Posts Tagged 'Tour de Francia'

Aquellos compañeros de colegio

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Alguien cerró la puerta del aula y por primera vez en su vida este bloguero se sintió prisionero. Lamenta el bloguero que esta fuera la primera impresión que le dejara el colegio, pero fue eso lo que sintió. No fue el único. Otamendi, que debió de sufrir la misma sensación, rompió a llorar enrabietado. Uno repasa el rastro de este medio siglo transcurrido desde el fin de la etapa colegial y se da cuenta de que, aparte de aquellos con los que compartió pupitre, a muchos de sus compañeros les recuerda sobre todo por detalles anecdóticos: el llanto de pobre Otamendi, o la sonora bolsa de canicas que colgaba del cinto de Perea, o las cazadoras que llevaban los gemelos García de Vinuesa, o la espigada figura de Monsalve, el más alto de la clase.

Uno recuerda también que la madre de Carvajal era probablemente la más guapa de las que acudían a recoger a sus hijos. La de Pastora se distinguía especialmente por sus sofisticados sombreros. La de Carlos O´Connor, porque nos conocía a casi todos los de la clase. El padre de García de la Mata tenía el carnet número dos o tres del Madrid. Chicharro jugaba muy bien al fútbol, como Sánchez Blanco, pero Muguiro era, sin duda, el mejor. Laviña, gran portero, lo paraba todo Con Apolinario pasó este duende tardes deliciosas recreando el Tour y la Vuelta: pintábamos una carretera en la terraza de su casa, lanzábamos chapas con la cara de los campeones del momento y allí donde llegaban las chapas poníamos unos ciclistas de plástico. Apasionante. Poli, que así le llamábamos, lucía unos mofletes colorados, como si acabara de subir el Tourmalet. Carlos Díe, timidito y callado, vivía enfrente de este menda. Su padre era médico, y en su casa había un esqueleto, y el que esto escribe presumía mucho de eso, porque gracias a su compañero de clase había visto un esqueleto de verdad, como los que salían en las películas de piratas. Un privilegio.

El abuelo más envidiable de la promoción era el de Zamarripa, un señor con boina que, además, era un manitas con la garlopa, y fabricaba a su nieto fuertes maravillosos para jugar al Oeste con vaqueros e indios de goma. Zamarripa se hizo militar, y voló muy alto, pues llegó a teniente general del aire y además culminó otras carreras. Dávila lucía un jersey rojo el primer día del cole, el de la rabieta de Otamendi, y con ese color, tan opuesto al azul de su padre, quedó para siempre en la memoria del bloguero, que le tuvo como primer compa de pupitre. El segundo fue Plaza, que veraneaba en Sepúlveda y era muy simpático, pero que fue el primero en sacudirle estopa en el patio del colegio. Ser peleón y pegar fuerte daba entonces mucho prestigio. Eloy González de la Peña era otro vecino del barrio, y con él iba y venía de casa al cole. A Menéndez le recordará siempre porque un día se desmayó en clase y le mandaron para casa.

-Vaya suerte- pensábamos.

No le pasó nada. Se fumó un par de días y regresó a la monótona vida del colegio.

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Otro compañero, cuyo nombre no se revelará por discreción, no pudo contenerse un día y se cagó en los pantalones. Uno lo recuerda con un bulto sospechoso bajo la culera, subiendo la escalera delante de él en olor no precisamente de santidad. Éramos muy niños. Te daba el apretón, no llegabas a tiempo para evitarlo y al final te cagabas en los pantalones. Cosas de críos.

Heredero y Morote se alternaban como primeros de la clase. Ontañón, Esteban, Pascasio, López Marcos, Chicharro, Carvajal, Bertrand, López de Arenosa y alguno más integraban el pelotón de los listos, los de las notas doradas o rojas, que eran las sobresalientes. La lista de la clase la abría Alonso Poyatos, y la continuaba otro Alonso con el segundo apellido más poético de la promoción: Riobello. Luego venía Apolinario, y a continuación un Aznar rubio que no fue presidente de gobierno: Aznar Argumosa.

