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Verano 12. De ratones, hombres barrigudos y otros cuadros de Asturias

Fue tan temprano el viajero a la Playa de Verdicio que lo único desnudo que allí vio era la playa misma…

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Era un valle tranquilo, una V de verde que separaba dos montes. Entre sus brazos, algo más abiertos que los de la uve del abecedario, se veía el azul del mar.

Hace treinta y cinco años, primera vez que el bloguero apareció por las Luiñas, la postal era bonita y tranquila. No era aquel bosque de la zona tan frondoso y auténtico como los de la costa de Asturias oriental, pues los eucaliptos abusones se habían hecho con buena parte del terreno, pero el cuadro resultaba muy amable. En la modestísima casa aldeana que alquilaba, lo que llamaban cuarto de baño era un par de metros cuadrados robado a un mirador, y el zaguán del piso de abajo, la antigua vaquería malamente reconvertida. Pero la casa estaba sobre un prado, una pequeña pomarada, el vecino llevaba a sus hijos a segar y estos volvían felices, sentados sobre el colchón de hierba que llenaba el carro tirado por un percherón. Además se desayunaba la leche de las vacas del lugar. Aún se creía que los alimentos naturales eran más sanos y nutritivos, y aún el cartero repartía a caballo las cartas y el periódico (del día anterior) que enviaban desde Madrid.

La casa, tan de pueblo, hospedaba algunos ratoncillos. Uno de ellos se ahogó una noche en la pota donde se cocía la leche. El Duende madrugador no lo vio hasta que ya se había desayunado su café con leche. Justo cuando aparecieron sus hijos y reclamando su Cola-Cao, el cadáver del ratón emergió del fondo de la pota, para horror y pasmo de todos. El Duende, consciente de que había tomado un café con leche con esencias de ratón, abrió una botella de leche embotellada para los niños y esperó tranquilamente su muerte por envenenamiento, su diarrea o al menos una intoxicación digna de tal accidente. Pero no sintió nada extraño, ni una vulgar arcada. Todo por empeñarse en tomar alimentos sanos y naturales, ya te digo.

Desde aquel desayuno, se ha hecho mucho menos repunante, adjetivo que los asturianos emplean bien para designar al que hace ascos a las cosas o las personas. Algo de aquel ratón ahogado en leche pasó por sus interiores, y aquí está, jodido de la espalda, pero vivito y coleando y sin arrugar el morro más que ante los higadillos de pollo, que si le resultan insoportables.

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La V del Valle de las Luiñas se cerró hace años en un triángulo. Una línea perfecta con la que la autovía que va desde Bilbao a Ribadeo une las dos laderas que la naturaleza puso allí. En teoría el paisaje ha perdido encanto, pues ya no queda tan bucólico. Pero no hay mal que por bien no venga. Cuando desde la casuca que alquilaba el Duende se ve ahora a un gran trailer pasando sobre el altísimo viaducto que salva el valle aquello recuerda un paisaje de Edward Hopper. El vuelo elegante de la ingeniería de carreteras añade modernidad y otro tipo de poesía a la vista humana. ¿Era más bello París antes de que Eiffel levantara su celebérrima torre? ¿Perdió tanto San Sebastián cuando Chillida plantó su Peine del Viento?…A los niños les deberían de enseñar en las escuelas que casi todos los paisajes acaban siendo un puzzle de la estética de varias generaciones, y que a menudo estas acaban integrándose en ellos con la misma naturalidad con que crecen los árboles.

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Ahora pasa el Duende por ese valle de visita. Su playa de San Pedro de la Ribera, en la que jugaba partidos de fútbol o hacía castillos de arena con sus hijos se ha quedado pequeña. Ya no dependen de él bebés que justifiquen el sacrificio del agua fría y la impertinencia de esa maldita arena que siempre se cuela de okupa entre los dedos de los pies o en alma de la tortilla, de manera que se detuvo allí lo justo para saludar a los viejos amigos y pernoctar un poco más hacia o el oeste, en la casa que su cuñado Angel y María Rosa, su hermana mayor, tienen en Susacasa.

