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El costalero varado

Si te lo permitiera tu espalda a tí también te hubiera gustado estar ahí, soportando el dolor de la Pasión...

Si te lo permitiera tu espalda a tí también te hubiera gustado estar ahí, soportando el dolor de la Pasión…

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Tu abuelo Pablo te dijo un día que para ver si llovía en Madrid había que fijarse en el fondo oscuro del portal y los balcones de la casa de enfrente.
-Así se distinguen las gotas perfectamente- te explicó..
Recuerdas que aquel Viernes Santo llovía tantísimo que esas oscuridades rectangulares se jaspearon de gris. Y el día se puso tremendo. Parecía que el cielo entero desaguaría en un ratito, que el agua que ya no absorbían las bocas de las alcantarillas subiría de nivel hasta el tercer piso desde donde mirabas, y que por la puerta de Alcalá, que quedaba al fondo de tu calle, iba a aparecer flotando de un momento a otro el Arca de Noé.
-¡Ahí va, Dios!- debiste de pensar- Mamá y papá en la calle…
No sabías en qué ceremonial de la Semana Santa estaban. ¿Haciendo las estaciones, en una procesión o en los oficios, en el Sermón de las Siete Palabras, encendiendo cirios pascuales, haciendo sonar las carracas?… Tú te hacías un lío con todos los ritos y las tradiciones, pero el caso es que no estaban en casa, y si no volvían pronto seguramente se los tragaría el Diluvio Universal.
Así que como eras niño y esa suerte te angustiaba, cumpliste como un buen cristiano en Viernes Santo y te echaste a llorar.
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Un jueves santo sin embargo descubriste emocionado las gambas al ajillo. Quizá no fuera lo más indicado para este día, pero el calendario litúrgico no consigue embridar todas las pulsiones del alma, y a veces estas cosas ocurren. Por lo que te contaron, ese día era de bien comer, no como el Viernes Santo, de obligado ayuno y abstinencia. Tú recuerdas que un jueves santo tu madre cocinó unas gambas al ajillo. A ti te entusiasmaron. Fue el segundo sabor de mayores –el primero fue el del jamón serrano- que descubriste, y desde entonces los jueves santos en lugar de oler a la cera de los cirios, a incienso, a flores de azahar, de romero y tomillos, fragancias todas muy de la Pasión, te traen el inconfundible aroma de las gambas al ajillo que aquel día, excepcionalmente, preparó tu madre. No es una evocación muy cristiana, pero sí muy humana.
Además, ya anticipaste que para ti la Semana Santa y la Pasión de Cristo eran un auténtico lío. No habías visto todavía Quo Vadis, ni La túnica sagrada, ni mucho menos Ben Hur para que te aclarasen las cosas, y a ti se te mezclaban las enseñanzas del colegio, evangelios, ritos, nombres de buenos y malos y estampas más bien terroríficas del largo camino hacia el Calvario: el gallo que canta tres veces dejando con el trasero al aire al Pedro, por negar al Maestro, la Última Cena, que si la oración en el huerto de Getsemaní, el pobre Malco desorejado, que si la flagelación, que si la corona de espinas, Ecce Homo, Anás y Caifás, la Verónica, Simón Cireneo, el lanzazo, José de Arimatea, Dimas, el buen ladrón.
Y al final, Dios mío, por qué me has abandonado, en tus manos encomiendo mi espíritu, el Rey de los Judíos eleva sus ojos al cielo, inclina la cabeza y expira. Y entonces tiembla la tierra, la ira de la naturaleza desatada, el velo del templo de Jerusalén que se rasga, los muertos que resucitan…
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Jesús murió a las tres de la tarde del viernes santo. Aunque las más de las veces ese día te pillaba en el campo con tus primos y nadie os iba a reprochar por ello, no se podía cantar a partir de ese momento. Antes, las imágenes de las Iglesias se habían tapado, y entretanto, por las ciudades y pueblos de toda España, desfilaban pasos, Cristos, Dolorosas apuñaladas, vírgenes de todos los nombres, penitentes, cofrades, nazarenos, legionarios levantando al crucificado con marcial arrogancia, alabarderos, coraceros a caballo, guardias civiles con los mosquetones a la funerala y, al frente, autoridades eclesiásticas, civiles y militares con cara de contrición bastante imperfecta.
A ti no te llevaban mucho de procesiones. La que mejor recuerdas era una en la que un caballo se desbocó y armó la gorda. Tampoco todo era sufrimiento: te encantaban las flores, las rosquillas y los tirabuzones de harina frita típicos de estas fechas.
Los duelos con dulces siempre son menos.
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No estaba tan extendido entonces eso de convertirse en místico de la noche a la mañana para acudir a tu pueblo y a tu cofradía, embutirte el capirucho, sacar en andas a la imagen de tu devoción y levitar. Aunque el resto del año fueras un católico no practicante o incluso un conspicuo ateazo. Ese fervor íntimo y legítimo del creyente no era televisado, ni jaleado en la radio y en los periódicos, ni recomendado en los programas vacacionales y en las guías “por ser de interés turístico”, expresión que chirría cuando se ve sobre los clavos de Cristo. Casi nada era igual que ahora. Así y todo, creyente desflecado de bastantes creencias, te hubiera gustado que en algún momento de tu vida tu fe hubiera sido lo bastante robusta para sostener sobre tus hombros al crucificado con la dignidad que se merece.
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No va a poder ser. Despiertas este viernes con la espalda crujida y lastimera, como si hubieras cargado ya con todos los pasos de esta semana santa. Sólo has podido ir del jardín al gallinero, recoger los huevos, escuchar el trinar de los pájaros y el murmullo del regato y gozar de la luz y del paisaje de este luminoso viernes santo en Candeleda. Y, entre unas cosas y otras, escribir a ráfagas este post.
Difícil trenzar en él estas impresiones con el misterio de la resurrección y muerte de nuestro Señor Jesucristo, y expresar tu respeto por su celebración y, con ella, tu esperanza. Pero por voluntad que no quede. Al menos cuentas con el atenuante de ser un nazareno simbólico. O, más exactamente, un costalero varado.

