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Verano 12. De ratones, hombres barrigudos y otros cuadros de Asturias

Fue tan temprano el viajero a la Playa de Verdicio que lo único desnudo que allí vio era la playa misma…

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Era un valle tranquilo, una V de verde que separaba dos montes. Entre sus brazos, algo más abiertos que los de la uve del abecedario, se veía el azul del mar.

Hace treinta y cinco años, primera vez que el bloguero apareció por las Luiñas, la postal era bonita y tranquila. No era aquel bosque de la zona tan frondoso y auténtico como los de la costa de Asturias oriental, pues los eucaliptos abusones se habían hecho con buena parte del terreno, pero el cuadro resultaba muy amable. En la modestísima casa aldeana que alquilaba, lo que llamaban cuarto de baño era un par de metros cuadrados robado a un mirador, y el zaguán del piso de abajo, la antigua vaquería malamente reconvertida. Pero la casa estaba sobre un prado, una pequeña pomarada, el vecino llevaba a sus hijos a segar y estos volvían felices, sentados sobre el colchón de hierba que llenaba el carro tirado por un percherón. Además se desayunaba la leche de las vacas del lugar. Aún se creía que los alimentos naturales eran más sanos y nutritivos, y aún el cartero repartía a caballo las cartas y el periódico (del día anterior) que enviaban desde Madrid.

La casa, tan de pueblo, hospedaba algunos ratoncillos. Uno de ellos se ahogó una noche en la pota donde se cocía la leche. El Duende madrugador no lo vio hasta que ya se había desayunado su café con leche. Justo cuando aparecieron sus hijos y reclamando su Cola-Cao, el cadáver del ratón emergió del fondo de la pota, para horror y pasmo de todos. El Duende, consciente de que había tomado un café con leche con esencias de ratón, abrió una botella de leche embotellada para los niños y esperó tranquilamente su muerte por envenenamiento, su diarrea o al menos una intoxicación digna de tal accidente. Pero no sintió nada extraño, ni una vulgar arcada. Todo por empeñarse en tomar alimentos sanos y naturales, ya te digo.

Desde aquel desayuno, se ha hecho mucho menos repunante, adjetivo que los asturianos emplean bien para designar al que hace ascos a las cosas o las personas. Algo de aquel ratón ahogado en leche pasó por sus interiores, y aquí está, jodido de la espalda, pero vivito y coleando y sin arrugar el morro más que ante los higadillos de pollo, que si le resultan insoportables.

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La V del Valle de las Luiñas se cerró hace años en un triángulo. Una línea perfecta con la que la autovía que va desde Bilbao a Ribadeo une las dos laderas que la naturaleza puso allí. En teoría el paisaje ha perdido encanto, pues ya no queda tan bucólico. Pero no hay mal que por bien no venga. Cuando desde la casuca que alquilaba el Duende se ve ahora a un gran trailer pasando sobre el altísimo viaducto que salva el valle aquello recuerda un paisaje de Edward Hopper. El vuelo elegante de la ingeniería de carreteras añade modernidad y otro tipo de poesía a la vista humana. ¿Era más bello París antes de que Eiffel levantara su celebérrima torre? ¿Perdió tanto San Sebastián cuando Chillida plantó su Peine del Viento?…A los niños les deberían de enseñar en las escuelas que casi todos los paisajes acaban siendo un puzzle de la estética de varias generaciones, y que a menudo estas acaban integrándose en ellos con la misma naturalidad con que crecen los árboles.

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Ahora pasa el Duende por ese valle de visita. Su playa de San Pedro de la Ribera, en la que jugaba partidos de fútbol o hacía castillos de arena con sus hijos se ha quedado pequeña. Ya no dependen de él bebés que justifiquen el sacrificio del agua fría y la impertinencia de esa maldita arena que siempre se cuela de okupa entre los dedos de los pies o en alma de la tortilla, de manera que se detuvo allí lo justo para saludar a los viejos amigos y pernoctar un poco más hacia o el oeste, en la casa que su cuñado Angel y María Rosa, su hermana mayor, tienen en Susacasa.

Susacasa es una aldea en la que evidentemente no se paró Don Pelayo ni para afeitarse. Costaría encontrar en su suelo piedras con más de un siglo de musgo en su piel. Debe figurar de las primeras comunidades en la lista de Pueblos sin Encanto de la Unión Europea, pero está asentada sobre un promontorio desde el que se ven prados, algun caballo pastando, unas pocas casas con hórreo y palmeras y, al fondo, un Cantábrico que a distania siempre parece pacífico. Porque ofrece un buen pedazo del azul del mar, pero no las olas que rompen para definir los humores de Neptuno, un par de kilómetros al norte.

El mayor atractivo esta aldea es la casa de Angel y María Rosa, que con el minimalismo como norma han sabido acotar en la nada un cuadro de David Hockney que se vive desde que se traspasa la puerta. En el gran salón nunca te encontrarías a Clarín, ni a la Pardo Bazán, pero sí a un refinado apóstol del pop-art que quiere simplificar y quitarle el polvo de la historia al punto de vista. En días de sol, que han sido casi todos este verano, el interior de la casa es un Hockney intimista, limpio y de grandes espacios entre los muebles y objetos que lo habitan. El gran ventanal lo que ofrece es un Hockney exterior vivo y luminoso, lleno de clorofila y azul.

Más allá de la cristalera, el campo alfombrado de verde cae ondulante hacia el mar, del que parecen subir hasta la aldea olas invisibles de paz y serenidad. María Rosa, que hubiera podido ser otra Hockney de perseverar en su buen gusto para pintar, sólo parece contenta cuando para en esta casa. Relativamente, claro, pues la familia -un marido, cinco hijos y ocho nietos- es difícil de controlar, de quita y pon, muchos que llegan, pasan dos o tres días y se van. Por otra parte ella mantiene que labores de las gladiadoras del hogar, son la expresión menos poética de la eternidad (de ahí lo copió Doña María). Además, como el bloguero que suscribe, María Rosa también pertenece a ese ramal de la familia que sufre cuando sale el sol recordando que ya a está al caer el crepúsculo. Todo es relativo.

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El otro aliciente de esta casa que el propio cuñado Angel construyó como si fuera un mueble de IKEA. es que está a un paseo de la playa de Verdicio. Una de las obsesiones del Duende norteño es que las barrigas de los bañistas asturianos superan en el arco de su curvatura a la media nacional. Otra observación es que los top less brillan por su ausencia en esa zona.

El Duende durmió poco, y como cuando despertó no había nadie con quien desayunar y el día –otro más- era espléndido, se echó a andar a Verdicio esperando encontrar en el camino algún bar abierto para tomar un café. La otra esperanza, no exenta de riesgo era, que Verdicio justificara su fama de playa nudista. Lo cual, como aliciente, presentaría la posibilidad de ver a alguna mujer bella en cueros, espectáculo más que estimulante a esas horas de la mañana. Y, como peligro, el de contemplar barrigones y otros colgantes masculinos aún más indecorosos que los de la playa de las Luiñas. Espectáculo, por cierto, más que deprimente.

Pero no encontró el Duende nada de nada. Ni bares abiertos, ni café, ni chicas en top less, ni ninfas en pelotas ni barrigudos de tal guisa. Nada de lo soñado ni de lo temido. Sólo la playa en marea baja, el mar, la mar, aquel amplio arenal donde rompía el Cantábrico solo para él, único turista madrugador de la zona. Tampoco era mal premio. Definitivamente, ha habido días y veranos mucho peores.


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