Susacasa es una aldea en la que evidentemente no se paró Don Pelayo ni para afeitarse. Costaría encontrar en su suelo piedras con más de un siglo de musgo en su piel. Debe figurar de las primeras comunidades en la lista de Pueblos sin Encanto de la Unión Europea, pero está asentada sobre un promontorio desde el que se ven prados, algun caballo pastando, unas pocas casas con hórreo y palmeras y, al fondo, un Cantábrico que a distania siempre parece pacífico. Porque ofrece un buen pedazo del azul del mar, pero no las olas que rompen para definir los humores de Neptuno, un par de kilómetros al norte.

El mayor atractivo esta aldea es la casa de Angel y María Rosa, que con el minimalismo como norma han sabido acotar en la nada un cuadro de David Hockney que se vive desde que se traspasa la puerta. En el gran salón nunca te encontrarías a Clarín, ni a la Pardo Bazán, pero sí a un refinado apóstol del pop-art que quiere simplificar y quitarle el polvo de la historia al punto de vista. En días de sol, que han sido casi todos este verano, el interior de la casa es un Hockney intimista, limpio y de grandes espacios entre los muebles y objetos que lo habitan. El gran ventanal lo que ofrece es un Hockney exterior vivo y luminoso, lleno de clorofila y azul.

Más allá de la cristalera, el campo alfombrado de verde cae ondulante hacia el mar, del que parecen subir hasta la aldea olas invisibles de paz y serenidad. María Rosa, que hubiera podido ser otra Hockney de perseverar en su buen gusto para pintar, sólo parece contenta cuando para en esta casa. Relativamente, claro, pues la familia -un marido, cinco hijos y ocho nietos- es difícil de controlar, de quita y pon, muchos que llegan, pasan dos o tres días y se van. Por otra parte ella mantiene que labores de las gladiadoras del hogar, son la expresión menos poética de la eternidad (de ahí lo copió Doña María). Además, como el bloguero que suscribe, María Rosa también pertenece a ese ramal de la familia que sufre cuando sale el sol recordando que ya a está al caer el crepúsculo. Todo es relativo.

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El otro aliciente de esta casa que el propio cuñado Angel construyó como si fuera un mueble de IKEA. es que está a un paseo de la playa de Verdicio. Una de las obsesiones del Duende norteño es que las barrigas de los bañistas asturianos superan en el arco de su curvatura a la media nacional. Otra observación es que los top less brillan por su ausencia en esa zona.

El Duende durmió poco, y como cuando despertó no había nadie con quien desayunar y el día –otro más- era espléndido, se echó a andar a Verdicio esperando encontrar en el camino algún bar abierto para tomar un café. La otra esperanza, no exenta de riesgo era, que Verdicio justificara su fama de playa nudista. Lo cual, como aliciente, presentaría la posibilidad de ver a alguna mujer bella en cueros, espectáculo más que estimulante a esas horas de la mañana. Y, como peligro, el de contemplar barrigones y otros colgantes masculinos aún más indecorosos que los de la playa de las Luiñas. Espectáculo, por cierto, más que deprimente.

Pero no encontró el Duende nada de nada. Ni bares abiertos, ni café, ni chicas en top less, ni ninfas en pelotas ni barrigudos de tal guisa. Nada de lo soñado ni de lo temido. Sólo la playa en marea baja, el mar, la mar, aquel amplio arenal donde rompía el Cantábrico solo para él, único turista madrugador de la zona. Tampoco era mal premio. Definitivamente, ha habido días y veranos mucho peores.

Verano 5. Las 840 lunas de un viejo marino

Después de haber mirado detenidamente más de ochocientas cuarenta lunas, el viejo marino acertó a poner la luna en su sitio…

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Cuatro o cinco días después de la luna llena de agosto el viejo marino dio por terminado lo que había titulado como Cuaderno de bitácora de mis lunas. Como tantos otros navegantes había escrito ya muchas páginas acerca de sus aventuras en la mar. Pero paralelamente, y en un tono bien distinto, había ido elaborando un largo poemario dedicado a todas las mujeres de las que se había enamorado a la luz de la luna.