¿Dónde Bach con mantón de Manila?…

INVITACION FINAL1

Admites que no está el horno para los bollos de la cultura, pero no por ello te deja de entristecer que el Prado haya previsto para este año el 25%  menos de visitantes. Incluso en los horarios de entrada libre, que es lo más curioso. No acabas de entender esto último, como no sea porque la situación es tan penosa que si no se suman a la misma franja horaria gratuita el Metro de Madrid, la EMT y hasta alguna cafetería de la contornada que sirva gratis café con churros, la generosa iniciativa del museo puede quedar en un brindis al sol.

-Oiga –te decía la frutera del barrio- Es que sales a la calle y todo es gasto, ¿no? Aunque vayas a pie.

Y se miraba las suelas de los zapatos medio roídas ya por el uso.

-…Porque contra más andas, antes tienes que poner los filis, que también son dinero.

El pueblo no suele emplear en esta frase el adverbio cuanto, y en su lugar se apaña con el contra, que es un error de sintaxis, pero que se ajusta mejor al momento de cabreo generalizado. Hay que estar contra casi todo, aunque desaproveches la oportunidad de ver la mejor pinacoteca del mundo de baracalofi, que diría el cheli.

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Si fueras sociólogo te atreverías a decir que lo mismo que dinero llama a dinero, la gente sólo va imantada adonde va la gente. Hay que estar muy seguro de uno mismo para convencerse de que un enorme calcetín roto sea arte, por mucho que la obra haya costado un riñón y este firmada por Tapies. El personal no hila tan fino, y confía más si ve que los suyos hacen  cola, da igual que sea ante el Prado, el Cristo de Medinaceli, Doña Manolita o el calcetín de Tapies. La cola jode, pero al final mola. Es la legitimación por acumulación.

-Tanta gente no puede equivocarse –razonan, sin acordarse de que doscientas mil moscas pueden comer de la misma mierda.