¿Quién no se sabía de de memoria la lista de la clase? A este cronista le precedía Fernández de Gamboa, y le seguían García Adaro y García Luján, cuyo nombre de pila, en ese tiempo en que a todos nos bautizaban santos conocidos, llamaba la atención: se llamaba Lamberto. Sainz de los Terreros veraneaba en El Escorial, donde le llamaban el Escabechito, porque se pasaba de bonito. El y Javier Camuñas eran los más elegantes, incluso en esa edad en la que ni sabíamos lo que era la elegancia. Javier era, como Muñoz-Rojas y este mismo duende, de los pocos seguidores del Atlético de Madrid en una clase donde la mayoría era merengona, entre otras cosas porque Marsal, que fue figura en el Madrid de las Cinco Copas de Europa, era antiguo alumno del colegio, y venía en junio a repartir trofeos a los buenos deportistas. Ya había llegado Di Stéfano, y los partidarios del Aleti empezábamos a sufrir el choteo de los madridistas cuando llegábamos los lunes a clase. Señor, qué cruz. Muñoz-Rojas, también conocido como Muñetas fue por cierto el primer compañero que le enseñó la foto de una mujer en pelotas.

-Figue,mira qué tía tan buena-le dijo mostrándole el dorso de la carta de una singular baraja para salidos.

Y el Duende reconoció que sí, que estaba buenísima. Aunque no tuvo más remedio que confesarse por ello.

Domínguez siempre llevaba a dibujo lápices de colores de categoría, Stabillo o Caran D´Ache. La mayoría, Alpino y gracias. Harguindey tenía una hermana que daría años después uno de los primeros guateques que uno recuerda: gracias, Jose María. A Romero, como a Laviña, uno le tiene tomada la foto de recuerdo con rodilleras. Campos tenía muchos hermanos, y con ellos jugaba o iba al cine las tardes de domingo. Y el lunes le contaba a este bloguero la película. Saavedra, conocido como el Chino, también pertenecía a una familia numerosa, y en un tiempo fue gran amigo del que suscribe. Como Sánchez Agustí, o como Sánchez Blanco, que le regalaba insignias con la marca del negocio de su padre, que era Agris Radio. Qué manera de fardar. Era otro amigo de aquellos días de colegio que traen más, muchos más recuerdos, quizás ligeros e intrascendentes, como si fueran vilanos de los chopos que mece el viento. Todos ellos, sin embargo, acabaron siendo piezas de ese puzzle tan complejo que refleja nuestra personalidad. Igual que Díez Ponce de León, que le regaló varios coches Dinky Toys, un tesoro de la época.

Detalles inolvidables, como decíamos.

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El primer prefecto de la clase de Parvulitos A donde le colocaron al Duende era Don Pedro, que era alto y delgado, llevaba el pelo cortado como un recluta y exhibía una pronunciada nuez. Qué curioso, a uno le parece que la nuez ha desaparecido de la anatomía de los hombres modernos. ¿A que ya no se ven nueces tan pronunciadas como las de Don Pedro? Como las orejas de soplillo. Examino uno atentamente las caras de aquellos recentales que posaban ante la escalinata del viejo edificio de Castelló y advierte que la mayoría de ellos tenían –teníamos-las orejas de soplillo.

A este observador le costó reconocerse en esas fotos. No digamos, refrescar la memoria de todos los demás. Sorprendentemente –Madrid no es Sao Paulo ni Ciudad de Méjico– a una gran mayoría de ellos no les ha vuelto a ver más. Tello, Riobello, Heredero, Morote, Rodríguez, Esteban, Plaza, Ontañón, Martínez, Silvela, Adaro, Larrauri, Gutiérrez, Poyatos…¿Cómo es posible no haber coincidido con ellos, ni siquiera un día en el Retiro o en la sala de espera de un dentista? A Méndez-Leite le ha visto bastantes veces. Como a Chicharro, o a Dávila, o a Ignacio Domínguez. Suele decir este bloguero que las amistades del colegio dan muy bien resultado, pues pertenecen a esa época de la vida en la que el alma es un pan a medio hornear, y aún prima la inocencia sobre los intereses. Estos podían ser cámbiame ese cromo, o préstame ese sacapuntas, o regálame esa canica de china, o dame un bocado de la barrita de chocolate de tu merienda de mediopensionista (uno siempre creyó que los mediopensionistas eran unos privilegiados). No iban más mucho más lejos. Uno hubiera querido ser más amigo de todos, pero no le dio tiempo. En cuarto de bachillerato le obligaron a repetir, pues había nacido en enero de 1946, y no en en 1945, como exigía una norma absurda entonces en vigor para pasar al bachillerato superior. No obstante, le basta con repasar aquella larga lista de apellidos que recitábamos de memoria para que le surja espontáneamente la sonrisa.