-Yo, a diferencia de lo que dice la canción, no tengo una mujer en cada puerto. Sino una mujer en cada luna. Aunque casi siempre sea la misma.

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Recordaba que de niño sufrió cuando dejó ciudad natal porque a su padre, también marino, le habían cambiado de destino.

-¿Y si allí no hay luna? –le protestó airadamente a su madre.

-No te preocupes, hijo. La luna irá donde vaya tu padre.

Y el crío suspiró tranquilo. No había cumplido siete años cuando vio a su vecina Trina Mari, que era renegrida y tenía un diente roto, asomarse a la ventana en camisón. Pero era una noche lunada, y se enamoró de ella.

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A partir de entonces todas las noches de luna amó apasionadamente, de una u otra forma, a una mujer. Su cuaderno de bitácora arrojaba un total de ochocientas cuarenta lunas, otros tantos pensamientos o poemas –Curiosamente el mar nos hizo la ola cuando nos besamos en el Peine del Viento, era uno de ellos- y bastante menos amantes, pues tres de ellas coparon su alma durante cincuenta años, y tocaban a muchas. Era ver asomarse la luna por la barra del mar, y olvidar que era un marino para ponerse a volar.

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Pero este verano, tres o cuatro noches después de la luna llena, lo que vio despuntar por el horizonte no era esa redondez mágica que siempre le había regalado el cielo, sino una especie de papaya blandita que no le transmitía emoción alguna.

-Se puede ser un mal poeta, pero no un traidor –pensó mientras escribía la penosa metáfora de la papaya blandita.

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Remató como pudo su poemario, lo cerró y lo dejó sobre sus rodillas. Después sacó su pipa, la cebó de tabaco, la encendió con la misma prosopopeya con que lo hubiera hecho el capitán Akab y se puso a contemplar el mar mientras se preguntaba por qué le inspiraba tan poco una luna dignamente decreciente como la del 4 de agosto.

Y entonces comprendió que durante toda su vida había magnificado la luna a costa de sus amadas. Pues hasta ese momento siempre se había enamorado de éstas creyendo que había sido bajo el efecto del poderoso influjo de la luna. Y ahora, varado en tierra, se daba cuenta de que en la soledad de su vejez y sin mujer a su lado, la luna ni tenía hechizo ni tenía nada.

La vida es llama

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En medio de la confusión de ideas propia de estos tiempos, más en aún en una mujer de carácter tímido y apocado como ella, Silvia tenía claras al menos tres cosas. La primera es que no es fácil coser una relación de amistad o de amor cuando él vive en una ciudad y ella en otra. La segunda es que había dejado escapar muchos trenes en la vida, y no había sido capaz de dar los pasos firmes de su antigua amiga Irene. Y la tercera es que, precisamente por eso, no iba a quedarse de brazos cruzados esperando a que Claudio se plantara en Santander para pedirle que compartiera su vida con él.

-Ya no somos jovencitos –pensó- Jovencitos o jovencitas tontos y tontas, ñoños o ñoñas, como nos educaron ¿A quién le va a importar que sea yo la que tome la iniciativa?

A diferencia de Silvia, Irene se puso el mundo por montera bien pronto, e hizo de su vida una apasionante novela de pasión y aventuras. A los dieciocho años, y pese a la oposición de sus padres, aprovechó su magnífica figura para ganar un buen dinero como modelo de lencería fina. Luego se enamoró de un italiano llamado Aldo y se fue a vivir con él a la isla de Elba durante un par de años. Allí conoció a un holandés que le ofreció otro amor distinto, y durante los años siguientes vivió en Ámsterdam, tuvo un hijo y puso un negocio de sofisticadas antigüedades. Ganó después bastante dinero vendiendo propiedades inmobiliarias en Mallorca. Y mientras tanto, con representaciones de firmas de moda y unas franquicias, forjó un pequeño imperio de negocios que le daban aún más aplomo y seguridad. Los dos hijos siguientes, claro, no fueron del mismo padre, sino de un aguerrido piloto, lejanamente parecido al Robert Redford previo a los desmanes del bisturí, que hacía servicios de urgencias transportando órganos para trasplantes.

