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Verano 12. De ratones, hombres barrigudos y otros cuadros de Asturias

Fue tan temprano el viajero a la Playa de Verdicio que lo único desnudo que allí vio era la playa misma…

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Era un valle tranquilo, una V de verde que separaba dos montes. Entre sus brazos, algo más abiertos que los de la uve del abecedario, se veía el azul del mar.

Hace treinta y cinco años, primera vez que el bloguero apareció por las Luiñas, la postal era bonita y tranquila. No era aquel bosque de la zona tan frondoso y auténtico como los de la costa de Asturias oriental, pues los eucaliptos abusones se habían hecho con buena parte del terreno, pero el cuadro resultaba muy amable. En la modestísima casa aldeana que alquilaba, lo que llamaban cuarto de baño era un par de metros cuadrados robado a un mirador, y el zaguán del piso de abajo, la antigua vaquería malamente reconvertida. Pero la casa estaba sobre un prado, una pequeña pomarada, el vecino llevaba a sus hijos a segar y estos volvían felices, sentados sobre el colchón de hierba que llenaba el carro tirado por un percherón. Además se desayunaba la leche de las vacas del lugar. Aún se creía que los alimentos naturales eran más sanos y nutritivos, y aún el cartero repartía a caballo las cartas y el periódico (del día anterior) que enviaban desde Madrid.

La casa, tan de pueblo, hospedaba algunos ratoncillos. Uno de ellos se ahogó una noche en la pota donde se cocía la leche. El Duende madrugador no lo vio hasta que ya se había desayunado su café con leche. Justo cuando aparecieron sus hijos y reclamando su Cola-Cao, el cadáver del ratón emergió del fondo de la pota, para horror y pasmo de todos. El Duende, consciente de que había tomado un café con leche con esencias de ratón, abrió una botella de leche embotellada para los niños y esperó tranquilamente su muerte por envenenamiento, su diarrea o al menos una intoxicación digna de tal accidente. Pero no sintió nada extraño, ni una vulgar arcada. Todo por empeñarse en tomar alimentos sanos y naturales, ya te digo.

Desde aquel desayuno, se ha hecho mucho menos repunante, adjetivo que los asturianos emplean bien para designar al que hace ascos a las cosas o las personas. Algo de aquel ratón ahogado en leche pasó por sus interiores, y aquí está, jodido de la espalda, pero vivito y coleando y sin arrugar el morro más que ante los higadillos de pollo, que si le resultan insoportables.

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La V del Valle de las Luiñas se cerró hace años en un triángulo. Una línea perfecta con la que la autovía que va desde Bilbao a Ribadeo une las dos laderas que la naturaleza puso allí. En teoría el paisaje ha perdido encanto, pues ya no queda tan bucólico. Pero no hay mal que por bien no venga. Cuando desde la casuca que alquilaba el Duende se ve ahora a un gran trailer pasando sobre el altísimo viaducto que salva el valle aquello recuerda un paisaje de Edward Hopper. El vuelo elegante de la ingeniería de carreteras añade modernidad y otro tipo de poesía a la vista humana. ¿Era más bello París antes de que Eiffel levantara su celebérrima torre? ¿Perdió tanto San Sebastián cuando Chillida plantó su Peine del Viento?…A los niños les deberían de enseñar en las escuelas que casi todos los paisajes acaban siendo un puzzle de la estética de varias generaciones, y que a menudo estas acaban integrándose en ellos con la misma naturalidad con que crecen los árboles.

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Ahora pasa el Duende por ese valle de visita. Su playa de San Pedro de la Ribera, en la que jugaba partidos de fútbol o hacía castillos de arena con sus hijos se ha quedado pequeña. Ya no dependen de él bebés que justifiquen el sacrificio del agua fría y la impertinencia de esa maldita arena que siempre se cuela de okupa entre los dedos de los pies o en alma de la tortilla, de manera que se detuvo allí lo justo para saludar a los viejos amigos y pernoctar un poco más hacia o el oeste, en la casa que su cuñado Angel y María Rosa, su hermana mayor, tienen en Susacasa.