Echa de menos en ella a García de la Mata, a Otamendi, a O´Connor, a Camuñas, a Pastora, a Andrés Tuduri –gran velocista- y a Ricardo Sánchez Blanco, todos prematuramente fallecidos. Pero todos aparecen vivos en el recuerdo, como envueltos en un velo de ternura y de agradecimiento, por haber sido parte del primer paisaje de la vida por el que uno transitó.

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La nostalgia, seguro, es un error. Pero reconocer los guiños amables que nos lanza el pasado cuando nos paramos a contemplarlo es muy saludable, y anima a seguir caminando. Ahora que nos blanquea el cabello a los que aún lo conservamos, uno empieza a entender alguno de los arcanos de la letra del himno del colegio, tan pretenciosa y voluntarista como la de cualquier himno que se precie. Españoles (es evidente), hidalgos (es una fanfarronada), valientes (es una exageración), con la edad nos queremos mostrar…Esto es lo único cierto de este inicio. Nos queremos mostrar hoy, medio siglo después de haber abandonado el Colegio del Pilar, porque vivimos para recordarlo. Y porque, a pesar del magnus cognazus que fue hacer durante once años de nuestra vida el mismo camino y de pasar tantísimas horas encerrados en sus aulas, puede que gracias a algunos buenos profesores y a la mayoría de los compañeros de clase lo recordemos con cariño.

Cantares y leyenda

Todos los ciclistas, incluso los buenos, bajo sospecha.¡Qué pena! Cada día cuesta más mantener un ídolo...

Cuando, en la película del mismo nombre, Amelie encuentra una caja de hojalata bajo las losas del cuarto de baño y  la abre, ve en su interior  un ciclista de plástico. Pertenecía a un niño que en 1957 ocultó en tan insólito escondite un pequeño tesoro. Aquel año fue el primer Tour de Francia de los cinco que ganó Anquetil. Qué curioso  que, de la película de Jean Pierre Jeunet, tan sorprendente por su gracia y por la originalidad de su guión, fue este mínimo detalle  lo que se le grabó a uno. Caprichos  de la memoria selectiva

El pequeño ciclista, como la magdalena de Proust, arrastraba un sinfín de  recuerdos y evocaciones. Por entonces en España  sólo el ciclismo podía igualar en pasión al fútbol. Cuando llegaba la temporada, se veía a los chavales emular las grandes pruebas en el suelo arenoso del parque o en el pasillo de casa. Lo que impulsábamos con los dedos por aquellas carreteras “de mentirijillas” eran  chapas de refrescos con las caras de los ídolos que previamente habíamos recortado de los cromos. Pero luego, donde llegaban las chapas, colocábamos para señalar su posición un pequeño ciclista como el de Amelie. Confiesa uno que había perdido de vista este paisaje desde que acabó su infancia. Y que recuperarlo en aquella película le hizo una gran ilusión. La ilusión que levantaba el apasionante y colorista deporte del ciclismo.

De aquella épica vivían los titanes de la ruta y la ilusión que despertaba el ciclismo. Pero de ilusión también se moría: diez años después el británico Tom Simpson cayó fulminado en Mont Ventoux por  un combinado de anfetas, alcohol y calor infernal. No seríala primera tropelía de los estimulantes prohibidos, pero sí el primer gran aldabonazo sobre las conciencias. Tras aquel suceso los ciclistas, que a uno le parecían tan inocentes como la figurita de plástico de juguete, empezaron a ser héroes bajo sospecha. Tampoco la sociedad entonces era estricta  como lo es ahora. Los estudiantes de derecho aprobábamos el Civil a base de Centramina y, aunque  sufriéramos una pájara en el examen, nadie nos tenía por delincuentes.