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-Ha sido maravilloso ser tan lanzada –le dijo Irene cuando se encontraron en Madrid treinta años después y tomaron un café juntas- Ahora, después de mi estancia en la India, me he abierto mucho a la vida espiritual, ¿sabes?…Así que he mandado a los hombres a la mierda y he puesto una tienda de velas maravillosas en el Barrio de las Letras

La vida parecía haber sido para Irene coser y cantar. Y Silvia no podía dejar de mirarla fascinada, como si su valiente amiga fuera una aparición.

-Ya sabes –decía Irene- todo cambia, y ahora estoy eso, en lo esotérico, lo espiritual, lo que sube, lo que emborracha los sentidos…Lo aprendí en la India, porque me lo explicó un gurú. Me dijo que toda nuestra existencia está en una vela aromática, ¿no te parece genial?… La vida es llama, la vida es aroma, la vida es humo, Silvia, yo lo tengo clarísimo, ¿no?

Y ella tan trabajadora y tan competente, con un cierto complejo de provinciana, funcionaria desde los veintitrés años y con nivel 27, romántica y soñadora, pero siempre demasiado discreta. Así era Silvia Díaz Troncoso, al borde de cumplir el medio siglo y sin un michelín del que avergonzarse. Francamente atractiva a los ojos de su estanquero de Santander, tan diferente en todo de Irene. Con dos amores fracasados, que clavó en la caja del recuerdo como si fueran mariposas disecadas. Pero con las puertas del corazón aún entreabiertas a una esperanza que nunca acababa de llegar.

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Silvia sin embargo se dio cuenta de que la vida se escapa por un signo aparentemente anecdótico. Las tiendas de su barrio o habían desaparecido o se habían transformado. De niña, creía que la cara de una calle jamás mutaba, y que la confitería Mariví o aquella tienda de moda llamada París, debajo de cuyo rótulo se leía en letra inglesa modelada en latón la palabra Novedades, serían eternas. Pero ya en la década de los sesenta desapareció la carbonería, y poco después aquél Avícola Nogales que mostraba a un ejército de pollitos bajo una lámpara de calor fue sustituido por una cafetería. Qué lástima. Aquel de los pollitos era el escaparate que más le gustaba. Aplastaba contra él su naricilla infantil y los rizos dorados de su frente, y allí pasaba las horas muertas.

Lamentablemente los pollitos también acabaron volando. La palabra novedades se borró de los rótulos de las tiendas de moda, como la de ultramarinos y coloniales de las de alimentación, porque no había nada menos nuevo que eso, una palabra decimonónica en letra inglesa. Ni nada más contradictorio que una gran faja de color café con leche o un jamón de Montánchez presentados como novedades o ultramarinos y coloniales, cuando todo el mundo sabía que la faja era una antigualla, y que Extremadura no estaba al otro lado del mar.

Pero la vida pasaba sus páginas inexorablemente, y ya casi nada era lo mismo.

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Para Claudio en cambio, el tiempo tenía otro valor. Desde que Loli le dejó solo tan prematuramente y aquella caída absurda en una escalerilla de la fragata le dañó una vértebra y acabó retirándolo del servicio activo, se había encerrado en sí mismo, y apenas veía a nadie. Le hubiera gustado dedicarse a su hija y a su nieto, pero Cristina tuvo la mala idea de casarse con un suizo, vivir en Zurich y fiar demasiado la educación del niño a un muy particular sentido de la pedagogía. Algún psicólogo le había metido enla cabeza que a su hijo, muy dotado para la música y para las ciencias, no había que distraerle demasiado. Y Claudio, que hubiera invertido la mitad de su retiro por ver crecer a su nieto, se encontró que cuando no era el fas del violonchelo era el nefas de los estudios lo que le alejaba de él.