Susacasa es una aldea en la que evidentemente no se paró Don Pelayo ni para afeitarse. Costaría encontrar en su suelo piedras con más de un siglo de musgo en su piel. Debe figurar de las primeras comunidades en la lista de Pueblos sin Encanto de la Unión Europea, pero está asentada sobre un promontorio desde el que se ven prados, algun caballo pastando, unas pocas casas con hórreo y palmeras y, al fondo, un Cantábrico que a distania siempre parece pacífico. Porque ofrece un buen pedazo del azul del mar, pero no las olas que rompen para definir los humores de Neptuno, un par de kilómetros al norte.

El mayor atractivo esta aldea es la casa de Angel y María Rosa, que con el minimalismo como norma han sabido acotar en la nada un cuadro de David Hockney que se vive desde que se traspasa la puerta. En el gran salón nunca te encontrarías a Clarín, ni a la Pardo Bazán, pero sí a un refinado apóstol del pop-art que quiere simplificar y quitarle el polvo de la historia al punto de vista. En días de sol, que han sido casi todos este verano, el interior de la casa es un Hockney intimista, limpio y de grandes espacios entre los muebles y objetos que lo habitan. El gran ventanal lo que ofrece es un Hockney exterior vivo y luminoso, lleno de clorofila y azul.

Más allá de la cristalera, el campo alfombrado de verde cae ondulante hacia el mar, del que parecen subir hasta la aldea olas invisibles de paz y serenidad. María Rosa, que hubiera podido ser otra Hockney de perseverar en su buen gusto para pintar, sólo parece contenta cuando para en esta casa. Relativamente, claro, pues la familia -un marido, cinco hijos y ocho nietos- es difícil de controlar, de quita y pon, muchos que llegan, pasan dos o tres días y se van. Por otra parte ella mantiene que labores de las gladiadoras del hogar, son la expresión menos poética de la eternidad (de ahí lo copió Doña María). Además, como el bloguero que suscribe, María Rosa también pertenece a ese ramal de la familia que sufre cuando sale el sol recordando que ya a está al caer el crepúsculo. Todo es relativo.

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El otro aliciente de esta casa que el propio cuñado Angel construyó como si fuera un mueble de IKEA. es que está a un paseo de la playa de Verdicio. Una de las obsesiones del Duende norteño es que las barrigas de los bañistas asturianos superan en el arco de su curvatura a la media nacional. Otra observación es que los top less brillan por su ausencia en esa zona.

El Duende durmió poco, y como cuando despertó no había nadie con quien desayunar y el día –otro más- era espléndido, se echó a andar a Verdicio esperando encontrar en el camino algún bar abierto para tomar un café. La otra esperanza, no exenta de riesgo era, que Verdicio justificara su fama de playa nudista. Lo cual, como aliciente, presentaría la posibilidad de ver a alguna mujer bella en cueros, espectáculo más que estimulante a esas horas de la mañana. Y, como peligro, el de contemplar barrigones y otros colgantes masculinos aún más indecorosos que los de la playa de las Luiñas. Espectáculo, por cierto, más que deprimente.

Pero no encontró el Duende nada de nada. Ni bares abiertos, ni café, ni chicas en top less, ni ninfas en pelotas ni barrigudos de tal guisa. Nada de lo soñado ni de lo temido. Sólo la playa en marea baja, el mar, la mar, aquel amplio arenal donde rompía el Cantábrico solo para él, único turista madrugador de la zona. Tampoco era mal premio. Definitivamente, ha habido días y veranos mucho peores.