Sin embargo la sospecha de dopaje duele especialmente al recaer hoy en  Alberto Contador. Le veíamos defenderse ayer de la acusación de haber consumido una dosis ridícula de clembuterol y se nos encogía el corazón. Un hombre que tras superar un cavernoma cerebral ha dado tanta gloria a nuestro ciclismo ni necesita ayudas extra ni merece en el maleficio de la  duda. Pero ya sabe Alberto que no sólo se corre contra los kilómetros, contra reloj y contra la montaña, sino también contra los bastardos intereses ocultos que escapan al simple aficionado.

El día venía rarito,  porque además del disgusto de Contador nos trajo la noticia de la muerte de Manchón, un extremo izquierdo del Barça de cuando las delanteras de cinco hombres se recitaban con ritmo. Manchón no sólo ganó un carro  de copas, ligas y otros títulos que hoy suenan extraños, como la Copa Eva Perón, sino que, sobre todo, mereció el honor de ser cantado, junto a Basora, Kubala, César y Moreno por Joan Manuel Serrat en Temps era temps. Y esas cosas alimentan el mito. A Isácio Calleja sólo le tenía uno por vieja gloria de su Aleti y por buen amigo, hasta que fue cantado por Sabina en esa joya de himno que es Motivos de un sentimiento. Y así entró en la leyenda.

Como entraron Manchón y, volviendo al ciclismo y, por méritos propios, Alberto Contador. Ahora a éste, mala suerte, le quieren cantar no una gran canción como las de Serrat y Sabina, sino las cuarenta. Pero que esté tranquilo. Aunque los  motivos de su sentimiento sean de preocupación, le canten lo que le canten no saldrá de la leyenda.

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Homper visita a sus primas

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Homper también se quedó perplejo cuando descubrió que sus primas  mayores, registradas en su memoria infantil con melenita y curvas de artistas de cine de la época, no iban a permanecer  así de por vida. Las primas cumplen años, llegan a ancianitas, y sufren alifafes propios de su edad. Además, a la que no vive postrada en el sofá o en la silla de ruedas se le va la olla de cuando en cuando. Tempus fugit.

Esto último no es grave, también le sucede ya a él mismo, veintidós año más joven que la menos joven de ellas. En el caso de la prima Tere lo es quizás aún menos, pues, profesora de instituto jubilada, fue siempre machacona y repetitiva. Por darle marcha a una de esas visitas que los fines de semana veraniegos se hacen más necesarias, sacó a colación Homper que se había encontrado por la calle a Enrique Maderuela, un sobrino que  dejó de ver de bebé y  al que reencontró por la calle  hace una semana convertido en un elegante ejecutivo de banca. Enrique Maderuela es un hijo de Julita, otra prima lejana con la que, sin embargo, las primas hermanas mantenían mucho trato.

-¿Sabéis algo de la prima Julita? –preguntó a Homper a sus primas las ancianitas.

La prima Mary, acurrucada en el sofá como una gatita delicada, asintió con la cabeza. La prima Tere, más vigorosa y vehemente, abrió su amplia sonrisa y ratificó lo que su hermana, muy débil, no atinaba a decir de viva voz.

-¡Siiii!….Está muy bien.

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Todos deberíamos estudiar un tratado de conversación con ancianos. O por falta de fuerzas, caso de  una prima, o por dificultad para fijar el tema y avanzar en él, caso de la otra, Homper se vio a menudo empantanado en marasmos de silencios o de respuestas absurdas que le acababan generando muy mala conciencia. Imagínense el cuadro, tarde de sábado de verano en la gran ciudad, calles desiertas, mucho calor. Una habitación penumbrosa decorada con algún mueble decimonónico, silloncitos y sofá, cuadros de naturalezas muertas, paisajitos y retratos de antepasados. Sobre la mesa baja, un ABC, una jarra de agua con medidas de volumen marcadas y un vaso al lado. Silencio.

-¡Fíjate! –decía la prima Tere rompiendo el silencio- El médico me ha dicho que tengo que beber cinco vasos al día. Y no se cómo, porque yo bebo muy poco, ¿sabes?

Los cinco vasos de agua dieron para alegrar diez minutos de visita. Homper teorizó sobre lo que esta manía de que bebamos a toda costa ha influido en el aspecto de los transeúntes en general y de los turistas en particular. Ahora el turista no sólo debe llevar mochila y cámara de fotos, sino también una botella de agua en la mano.

-Cinco vasos de agua –insistía la prima Tere ante el silencio resignado y pasota de su hermana Mary- Cinco vasos de agua….