-No vengas ahora, papá- le decía Cristina casi siempre que el hombre planeaba su viaje a Zurich- Claude está preparando una sonata de Telemann, y tiene un examen de física este mes. Déjalo para más adelante, ¿ok?

A Claudio no le consolaba nada que su nieto llevara su propio nombre. En francés, eso sí, porque no era Claudio, como él, sino Claude. Y mucho menos que su hija edulcorase todas sus negativas con ese estúpido ¿ok? de viejo telefilme norteamericano. Pero comprendió que debía construir su nueva vida sobre otros pilares si no quería caer en la melancolía y, peor aún, en la pereza de vivir. Se apuntó a una ONG, donde colaboraba en labores de administración, fue arrastrado por uno de sus compañeros a un club de viajes culturales baratitos que le paseaba por ahí tres veces al año. En uno de ellos, por cierto, fue donde conoció a Silvia. También leía mucha historia y algo de poesía, y acababa llenando sus largos días de marino varado construyendo pacientemente maquetas de barcos mientras por Radio Clásica escuchaba música como la que algún día interpretaría su nietecillo.

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Silvia y Claudio empezaron a sentirse atraídos paseando por Mahón. Allí Silvia, que había viajado a su lado en el autobús, reparó en que aquel hombre alto, enjuto y de pelo blanco que renqueaba al andar le miraba por el rabillo del ojo mientras hablaba -poco- con nostagia de sus años de marino y despiezaba mentalmente algunos de los barcos atracados en el puerto.

-Ese yate en maqueta tiene novecientas piezas. Ese clipper unas dos mil. –le decía- Sería capaz de hacerlos. Pero todavía no me atrevo a meterme con el Juan Sebastián Elcano…Fue mi barco, ¿sabes?-apuntó con añoranza.

Como tantos hombres, no era muy partidario Claudio de aventar sus sentimientos. Creía que el amor era una cosa de la juventud, y que sus rescoldos se apagaron cuando el cáncer arrebató a su adorada Loli. Sin embargo, aún sin llegar a arrepentirse de su soledad, lo cierto es que Silvia le ganaba sutilmente. Aquella compañera de viajes no era de una belleza deslumbrante, pero le atraía. Le escuchaba, se acomodaba a su paso lento como si fuera su andar natural, le seguía en sus aficiones, aguantaba sus lecturas de poesía en voz alta, que escuchaba con devoción aunque no le interesara nada, y compartía con él como si fuera ambrosía la ensalada de patatas con melva, que era su aperitivo favorito. La realidad es que le hacía la vida más grata. Su problema es que cerraba a cal y canto su corazón cuando volvía a Madrid. Entonces él se replegaba en su mundo, en sus maquetas y en sus libros, y se olvidaba de todo. Al regreso del viaje `por Menorca se encontró además con un largo correo de su hija Cristina. Le decía que en el mes de mayo Claude iba a tocar la sonata de Telemann en un concierto escolar que se iba a celebrar en el Rathaus de Zurich. Con tal motivo le invitaban a pasar una semana con ellos. Podría ver en directo los progresos de su nieto y luego, para culminar el festejo, tomarían un vapor que les llevaría a cenar a un restaurante al otro lado del lago… Tiene gracia-pensó el viejo marino- premiarme ahora con una singladura en barco para turistas por un estanquito suizo.

-Esto de los viajes le ablanda a uno-dejó caer en una ocasión a su fiel Silvia mientras paseaban por el Peine del Viento de San Sebastián– ¿Sabes?…Luego, en casa, las ilusiones se amansan. Y uno se empereza, y acaba olvidándose de ellas. Ya es demasiado tarde para…Bueno, Muy facilito me lo tendrían que poner, sí…

Ese Claudio dubitativo, parsimonioso, pasota y egoísta hacía que a Silvia se la llevaran los demonios.