El sugerente viaje del caracol

…Y Homper decidió incicar unas vacaciones perfectas olvidándose de la crisis mientras observaba el sugerente viaje del caracol…

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De repente, Homper se queda perplejo por algo nuevo, que no había conocido jamás en la vida y que le acerca a la sensación de que ya es un hombre maduro. Se siente felizmente irresponsable.

Durante estos últimas semanas de angustia nacional soportaba el peso de la crisis sobre sus hombros. Creía que él formaba parte de la lista letal en la que están Lehman Brothers, Moodys, Zapatero, Grecia, Krugman, Bernanke, Draghi, Bankia, Blesa, Mafo, Merkel, Rajoy, Montoro, De Guindos, Almunia, las palabras déficit, rescate, autonomías, prima de riesgo y todos cuantos demonios se nos aparecen diariamente desde que dejamos de ser el milagro español para convertirnos en la Cenicienta con peor madrastra y más vesánicas hermanastras que se ha conocido jamás en Europa. A Homper la España triunfal y gloriosa, la que llenaba la boca de satisfacción a nuestros presidentes, se la refanfinflaba. No soporta las fanfarronadas. Pero ha bastado que nos derriben del machito para que se sienta llamado por la patria. Viva Agustina de Aragón, Daoiz y el Teniente Ruiz, a mí la Legión, Santiago y cierra España.

(Mejor no demos ideas, que hoy es su santo y a lo mejor el Patrón se anima y echa el cierre definitivo. Que patronear a esta España invertebrada y desconojada no debe de ser plato de gusto ni `para el más milagrero de los santos).

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Mientras estos días se hablaba de la Batalla de las Navas de Tolosa y de la de Clavijo y los nuevos regeneracionistas reprocharan que los españoles de hoy pasemos de las hazañas históricas de nuestras armas, Homper se preguntaba qué batallita podría emprender él, a su edad, para ayudar a sus compatriotas. ¿Sumarse a los indignados y quemar contenedores de plástico en el barrio de Esperanza Aguirre? ¿Cocinar y servir croquetas en un comedor social? ¿Denunciar al vecino que es electricista y suele cobrar sus servicios sin IVA? ¿Renunciar a su tarjeta de Pensionista de la Seguridad Social para comprar Paracetamol a su precio, aprovechando, por cierto, que este medicamento sólo cuesta 85 céntimos? ¿Gastar menos de lo que ya gasta?…A decir verdad, le gustaría ser Superman, multiplicarse como tal, trabajar todo lo que debería trabajar España para salir de este trance y mejorar en un par de semanas tres puntos del PIB.

Pero sólo de pensarlo se ha quedado tan fatigado que ha decidido emprender ya sus vacaciones.

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Y aquí, en el Principado de Asturias, viendo la barra del mar al fondo de la V que dibujan las dos laderas del valle de las Luiñas, Homper se ha liberado. Lleva casi veinticuatro horas y no ha sentido la menor curiosidad por saber qué hace nuestra prima de riesgo, ni por escuchar el llanto indigente de la próxima comunidad autónoma que se pondrá a limosnear de nuestra menguada hacienda. La de igual. Recuerda la pobreza de la primera España que vieron sus ojos. Y los españoles salimos de ella. De repente, cuando empezábamos a creer en nosotros mismos, este país se llenó de sabios, ricos y de políticos que vendían crecepelos de oro líquido. Hasta que estos nos hundieron y ahora, aparte de aplicarnos sanguijuelas múltiples incluso en el forro de los cataplines, nos quieren laminar la alegría de vivir.

-Pues conmigo que no cuenten– se dice Homper-Yo ya he dejado de rasgarme las vestiduras y de compartir el patriotismo del desánimo.

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Por no escurrir el bulto y poder decir que también trabaja a favor del bien común, ha regado un par de hortensias que necesitaban agua y ha seguido durante no menos de diez minutos las evoluciones de un caracol por el tallo de una cala. Hortensias y caracoles: también son naturaleza, y parte de este mundo que tiene tantas cosas pendientes de arreglo.

