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El Duende de verano (3) Más batallitas de Escocia

Valles verdes, horizontes lejanos, largas caminatas, posadas solitarias...

1 No aprendemos nunca

Bernard Garel-Jones había servido al ejército inglés en La India antes de instalarse en España. Buscaba aquí un clima más beneficioso que la humedad de las islas británicas para los delicados pulmones de su esposa. Primero vivió en Canarias, para fijar después su residencia en Madrid y abrir a principios de los años sesenta del pasado siglo en la Plaza de Salamanca una academia de idiomas que se llamó La Casa Inglesa. Bernard no presumía de lince en los negocios, pero mantenía  que una buena escuela para aprender su idioma sería suficiente para que él y su familia se ganaran la vida.

-Los españoles no aprenden inglés nunca- mantenía-¡Nunca!

Pasaron por su academia muchos alevines distinguidos de la sociedad madrileña. Y cuando creían dominar a la perfección la lengua de Shakespeare, Bernard testaba sus conocimientos presentándoles un simple titular de un periódico británico: Bride to be strangled in  well.

Puede entretenerse el lector en comprobar su nivel de inglés tratando de traducir esta muestra de los jeroglíficos con que a menudo nos sorprende la prensa del Reino Unido. No es fácil, ya se avisa. Pero aunque Bernard exagerase, es verdad que los españoles no parecemos particularmente despabilados para los idiomas extraños. Compárese a este respecto la rapidez con que los numerosos futbolistas eslavos afincados en nuestro país aprenden el castellano. Tan cierta es nuestra torpeza para el inglés es como que este es un idioma escurridizo, veleidoso y puñetero.

El Duende reconoce que no habla ningún idioma extranjero. Sólo imita bastante bien su música, su sonido, y a fe que le gusta recrearse en ello. Pero es consciente de sus limitaciones cuando trata de entender cualquier película de habla inglesa que no esté protagonizada por actores de la escuela de John Gielgud, Michael Gambon, Ian Holm y otros maestros de la dicción. Sólo empieza a cazar la lengua de la calle cuando tiene que acabar su viaje, así que probablemente morirá, como otros tantos españoles, sin hablar nunca medianamente bien el inglés.

2 Buen tiempo en el Pico de los Españoles

Se entendía, no obstante, lo justo con su guía como para coincidir en que hacer senderismo por las Highlands escocesas bajo el sol,  a 19º y sin nube alguna en el amplio horizonte, fue un regalo. La suerte añadida es que en esas latitudes los días de verano son tan larguísimos que puedes subir montañas, perderte, vagar sin rumbo –como así fue- rectificar, dar con el camino perdido y regresar al hotelito para estar tomando una pinta de cerveza  a las ocho de la tarde. Y con tres horas aún de luz solar antes de comprobar, oh maravilla, que en el cielo escocés también pueden lucir las estrellas.

Todo esto ocurría en un lugar llamado Glen Shiel, un valle largo y verde, sólo pasto, brezo, helechos y casi totalmente desnudo  de árboles, donde se libró en el siglo XVIII una batalla entre los clanes escoceses que apoyaban a Jacobo III para el trono de Inglaterra y  Jorge I de Hanover que estaba en sentado en él y no estaba por la labor de cederlo. Por aquello de debilitar algo a la que ya pintaba como primera potencia del momento, la España de Felipe V decidió enredar apoyando a los revoltosos, entre los que, al parecer, estaba nada menos que el famoso Rob RoyY allá que mandó un pequeño contingente de soldados, esperando que con Jacobo como nuevo rey las cosas le fueran mejor a nuestra patria y recuperase así migajas de la hegemonía perdida.

Tristemente, a los aliados nos dieron para el pelo. Entre eso, y que el balance de víctimas no superó los cien muertos, nadie teníamos ni idea de que nuestros gloriosos ejércitos también habían peleado en  Escocia. Tampoco podíamos imaginar qué diablos pintábamos allí: cosas de la `política, igual que siempre. Glen Shiel se extiende de este a oeste. Los españoles se apostaron en una montaña que queda en el lado norte del valle, y que hoy lleva el nombre de peak of the Spaniards, único honor que les quedó a nuestros muertos en combate.

El viajero se enteró de todo eso tras haber coronado la cumbre, a la que se accede a pie, cómodamente, sin tener que ayudarse tan siquiera con las manos. Desde allí se divisaba un panorama hermosísimo. No sospechaba el viajero que hubiera tantísimas montañas en las Tierras Altas de Escocia. A vista de pájaro el panorama puede parecer el de unos pequeños Alpes verdes. Triste que los soldados españoles ascendieran hasta su pico sólo para morir o ser hechos prisioneros. De  haberlo sabido a tiempo, les hubiera dedicado una oración. Pobres compatriotas, caídos por la patria sin conseguir apenas mención en nuestra memoria histórica. Lo que le gustaría a don José Bono decir que la bandera de Ejjjspaña también hizo patria en Ejjjscocia. Lástima que todo quedara en otra batallita perdida.

Por cierto, que mucha novela de Walter Scott y mucho biopic heroico en el  cine, pero la Wilkipedia asegura  que Rob Roy salió de naja cuando lo vio todo perdido sin dar la cara, como se espera de un caudillo legendario. Así se escribe la historia. Eso sí: ¿sabemos quién cuenta la verdad?

3. Hoteles con el té en la mesilla de noche

La noche de la gran marcha por el campo de batalla, el profesor MacCrorie y este duende durmieron en Cluany Inn, único establecimiento hotelero en muchas millas a la redonda. La posada resultaba a primera vista tan solitaria e inquietante como aquel motel de carretera que regentaba Norman Bates.  Por dentro, como casi todos los hoteles modestos del Reino Unido, ambienta al viajero en una confortable atmósfera  de lavanda, perfume de margarina y de brown sauce y esencia de moho de libro viejo.

Las habitaciones de estos hoteles parecen a menudo decoradas por una prima de Agatha Christie estilista. No ha habido concesiones a la modernidad.  En ninguna habitación de ellos faltó, lamentablemente, la moqueta. Ni tampoco, afortunadamente, esa kettle con provisión de de te, chocolate o café soluble, a menudo acompañado por tres galletitas, para que el viajero pueda tomarse un primer desayuno o una discreta merienda en su habitación. Ese detalle le reconcilia a uno con la hostelería británica, manifiestamente mejorable en su cocina a partir de la hora del apetecible breakfast. Los herederos del Imperio han saqueado para sus museos pirámides, templos griegos y restos arqueológicos de medio mundo. Pero han sido incapaces de hacer suya alguna gracia gastronómica foránea que pueda alternar con su roast beef  con verduras hervidas y su sheperd´s pie. Supone uno que siempre se sintieron demasiado superiores como para admitir que otros puedan tener mejor gusto que el suyo.

En el cajón de todas las mesillas de noche siempre esperaba una Biblia. Al huésped de aquel Cluany Inn le hubiera gustado leer algún texto sagrado antes de dormirse, por si luego aparecía la madre de Norman Bates y le apuñalaba como a la bella viajera de Psicosis. Mejor tener algo que comentar con  Dios por si a uno le asesinan una noche de verano.  Pero no lo hizo: estaba tan cansado, que después de la ducha sólo pudo cerrar los párpados  y soñar que, entre el deporte, la naturaleza y la historia, había vivido una jornada inolvidable.


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