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Su amiga Irene no se anduvo con rodeos

-Déjate de historias –le reprochó- Mira, nos vemos poco, pero yo se mucho de hombres, y te lo tengo que decir. Tu Claudio será un encanto y estará cojito, vale. Pero por muy especial que te parezca y mucho respeto que le tengas, o es el clásico pichafría o es un cojonazos. Así que pónselo fácil: vente a Madrid unos días, vente a casa. Y llámale, le pones las pilas y le propones un plan clarito, clarito. Que no tenga pretexto para decir que no, ¿comprendes?. Y aprovecha, que ya nos quedan pocas alegrías y con esta crisis dentro de poco no salimos ni a por aceite para el candil. ¿Estamos, cariño?

A Irene se le notaba que era una mujer segura de sí mismo porque soltaba palabrotas y la palabra cariño sin ningún rubor, y eso marca. Silvia la miraba estupefacta.

-¡Si ya lo dice el rótulo de mi tienda! -remachó Irene marcando lentamente cada sílaba- La-vi-da-es-lla-ma. La vida se consume, la vida es la pasión ardiente, la vida se esfuma como el humo…¿No comprendes Silvia? Tienes que tomar la iniciativa.

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Silvia tardó dos meses más en comprender y a atreverse a quedar con Claudio en Madrid. Tenía que acudir a la boda de un sobrino y no era cosa de desperdiciar la ocasión. Pensó que el pretexto para sacarlo de su refugio podría ser que en el restaurante de unos amigos suyos se celebraba una semana de la cocina gaditana, y que Trini la cocinera hacía las papas con melva como nadie. Eso, las papas con melva. Aunque el plan le pareciera una puñalada de pícaro no podría negarse.

-Anda, Claudio. Anímate –insistió- Te va a gustar…

Por el largo silencio que siguió a su propuesta notó que a Claudio le había pillado de sorpresa, y que dudaba.

-Estaba rematando el castillo de proa del Soleil Royal, el buque insignia de Luis XIV-titubeó- Y no me gustaría…

-Bobadas –interrumpió Silvia con una audacia de la que inmediatamente se arrepintió- Oh, perdona, no quería…Pero…¿qué le puede importar a Luis XIV que remates su barco hoy o mañana?

A Claudio le debió de hacer gracia la salida de Silvia, porque esta escuchó perfectamente su carcajada.

-Bueno, pónmelo fácil –dijo el hombre después de muchas vacilaciones – Dime dónde nos citamos. Un sitio reconocible, que me quede cerca y que no me equivoque. Por una vez, y sin que sirva de precedente, me portaré como un hombre-ironizó.

Podía haber dicho en la puerta del Museo del Prado, o en la de los leones del Congreso, o bajo el reloj de autómatas frente al chaflán del Palace, que todo el mundo conoce. Pero, tonta de ella, Silvia se empeñó en añadir un pellizco de poesía a la cita, un segundo sentido a la propuesta. Y recordando el mensaje de Irene y que, además, su tienda le quedaba más cerca a Claudio, le citó a las ocho y media allí, en la vecina calle Lope de Vega, 26, en el Barrio de las Letras.

-Es la tienda de una amiga mía, ¿sabes?…Se llama La vida-da-es llama –remachó lentamente- Y está a dos pasos del restaurante.

-¿La vida es llama?….¿Eso es una tienda?

-Si,ya sabes cómo son los nombres de las tiendas modernas… Es una tienda de velas aromáticas muy original. No sabes cómo es mi amiga Irene de imaginativa y de apasionada. Por eso se llama así. Así, recuerda: La vida es llama a las ocho y media.

-Bueno –dijo Claudio con un laconismo que afectaba alguna desconfianza- La vida es llama, Lope de Vega 26. Allí estaré… Con puntualidad, ya sabes…Yo soy marino, un militar…

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Mientras Silvia se dirigía en metro hacia Antón Martín y callejeaba después rumbo a la cita largamente esperada se felicitaba a sí misma por lo bien que había hecho las cosas. Esta vez Claudio no le podría fallar. No tendría el menor problema para encontrarse con ella, irían andando después, despacito, al restaurante de Trini, tomarían unas copitas de manzanilla y una ensalada de patatitas con melva. Luego cenarían, saludarían a algunos amigos, beberían más vino, se pondrían contentos, le acompañaría después, sin prisas, al puerto de amparo donde el marino construía sus barquitos y a saber si aquello, como en Casablanca, se convertiría en el principio de algo más que una amistad. El tiempo huye –pensó- el tiempo pasa, pero los sentimientos de verdad no se desvanecen como nubes pasajeras.