Antes el Hombre Perplejo ha empezado sus vacaciones leyendo páginas de los dos libros que ha traído en su cartera de mano. Elegir las lecturas de vacaciones siempre fue un problema para él, pero este verano tiene la sensación de que ha acertado. Uno es Aquella mitad de mi tiempo, el relato de un viaje por su biografía a cargo de Javier Marías. El otro es En mares salvajes, subtitulado Un viaje al Ártico, del magnífico Javier Reverte. Dos libros deliciosos, de prosa clara y amena, que intruyen y se leen fácilmente mientras de reojo Homper levanta la mirada para comprobar que el caracol continúa su lento viaje por el jardín.

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Hace un día soleado en el norte de España, no pinta ni una sola nube en el cielo, y sopla una brisa deliciosa. Homper ni siquiera está obligado a bajar a la playa, ni a bañarse en las gélidas aguas del Cantábrico, ni a pasar diez minutos quitándose la arena de los pies antes de meter estos en los zapatos, ni a contemplar esos barrigones o esas celulitis indecorosas que se pasean por la orilla. Muchos más refrescantes de pies que bañistas arriesgados. Homper prefiere ver la mar de lejos, como la crisis, como los males de la patria. Y casi le da vergüenza confesarlo, pero si esta vez está asombrado es porque olvida la depresión, disfruta del vaje del caracol y de lo que tiene más a mano y cree rozar las vacaciones perfectas.

Camelios florecidos en Asturias

En unos días, los botones abrirán en grandes flores, y será imposible creer que Asturias está triste...

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En el verano de 1954 el Duende se hizo amigo de Nicolás Salazar. La familia de Nicolás tenía un pequeño chalet en Somo, en la bahía de Santander, donde coincidieron en esa etapa de la vida en que todo es vacaciones menos lo que  nos roba la escuela. Nicolás tenía, por orden de importancia en la jerarquía de valores de la infancia, una bicicleta roja, una hermana con trenzas que se llamaba Mariajo –triste destino de las marías josefas, tener un nombre de tubérculo- y una prima algo mayor. Esta andaría por los quince años, se llamaba Emilita, llevaba pantalones pesqueros de colores ajustados a la pantorrilla y ya apuntaba tetitas. Era muy simpática, pero apenas cuenta nada en esta historia.

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Mariajo era una niña ingenua y alegre, y cantaba mucho. Por aquella época se estrenó Candilejas, donde Charlie Chaplin dejaba de ser Charlot para interpretar al payaso Calvero. La banda sonora del filme, tan melancólica, se hizo muy famosa. Algún cantante debió de ponerle letra en castellano, como se hizo después con muchas otras bandas sonoras célebres (las de El Álamo o El día más largo, por ejemplo).  Generalmente las letras eran horrorosas. Pero o Mariajo era muy imaginativa o entendió la de Candilejas a su manera. Porque donde el letrista quizás quiso decir Una triste historia sucedió / a un viejo payaso que expiró / mientras una bailarina baila sin cesar / el corazón/ del viejo clown /rompe a llorar, lo que ella cantaba no era una triste historia sucedió, sino en la triste Asturias sucedió…etc. etc

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Entonces el Duende no sabía de Asturias más que lo que el profesor de Geografía e Historia (sic el nombre de la asignatura) le había contado apuntando al mapa de España con el puntero. Asturias, montañas, valles, mar bravo. Clima lluvioso. Ganadería: vacas. Industria, minas y siderurgia. El Duende ya había visto Qué verde era mi valle, preciosa película pero historia sombría, como sombría  era la vida en las minas. Además también contaba el maestro que en Asturias hubo un rey asturiano llamado Favila al que le comió un oso.