Por delante de las cortinas de la ventana, casi completamente corridas para detener el lamparazo del sol, había una mesita auxiliar con un televisor apagado. A las primas ancianitas no les interesaba nada ni el Tour de Francia ni la etapa contrarreloj de Contador. Antes veían alguna película de esas de media tarde con actrices como Deborah Kerr, Vivien Leigh y Katharine Hepburn, que les gustaban mucho, o con galanes como Gary Cooper, Cary Grant y Clark Gable, que les gustaban aún más. Ahora ni siquiera eso.

De vez en cuando un leve golpe de aire movía las cortinas. No alivió mucho la sensación de espesura de la habitación, pero  entretuvo el silencio que envolvía la visita a aquellas primas que Homper conoció jóvenes y que ya no lo son tanto.

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Las campanas de una iglesia le recordaron a Homper que, como todo es relativo, él era el joven de la reunión, y su deber era esforzarse en la conversación. Pensaba que así al menos las primas ancianas se sentirrían más animadas, y apreciarían la diferencia entre el tiempo de soledad compartida y el tiempo de visita. Para Homper éste empezaba  a pesar como una grave responsabilidad. Creía que si no era capaz de que la prima Tere, normalmente muy locuaz, pegara  la hebra, es que él no era una visita de recibo.

Pero en ese momento tuvo una inspiración.

-¿Cuántos hijos tiene la prima Julita? –preguntó.

Y la respuesta  llenó el resto de la visita. La prima Tere habló de Irene, que se casó con un alemán y vive en Alemania. Además de Irene estaba Enrique, promotor involuntario de la conversación, pero luego -¡ay problema!- estába el pequeño, que se acababa de separar de su mujer. Leve inciso para lamentarse de las muchas separaciones de esta sociedad moderna.

-Porque Irene –recordó Tere- se casó con un alemán, y vive en Alemania. Pero el pequeño se ha separado

Homper era consciente de que la hija de la lejana, aunque muy querida, prima Julia, se llama Irene, se casó con un alemán y vive en Alemania. También era consciente de que había otro hijo separado y Enrique, que es ejecutivo del BBVA.

-Ese está casado y tiene hijos –repitió la prima Tere- Pero el pequeño se ha separado. Y luego está Irene, que es mayor, pero que se casó y vive en Alemania.

Alguien, no se sabe si la prima Mary por señas o el propio Homper, divina inconsciencia, lanzó una nueva hipótesis. Pudiera ser que la prima Julita no tuviera sólo tres, sino cuatro hijos, porque Tere había lanzado el nombre de Curro y el recuerdo de un mocetón que sabíamos que no es Enrique,  al que  tenemos perfectamente identificado,  ni el pequeño. Este hasta ahora siempre había sido llamado «el pequeño».

-Es una pena que se haya separado-insistió Tere-Porque Enrique no, Enrique está casado y tiene una mujer estupenda y un  magnífico trabajo. Lo mismo que Irene, lo que pasa es que Irene se casó con un alemán, y por eso vive en Alemania…

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El tiempo, que afortunadamente no fue de silencio, se le echó encima a Homper, y llegó  el momento de despedirse  de sus ancianas primas.

La vuelta a su casa fue un camino de dudas y preguntas. Algunas poético-filosóficas, desde el tempus fugit, aforismo clásico, al verso coplero de Jorge Manrique: cómo se pasa la vida, tan callando. Otras, de moral práctica, le planteaban si el suyo fue un buen comportamiento con sus primas mayores. Volvió a pensar que la asignatura  de Educación para la Ciudadanía debería, por ejemplo,  enseñar a hacer compañía y a dar conversación a los ancianos. Luego se imaginó a sí mismo en esa edad. ¿Sobreviviría para entonces esta costumbre de las visitas? ¿Tendrá la gente entonces un solo minuto para dedicárselo a los demás?

Y, por encima de esos, otros enigmas menores que no por ello dejaron  de preocuparle. ¿Era Curro el hijo pequeño de Julita, aunque fuera  un mocetón? ¿O es que los Madderuela tienen un cuarto hermano que no tenemos bien perfilado?. Porque lo que está claro es que Irene se casó con un alemán y vive en Alemania, y que Enrique está muy bien casado, bien colocado  y tiene unos hijos estupendos. ..


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