Qué lástima que las obras en un colector que afectaba a su línea retrasaran el servicio de trenes quince minutos, y que Silvia llegara a Antón Martín casi sin aliento y a las nueve menos diez de la noche. Qué mala suerte que nadie le esperase delante del número 26 de la calle Lope de Vega, seguramente porque ni la cojera de Claudio ni su propósito de la enmienda podían estirarse mucho más. Y qué gran verdad lo que le dijo su amiga: la vida pasa, la vida se consume, la vida es llama. Así debía rezar el rótulo de aquel prodigio de buen gusto, de espiritualidad, de meditación y de refinamiento que según Irene era su tienda de velas aromáticas importadas de la India. Pero claro, aunque tempus fugit la crisis no, la crisis seguía devorándolo todo. Incluso esos comercios que de niña creía Silvia que iban a estar ahí para siempre.

Este de las velas ya no estaba, no. Y su amiga ni siquiera había tenido el detalle de advertírselo. En el escaparate donde hasta hacía nada se podía leer La vida es llama ni se veía luz alguna ni esperaba ningún amor otoñal apoyado en su bastón. Sólo un gran cartel adhesivo que sellaba la puerta anunciaba Local en Alquiler y daba el número de teléfono de Exclusivas Ganímedes. Silvia comprendió entonces que la llama ardiente de la vida había quemado también su último delirio.

Caminando por la Costa Vasca

San Sebastián visto desde el inicio de la senda que lleva por lo alto del monte Ulía a Pasajes

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La respuesta de este Duende a la conocida pregunta de qué es lo que más le gustaría hacer en esta vida si pudiera fue muy cuca. Dijo que andar hasta el final todos los caminos que uno se encuentra por la vida.

-Es otra forma de complacer a la curiosidad –añadió- ¿Te imaginas ir descubriendo todo lo que podrás ver tras la próxima curva, al otro lado de ese monte, más allá de la montaña o traspasando la línea del horizonte en el mar?…Aún así, siempre quedaría algo por descubrir

Desde entonces tiene claro que no hay que estar, sino moverse. Caminar, navegar, volar. Sin preocuparse de dejar huellas o estela alguna.

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…Y si es con el mar a la vista, recibiendo la caricia de una brisa que no se sabe si es atlántica o cantábrica, pero fresca y vivificante, tanto mejor. Se para en San Sebastián y el recuerdo que apuntará el turista no será demasiado original. Qué postal tan bonita, qué mesa tan exquisita, qué pinchos…De corrido, los nuevos dioses de la cultura que proliferan como setas por esos pagos: Arzac, Subijana, Berasategui. Solo uno de cada cincuenta hablará de los murales de Sert en San Telmo. Los coronarios o los escapistas románticos, se estirarán paseando desde el Peine del Viento al fondo de la Zurriola, por el Paseo Nuevo y cruzando el Urumea por el vistoso Puente del Kursal…

Pero nadie le había hablado a este bloguero de que lo más hermoso que reserva esta ciudad  es salir de ella por el monte Ulía y caminar por entre un espeso bosque donde crecen espontáneamente macizos de hortensias para llegar a Pasajes casi como si uno fuera un barco, pues acabará entrando en él por la bocana de su precioso puerto. Dos faros jalonan la ruta, los dos al final de la misma y en la orilla izquierda de la ría. El primero, a unos cien metros sobre el nivel del mar, el Faro de la Plata, encaramado en un risco casi comido por la maleza. El segundo, el faro de Senokozulua, al que se baja por una larguísima escalinata, al pie mismo del agua.