Y aquel niño que todavía no había escuchado el aire popular Oigo sonar una gaita / oigo sonar un tambor…/La alegría de les moces /el olor de las manzanas / bellos campos, bellos campes belles flores / es una aldea asturiana abrochó en su imaginario la etiqueta Asturias triste, como cantaba su amiguita Mariajo. Aunque no fuera el principado el escenario de Candilejas ni de la historia del viejo payaso Calvero.

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Si todo un manto de tristeza y pesimismo envuelve ahora al solar de España, lo de Asturias es como la crisis del teatro: continua, eterna y, al parecer irremediable. Uno lleva escuchando por muchas décadas que allí  ni hay industria, ni hay vacas, ni hay leche, ni hay empleo ni hay horizonte. Se lo dijo al Duende  Luiso, mientras le servía un cortadito en su pequeño bar de Soto de Luiña.

¿No ves que ya no hay ni un pincho en la barra?…Estaba harto de echárselos a los perros al final del día,

Sin embargo, al pasar por Avilés, la llama que empenachaba la enorme chimenea de esa gigantesca planta industrial de ENSIDESA que ya no sabemos para qué sirve, lucía viva y poderosa, iluminando en un precioso tono amarillo azulado la noche metida en nubes bajas y lluvia. Parecía un fondo de esos tan bonitos que en el cine actual fabrican los efectos digitales. Y el mar seguía batiendo las olas, tan activo y hermoso como siempre. Y a pesar de los fríos del invierno los prados restallaban de verdor. Incluso vimos algunas vacas, cuatro cinco ovejas y algunos caballos pastando. Y, sobre todo, en el Valle de las Luiñas, los camelios florecían como lo que siempre se ha creído que era primavera.

Cree el Duende que pertenecen a la especie Camelia Sasanqua, que florecen incluso en invierno. El caso es que el enorme ejemplar que hunde sus raíces en el jardín de su amigo Félix, ya casi un árbol de copa redonda y tupida, parecía un  prometedor canto a la vida. Qué simbólico: quizás se nutre de su recuerdo. A lo mejor además de un fenómeno botánico, quiere ser un augurio de vida y optimismo. Bien informado, este duende debe rectificar a su amiguita Mariajo, y decirle que la triste historia de Candilejas nunca sucedió en el Principado de Asturias.

Por otros territorios de la soledad

El Valle de las Luiñas visto desde el Viaducto de san Pedro

El Valle de las Luiñas visto desde el Viaducto de san Pedro

La carretera/autovía Gijón-Ribadeo cruza el que levanta del suelo unos cincuenta metros, a vista de señor bajito. Salva así en menos de un kilómetro de funambulismo hormigonado un tramo que evita al viajero pasar `por San Martín de Luiña y Soto de Luiña. Como efecto colateral, a los que tenían su casita en las laderas del monte les ha cambiado el panorama. Ya no ven un valle verde y bucólico que cerraba en una uve abierta sobre el fondo azul del mar. Por la barra líquida del  horizonte lejano sólo pasaba, muy de cuando en cuando, un buque. Ahora, aunque se sigue viendo el Cantábrico al fondo, alguien  ha cerrado la parte superior de la uve con una raya blanca por la que a menudo pasa un trailer, una moto, muchas caravanas, más turismos y algún camión distribuidor de leche. También es bonito, pero distinto.

Todo es opinable. En general, la irrupción del llamado progreso en la naturaleza le produce al Duende rechinar de dientes. El mismo que debió de producir a los habitantes del París decimonónico cuando vieron sobresalir de su perfil urbano esa monstruosa torre que diseñó Eiffel. Esta novedad en la postalita del occidente asturiano aporta sin embargo un matiz curioso. En una primera mirada superficial es un paisaje alterado por la insolente mano del hombre. Pero si aplicas otra óptica, admiras ese encanto inquietante que se adivina en los cuadros de Edward Hopper: la soledad del individuo en la amplitud de los grandes paisajes abiertos a los que, con toda naturalidad, se incorpora el contorno de una fábrica, un inmenso depósito de gas o un tren supersónico. Un cuadro actual, en definitiva.