No hay doscientas mil moscas consumidoras de arte a las puertas del Prado. Ergo el vulgo se hace cuentas de que Velázquez, el Greco, Goya, Rubens, el Bosco y  los demás grandes genios de la pintura han perdido interés. Porque ya no arrastran tanta gente, y sumergirte en la cultura para encontrarte a solas con una obra maestra no es plan.

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Con este panorama los que gustáis de cantar en coro a Bach lo teníais regular sin no le dabais una vuelta de tuerca al cómo pagar un director, un local y una orquesta sin morir en el intento. Seamos sinceros: en una sociedad que diviniza a Shakira  ¿qué pinta la música de coral de Juan Sebastián Bach, aquel alemán con peluca que se dedicó a componer y a tener hijos y que se quedó ciego de tantos hijos musicales como engendró?

Y en este agujero negro de la cultura que ha provocado la crisis, donde hasta al Prado se le han secado sus fuentes de financiación ¿cómo podíais sacar adelante el primer concierto del nuevo Bach Atelier?

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Respuesta: con la imaginación de unos cuantos jóvenes que se han movido para buscar nuevos sistemas de patrocinio. Con el apoyo de buenos aficionados, mejores amigos y generosos sponsors, que se han rascado el bolsillo Con la generosidad de los instrumentistas profesionales, que no se han apretado más el cinturón por no hacerles la competencia ilícita a los músicos callejeros.

Y con pretensiones modestas en todo lo que no concierne a la exigencia de calidad vocal, que para eso el director J.M Álvarez sabe conciliar una fina sensibilidad con una mano dura que para sí quisiera el cómitre de las galeras donde remaba el pobre Ben Hur.

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El concierto será breve, pero bello, y original, y didáctico, y además se celebrará en un marco, como es la Basílica de San Miguel, en el corazón del viejo Madrid. O sea, que también será muy castizo, ideal parar pasar un ratito esponjando el alma con la música sublime del Viejo PelucaFernando Argenta dixit y para pasear después la noche de junio y tomar una copita en una taberna del barrio de los Austrias.

Puesto que la cultura ya no es lo que era, tómense ustedes con buen humor las apreturas y los recortes. Vayan al concierto de presentación del Bach Atelier, que es de entrada libre y, contagiados del ambiente,  terminen con el famoso dúo de La Verbena de la Paloma en su nueva versión.

¿Dónde Bach con mantón de Manila?

                                         ¿Dónde Bach con vestido chiné?

 

                                         A escuchar que es una maravilla,

                                         según dicen, el Bach Atelier

 

                                        ¿Y que harás cuando acabe el concierto

                                         que por cierto es allá, en San Miguel?

 

                                         Pues salir por Madrí de garbeo

                                         y a tomarme una copa después…

¿Verdad que no es mal plan para un viernes de junio?

 

¿Y qué fue de Melquisedech?

(Imagen tomada de la web de Hermanos Ascendidos)

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Sostiene este bloguero sin tener que jurar por el santo nombre de Dios en vano que cuando era un buen católico y escrupuloso practicante cumplía en cuerpo y alma. O al menos lo intentaba.

No es menos cierto que aparte de la buena voluntad, ignoraba cómo aprovechar las llamadas potencias del alma para obtener buena nota y ser un cristiano ejemplar. Fracasaba clamorosamente cuando en la misa escuchaba las lecturas, los evangelios, el sermón del cura, las antífonas y hasta el ite misa est y luego trataba de interpretar todos esos mensajes (en buena parte en latín) a la luz del entendimiento, que decían que era tan importante. No se atrevía a ser sincero entonces, pero la verdad es que no entendía casi nada.

Tenía claro que Dios era el jefe. Buenísimo, pero con su carácter y sus decisiones incomprensibles, como casi todos los jefes. Estaba convencido de que su gran obra, la creación, fue un acierto, y de que entre Eva y la serpiente nos habían complicado la vida a los humanos por un quítame allá esas pajas, que con no ser recomendables, a lo mejor habían causado menos problemas que la manzana. Por cierto, ¿por qué la manzana? ¿Por qué crecía esta en el árbol de la ciencia del bien y del mal, y no en un manzano? ¿Por qué Dios crea un paraíso y empieza por prohibir?