El senderista costeño puede ver en la orilla opuesta  de la ría las viejas casas de Pasajes de san Juan mientras camina desde Senokozulua hacia el pequeño Pasajes de san Pedro, donde tomará una chalupa para cruzar la ría y pasear por lo que queda del viejo pueblo marinero. En una de sus casonas del siglo XVII, hoy convertida en oficina de turismo, vivió el escritor Víctor Hugo. Vuelve el Duende a uno de sus pensamientos tradicionales: hay lugares, paisajes y panoramas donde es fácil convertirse en artista o escritor. Pasajes de san Pedro y Pasajes de san Juan, frente a frente, en un puertecito delicioso que parece un decorado cinematográfico, es uno de ellos.

Varado en la orilla de san Pedro, el caminante se tropezará con el Jaizkibel, un barco que oxida su vieja gloria como el peine de Chillida, unos kilómetros de costa más al sur, oxida la suya. En su ignorancia, y comparando ambas piezas, el senderista ve el cadáver del viejo navío derrotado como una escultura más bella que la del artista guipuzcoano. Un barco siempre será un barco, y que digan lo que quieran los entusiastas del arte contemporáneo.

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Por qué, cuando se pasea, cualquier detalle evoca un recuerdo.

Costa vascofrancesa, paseo por  la Corniche, de Hendaya hasta Sokoa, fácil y grata de andar. A la izquierda, el Atlántico (los folletos franceses no hablan del Cantábrico). A la derecha, bosques, prados, casonas, castillos. El Duende recuerda la primera vez que escuchó en directo un concierto de piano de Ravel ejecutado por la pianista chilena Marta Argerich. El primer tiempo comienza con un aire de danza vasca, donde una fanfarria da paso al impresionismo melancólico que bien pueden inspirar esos paisajes. El Duende sabía que Maurice Ravel era de por allí. Se lo contó su tío político, el catedrático Joaquín Garrigues, que le conoció en sus veraneos de San Juan de Luz.

Mira –le dijo mostrando orgulloso un viejo disco de pizarra  que exhibía en un atril de su salón- ¿Ves lo que escribió en su funda?…Me lo dedicó a mí, porque éramos amigos.

El viejo don Joaquín Garrigues sabía lo suyo de derecho mercantil, pero también presumía de melómano.

Apenas sobrepasado Sokoa ven los paseantes en un rótulo el nombre de Ciboure. Y el Duende recuerda que un amigo suyo llamado Darío le dijo una vez que tenía su guarida en esa localidad, y que si alguna vez caía por allí no dejara de llamarle. Ya habían hecho su picnic los senderistas, sólo se trataba de saludarle, así que ni corto ni perezoso, especialista en dejarse caer por casas amigas como un murciélago por la chimenea, le llamó por teléfono. Qué alegría, no quiero molestarte, qué tontería, sólo un café, pues claro, os espero, es un apartamento sobre la ría que nos separa de San Juan de Luz , estaré asomado al balcón…

Fue una noble casa de estilo holandés del siglo XVIII donde vivió por seis meses el cardenal Mazarino, que se instaló allí para bendecir la boda de Luis XIV con la infanta María Teresa, hija de nuestro Felipe IV, celebrada en la iglesia de San Juan de Luz. No es que su eminencia viviera como un cura, es que vivía como un cardenal. Dividida hoy por pisos, en uno de ellos, desde el que se ven los barquitos del puerto y al fondo, San Juan de Luz, pasa sus asuetos leyendo, escribiendo y pensando el periodista y escritor Darío Valcárcel.


La casa natal de Ravel es la primera por la izquierda

La planta baja de la casa acoge a la Oficina de Turismo de Ciboure. Y en la fachada, una lápida en piedra recuerda que en ese lugar nació en el año 1875 el compositor Maurice Ravel. Ya lo sospechaba el bloguero: hay lugares que invitan a cultivar el espíritu y a dejar volar a la imaginación. Lo grande es que a todos ellos se puede llegar caminando, y que aún nos queda salud para seguir recorriendo los  muchos  que faltan  por conocer.


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