La polémica del conservacionismo a ultranza versus progreso no es lo que más le preocupa a Toya, que vio crecer a los hijos del Duende, y a los de WaterI y a los de Félix Bragado cuando éstos recalaron en unas casas cercanas a la suya a finales de los años setenta para pasar las vacaciones de verano. Toya es vecina de San Cosme, una aldea muy guapina agazapada en el monte a tan sólo un kilómetro y medio de San Martín de Luiña. Regenta un pequeño comercio donde desde macarrones a cordones para los zapatos puedes encontrar casi de todo. Fue siempre la proveedora de chuches de los niños de la zona. También se reúnen en su tienda paisanines que  si antes hablaban de les vaques ahora hablan del regreso del Sporting a primera, porque ya no queda ni una vaca. Cuando el Duende apareció por ese lugar tan idílico el cartero venía a caballo, y sus hijos se iban a segar con un vecino y regresaban montados en un carro de hierba. Ahora apenas se ven tres o cuatro caballos en la contornada, nadie necesita hacer heno, no hay quien siegue los prados y, para colmo, si encuentras alguien que lo haga, no sabes qué hacer con la hierba, porque tampoco se puede esperar a que se seque y quemarla. A Hopper le querríamos ver pintando este problema. Con todo, a Toya lo que más le entristece no es el progreso, sino el final del verano.

-¡Se queda tan sólo el valle cuando se van los veraneantes!…-suspira melancólica.

Todo es relativo. La última parada de la tournée del Duende por el norte fue en un recóndito lugar llamado Tresmonte, entre el Sueve y los Picos de Europa. Ahí, en la ladera de un valle inaccesible en invierno cuando nieva, al fondo del cual, al salir el sol entre las paredes verticales de piedra  y las nieblas, parece que va a asomar el ojo de Dios, han pasado medio mes Guillermo, Sofía  y su hija Olivia. Olivia es la más pequeña de las nietas del Duende, pero ya podrá presumir de haber visto esa especie en vías de extinción que son las vacas asturianas en su ambiente. Todo gracias a Boni, único paisano que se aventura a apacentarlas por ahí. La vida de Boni transcurre entre su mujer enferma en el hospital y sus vacas pastando en el prau que queda por bajo de la casa de Guillermo y Sofía. Estos días estaba feliz, porque tenía vecinos.

-Si notas que te falta presión en la ducha, aguanta un poquito-le advirtieron éstos al Duende- Es que Boni está dando de beber a las vacas.

Guillermo, Sofía y Olivia llevan muy bien esta pequeña pega. Y se quedaron muy impresionados cuando Boni se les echó a llorar el día que le anunciaron su  próxima marcha.

¡Ye tan largísimo el invierno, aquí solo, con mis vaques!…-dicen que dijo entre sollozos.

Levantaría Bécquer la cabeza, miraría a Toya y a Boni, y seguro que cambiaría su famosa rima: Dios mío…¡Qué solos se quedan los campos!

Félix hace honor a su nombre

El gran Félix

El gran Félix

San Martín de Luiña, concejo de Cudillero, Principado de Asturias. En este bonita aldea hay una iglesia del siglo XVII con un original campanario que se divisa desde cualquier lugar del Valle de las Luiñas. Alberga un importante retablo barroco, del correspondiente maestro que ayer recordaba y hoy la mala memoria del Duende ignora. Da igual. Pese a las desamortizaciones, las guerras napoleónicas, los ladrones como Eric el Belga, la simonía tolerada, la picardía de algunos anticuarios y la incuria de miles de turistas y aldeanos, muchas iglesias en España aún acogen piezas de are religioso más que estimables. La de San Martín no destaca pues por eso. Sino porque en el suelo de piedra, a la altura de su crucero, una muy visible inscripción recuerda que NO PASARÁN DE AQUÍ LOS VAQUEIROS DE ALZADA. No todos somos, o éramos, iguales a los ojos de Dios.