Parirás con dolor –advierte Dios a la mujer engañada por la serpiente- Y tú Adán comerás el pan con el sudor de tu frente.

Aquel aprendiz de duende se imaginaba a nuestro `primer padre untando una rebanada de pan en los goterones que se deslizaban por su frente y merendándosela después como si el sudor fuera la Nocilla de aquel tiempo.

Ya decía que no entendía casi nada.

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Se hacía también un pequeño lío con el misterio de la Santísima Trinidad, y con la doble identidad de Jesús, Dios y hombre. Para explicarse el primero recurría al ejemplo de Los tres mosqueteros, todos para uno y uno para todos, en el que el papel de D´Artagnan corría a cargo del Padre. El Espíritu Santo, por cierto, siempre le pareció un poco comparsa. Como luego resultaba que en realidad los tres mosqueteros de Dumas eran cuatro – el caballero gascón más Athos, Porthos y Aramis– ahí se desmarcaba el Duende del machismo tradicional que primaba en la divinidad y daba entrada a la Virgen, que asumía así, además de su papel de madre de todos, la condición de mosquetero celestial. Seguía siendo un lío, pero bien intencionado.

Aunque la verdad es que la parte fundamental de aquella novela tan fantasiosa que nos contaban las Escrituras le reconfortaba mucho. Gracias al Nuevo Testamento, entre otras cosas, disfrutábamos de la Navidad, y aparecían en nuestras vidas los Magos de Oriente, luego reyes decisivos en nuestras vidas. Todo eso se vería más bonito y más apasionante en las numerosas películas que ilustraban la Historia Sagrada, la religión y lo que nos sermoneaban los curas. Sansón y Dalila, Salomón y la Reina de Saba, Los diez Mandamientos, Ben Hur, La túnica Sagrada, Quo Vadis, Rey de reyes, Barrabás, Constantino el Grande, La historia más larga jamás contada, La caída del Imperio Romano, Espartaco… De tal manera que se puede decir que Cecil. B. de Mille, Mervin le Roy, Nicholas Ray, Stanley Kubrick, Charlton Heston, Víctor Mature, Robert Taylor, Anthony Quinn, Peter Ustinov, Kirk Douglas Deborah Kerr, Sofía Loren y Jean Simmons y tantas otras figuras del celuloide hicieron por la titubeante fe de aquel chaval más que las encíclicas papales, los rosarios en familia del Padre Peyton y las charlas radiofónicas del padre Venancio Marco. Luego pasaríamos de los peplum –como los entendidos designan a las películas de romanos- a melodramas como Balarrasa y Molokai, o a los magníficos dramas históricos tales que Un hombre para la eternidad. Lo que confirmaría que el cristianismo se entendía y, sobre todo, gustaba mucho más en el celuloide que cuando lo explicaba el cuerpo de servicio de la Iglesia.

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La tesis de la obra –sentenció el Duende cuando creyó tener uso de razón- me vale. ¿Pero por qué tantos nombres y tantos líos alrededor de la verdad fundamental? No había más que ver el tropel de figuras que se acumulaban en las grandes pinturas religiosas. No hay más que contemplar el techo de la Capilla Sixtina. ¿Sabe el cristiano medio quién es quién y por qué está allí? Y repasaba el duende curioso el amplísimo elenco de imprescindibles de la Iglesia: al margen de los grandes protagonistas, Dios Padre, Hijo, Espíritu Santo, y de la Virgen María, la tira de santos, beatos, mártires, profetas, ángeles, padres, tertulianos papas, sumos sacerdotes…

Algunos de ellos, sin los que, supone uno, también se puede alcanzar la gloria, aparecían a menudo en el ritual del santo sacrificio. No recuerda el Duende el número de misas a las que habrá asistido, pero sí recuerda un nombre no fácil que se le quedó grabado a fuerza de escucharlo en ellas. El nombre era Melquisedech.

