Peine del Viento al fondo de la Zurriola, por el Paseo Nuevo y cruzando el Urumea por el vistoso Puente del Kursal…

Pero nadie le había hablado a este bloguero de que lo más hermoso que reserva esta ciudad  es salir de ella por el monte Ulía y caminar por entre un espeso bosque donde crecen espontáneamente macizos de hortensias para llegar a Pasajes casi como si uno fuera un barco, pues acabará entrando en él por la bocana de su precioso puerto. Dos faros jalonan la ruta, los dos al final de la misma y en la orilla izquierda de la ría. El primero, a unos cien metros sobre el nivel del mar, el Faro de la Plata, encaramado en un risco casi comido por la maleza. El segundo, el faro de Senokozulua, al que se baja por una larguísima escalinata, al pie mismo del agua.

El senderista costeño puede ver en la orilla opuesta  de la ría las viejas casas de Pasajes de san Juan mientras camina desde Senokozulua hacia el pequeño Pasajes de san Pedro, donde tomará una chalupa para cruzar la ría y pasear por lo que queda del viejo pueblo marinero. En una de sus casonas del siglo XVII, hoy convertida en oficina de turismo, vivió el escritor Víctor Hugo. Vuelve el Duende a uno de sus pensamientos tradicionales: hay lugares, paisajes y panoramas donde es fácil convertirse en artista o escritor. Pasajes de san Pedro y Pasajes de san Juan, frente a frente, en un puertecito delicioso que parece un decorado cinematográfico, es uno de ellos.

Varado en la orilla de san Pedro, el caminante se tropezará con el Jaizkibel, un barco que oxida su vieja gloria como el peine de Chillida, unos kilómetros de costa más al sur, oxida la suya. En su ignorancia, y comparando ambas piezas, el senderista ve el cadáver del viejo navío derrotado como una escultura más bella que la del artista guipuzcoano. Un barco siempre será un barco, y que digan lo que quieran los entusiastas del arte contemporáneo.

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Por qué, cuando se pasea, cualquier detalle evoca un recuerdo.

Costa vascofrancesa, paseo por  la Corniche, de Hendaya hasta Sokoa, fácil y grata de andar. A la izquierda, el Atlántico (los folletos franceses no hablan del Cantábrico). A la derecha, bosques, prados, casonas, castillos. El Duende recuerda la primera vez que escuchó en directo un concierto de piano de Ravel ejecutado por la pianista chilena Marta Argerich. El primer tiempo comienza con un aire de danza vasca, donde una fanfarria da paso al impresionismo melancólico que bien pueden inspirar esos paisajes. El Duende sabía que Maurice Ravel era de por allí. Se lo contó su tío político, el catedrático Joaquín Garrigues, que le conoció en sus veraneos de San Juan de Luz.

Mira –le dijo mostrando orgulloso un viejo disco de pizarra  que exhibía en un atril de su salón- ¿Ves lo que escribió en su funda?…Me lo dedicó a mí, porque éramos amigos.

El viejo don Joaquín Garrigues sabía lo suyo de derecho mercantil, pero también presumía de melómano.

Apenas sobrepasado Sokoa ven los paseantes en un rótulo el nombre de Ciboure. Y el Duende recuerda que un amigo suyo llamado Darío le dijo una vez que tenía su guarida en esa localidad, y que si alguna vez caía por allí no dejara de llamarle. Ya habían hecho su picnic los senderistas, sólo se trataba de saludarle, así que ni corto ni perezoso, especialista en dejarse caer por casas amigas como un murciélago por la chimenea, le llamó por teléfono. Qué alegría, no quiero molestarte, qué tontería, sólo un café, pues claro, os espero, es un apartamento sobre la ría que nos separa de San Juan de Luz , estaré asomado al balcón…

Fue una noble casa de estilo holandés del siglo XVIII donde vivió por seis meses el cardenal Mazarino, que se instaló allí para bendecir la boda de Luis XIV con la infanta María Teresa, hija de nuestro Felipe IV, celebrada en la iglesia de San Juan de Luz. No es que su eminencia viviera como un cura, es que vivía como un cardenal. Dividida hoy por pisos, en uno de ellos, desde el que se ven los barquitos del puerto y al fondo, San Juan de Luz, pasa sus asuetos leyendo, escribiendo y pensando el periodista y escritor Darío Valcárcel.


La casa natal de Ravel es la primera por la izquierda

La planta baja de la casa acoge a la Oficina de Turismo de Ciboure. Y en la fachada, una lápida en piedra recuerda que en ese lugar nació en el año 1875 el compositor Maurice Ravel. Ya lo sospechaba el bloguero: hay lugares que invitan a cultivar el espíritu y a dejar volar a la imaginación. Lo grande es que a todos ellos se puede llegar caminando, y que aún nos queda salud para seguir recorriendo los  muchos  que faltan  por conocer.


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