Los vaqueiros, como se sabe, eran un pueblo de origen celta que habitaba las brañas de esta zona y se dedicaba a la ganadería. Pero siempre hubo pastores y señores, de manera que eran vistos como una segunda división del escalafón social. Ahora los buscarían a lazo para sentarles en las primeras filas de la iglesia de San Martín, porque este templo, como casi todos, sólo se llena a tope el día de la romería local. Las iglesias se quedan vacías. Como los prados.

Porque, salvando las distancias, ese es otro problema de esta zona. Siguen estando tan verdes como siempre, pero al mismo tiempo, cada día más abandonados. Ya no hay apenas vacas (dígase vaques), ni demasiado equino que alegre el paisaje. Los paisanos se ven negros para segar, y si se obligan a ello se encuentran con el problema de deshacerse de la hierba, pues nadie la quiere ya. Así las cosas, muchos dejan de trabajarse, y son invadidos por las zarzas y las ortigas. Lo que en otras zonas de España sería un lujo, aquí también empieza a ser un problema. Qué hacemos con la agricultura. A ver cuándo se arregla la reforma territorial, la financiación de las autonomías, y el diccionario igualitario -ya saben; miembros y miembras– y entramos en estos detalles.

Mientras nace el político con la imaginación suficiente para abordarlo, el Duende ha aprovechado sus vacaciones nómadas y ha vuelto a ver a sus amigos de la contornada. Pese a la agresión del desarrollo, desde lo alto del monte aún se ve una hermosa muestra de lo que podría denominarse el paisaje completito, que es el que pintaban nuestros libros escolares. O sea, la naturaleza en su esplendor sabia y prudentemente disfrutada por el hombre. Desde Argatón, por ejemplo uno ve los prados milagrosamente moteados por las vacas, ovejas o cel ganado superviviente que corretea feliz. Bosques, ríos, maizales. Al fondo del valle, en forma de V, el mar surcado por algún barquito. También el trenecito del FEVE y los coches que recorren la carretera Gijón-Ribadeo por unos de esos espectaculares viaductos que se estudiarán en la Escuela de Ingenieros de Caminos. A la postal tradicional asturiana se añada en este caso un toque paisajístico tipo Edward Hopper, y el contraste, cosa rara, tiene encanto.

Pero lo que más encanto tiene es que una de las laderas del monte, Félix, el amigo herido por esa cosa llamada cáncer, apacienta su quimioterapia cuidando el jardín de su casita con pomarada y hórreo. Parece el protagonista de una película francesa de ambiente campestre, obsesivo en el cariño a sus plantas. Hemos tenido unos días de sol, y sus macizos de flores lucían esplendorosas. Todo va bien. Félix, con Begoña a su lado, se olvida del mundo y parece sereno y feliz. Es la mejor noticia de este viaje al Valle de las Luiñas.

¿Por qué no regresar a donde has sido feliz?

 Playa de San Pedro

Vuelvo a ver/ ese valle de San Cosme que tanto amé….Así empieza una habanera que escribió el Duende para un lugar de Asturias donde apareció con su mujer y tres criaturas y pasó las vacaciones de agosto de 1978. San Cosme es una barriada de San Martín de Luiña, concejo de Cudillero, en la zona occidental de la costa asturiana. Se enclava en las laderas del Valle de las Luiñas, que vierte al Cantábrico por el río Esqueiro. El que le descubrió esta bucólica postal fue su amigo Carlos Aguayo, arquitecto de profesión y acuarelista de devoción. Qué lugar…/aquí un hórreo, allá un castaño/ allá un nogal –decía otra estrofa. La habanera, facilona ella, contaba la historia de un indiano que regresa a este pueblín y se casa con la que fuera el amor de su infancia. Más o menos, como en la zarzuela Los gavilanes, que tampoco estaba obligado el Duende a ser muy original, y ya se sabe que este tipo de canciones cuanto más tópicas más resultonas. El arquitecto había encontrado ya a la dueña de su corazón, y sin tener que emigrar a América. Se llamaba Maribel, y era una de las muchas joyas naturales que adornan el valle. …Porque al fin…/ en el valle de las Luiñas/ junto a mi niña/…¡ya soy feliz! Los madrileñines, como nos llamaban en la aldea, se lo cantamos a coro a la docena de aldeanos congregados en el único bar de la aldea. Primicia absoluta y estreno mundial. Y a Manolo el mono, alcalde pedáneo, un paisano recio al que le rebosaba la pelambrera del pecho por el cuello de la camisa, se le escaparon dos lagrimones. La habanera cumplió su objetivo. Y la familia del Duende volvió a San Cosme todos los veranos hasta que sus polluelos se le desparramaron y comenzaron a volar por su cuenta.

Hay un apotegma que conseja no volver al lugar donde has sido feliz. Al Duende le es imposible asumirlo. Los veraneos se hacen gregarios, uno va a un sitio nuevo de la mano de un amigo y enseguida se quiere traer a otro, que a su vez arrastrará a alguno de los suyos. Como las cerezas en el frutero, que se enganchan entre sí al tirar de ellas y acaban saliendo en pandilla. Unos se asientan e el lugar para siempre, otros asoman sólo los veranos. Mis amigos de referencia, Félix y Begoña, gaditano él y valenciana ella, se han arreglado una casita encantadora con pomarada y me han invitado a pasar con ellos este increíblemente soleado puente otoñal. He vuelto a los parajes de antaño y me he sentido muy a gusto. Otros, celosos de su descubrimiento, desean guardar el secreto. No lo cuentes, no hables de la Luiñas le dicen uno. ¿Y por qué no? Los que somos de donde pacemos somos generosos: nos gusta dar a conocer nuestros pequeños paraísos.

En los primeros veranos, el cartero venía a la casita del Duende a caballo. Repartía el periódico -del día anterior- y cartas y postales. Aún se escribía la gente. Al atardecer, los duendecitos se acercaban a un caserío cercano a por la leche recién ordeñada. Todavía no era delito de lesa sanidad beber leche de vaca sin tratar. Probablemente habrán sido de las últimas generaciones en percibir ese grato ruidito, tan inconfundible, del disparo de leche desde el pezón de la vaca percutiendo en el cubo. A un niño de nuestra época en el campo eso le era tan familiar como el sonido del móvil ahora, pero el mundo cambia. Sobrevive el mismo panadero de Soto de Luiña que hacía exquisitas enfiladas y bollus preñados. Otros paisanos amigos, con los que tomaba un vasín y comentaba las cosas del lugar han desaparecido.

También el paisaje ha cambiado. La carretera Gijón-Ribadeo ha plantado unas enormes pilastras en el lecho del valle, para soportar el paso de la autovía que lo salva. De repente aquel paisaje de pintor costumbrista ha tomado un cariz de cuadro de Edward Hooper. En una décadas ya será una visión clásica. Arriba, en las brañas, giran unos de esos molinos blancos hipertiróidicos que generan energía eólica. Los fondos estructurales han asfaltado muchos caminos, y en general se ve todo más limpio y cuidado. Afortunadamente, aún no se observan terribles desmanes urbanísticos. La playa de San Pedro de la Ribera, muy mejorada, sigue abierta a un Cantábrico imbatible que le golpea a uno el rostro con el aire de la naturaleza brava y la sal de la vida.

Dice García Lorca al final de su Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías que también se muere el mar. Esperemos que quede en simple metáfora. Aunque, si el cambio climático llegara, no podrá arrebatar ya lo que el Duende disfrutó en el Valle de las Luiñas. A él regresó, y, pese al aforismo de marras, siguió sorbiendo su pequeña dosis de felicidad.


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