¿Y qué fue del sumo sacerdote Melquisedech?

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Herodes fue un bellaco y sin embargo todos los que recibieron educación católica lo tienen fichado. Pero ¿quién de los creyentes, incluso de de los practicantes, se ha parado a pensar alguna vez en el pobre Melquisedech, que sonó durante generaciones y generaciones y ha dejado de estar presente?

El Duende pensaba que, como tanta gente que habido conociendo en su ya larga vida, había desaparecido. Estaría prejubilado en el orden celestial, o en el paro, o en un ERE, o disecado en una sacristía, como el brazo de Santa Teresa. Lamentablemente el sumo sacerdote ya no fue lo que era.

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Pero los designios del Señor son inescrutables. Y todos los olvidados tienen al menos una segunda oportunidad. Creía el Duende, ya más bien escéptico, que nuca jamás sabría de Melquisedech ni se interesaría por su vida y milagros, cuando en el número 5 del Dixit Dominus de Haendel que está preparando con su coro del CEU para el concierto de Navidad va y aparece él, el olvidado, el mismísimo Melquisedech. Lo que ha excitado su curiosidad y le ha llevado a rastrear en internet su identidad, encontrándola más bien confusa, como tantos misterios del cristianismo.

Pese a lo cual, palabra, se ha sentido al cantarlo más cerca de Dios. Aunque nunca sabrá si es gracias al viejo sumo sacerdote o a la música de Haendel, que componía como Dios, y que quizás sea tan útil para alcanzarlo como el pan y el vino de la santa misa que al parecer, sorpréndanse, había anticipado aquel enigmático Melquisedech…

El ocaso de Charlton Heston

Charloton Heston

Teresita era una prima del Duende bastante más que adorable. En la pandilla había varios que habían llegado a esta misma conclusión. Su risa blanca y compacta como la del cuarzo, y el puntito de gracia en el habla que aún le quedaba de su Jerez natal alegraban lo mejor del verano. El resto lo ponían la fiebre de la primera juventud, el Dúo Dinámico, Adamo, Pat Boone y Ricky Nelson sonando en el pikú, algo de sangría, un cuerno de la luna arrastrando el telón de la noche y la emoción sin igual del estar de vacaciones y de que, agotados los vinilos, aún quedaba el canto de los grillos y de los alacranes cebolleros. Si Teresa rondaba cerca, no había mayor felicidad que tumbarse en el pasto seco -en los veraneos de la España interior de entonces apenas había césped- y esperar a las estrellas fugaces para desear aún más cercanía. Las debilidades humanas. Una pena que aquella criatura llena de encantos tuviera un defecto: estar enamorada de Charlton Heston.

Los años no fueron generosos con este galán desaparecido que arrasó en España. En la década de los sesenta. Charlton parecía hecho a placas, como el Guggenheim o como las esculturas de Amadeo Gabino, y fue magnífico mientras la edad respetó su cuerpo de atleta. En realidad no se sabía si era un hombre, el caballo de Troya en acero, o uno de esos monumentos al trabajo que entonces erigían los países del este. A las niñas les impresionaban sus ojos y su sonrisa limpísima, a los chicos nos acomplejaban sus pectorales, sus bíceps y su mandíbula, que en cualquier momento podría triturar incluso la Sierra de Guadarrama. Había otros galanes más elegantes, como Gary Cooper, Gregory Peck o incluso Paul Newman, que ya empezaba a provocar desmayos. Pero a diferencia de aquellos, que no rodaron en España, Charlton Heston había sido sorprendido paseando por los alrededores del Hotel Castellana Hilton de Madrid cuando vino hacer El Cid. O sea, que era carne mortal, lo cual excitaba más a las fans. Quizás por ello la prima Teresa lo proclamó patrimonio de la humanidad, aunque la humanidad fueran sólo las chiquillas que veraneaban en Arenas de san Pedro. Luego pasó lo que pasó: la misma noche que Charlton Heston acababa de morir, ardieron muchas hectáreas de pinar en la noble villa abulense. Una plaga tan bíblica como los grandes éxitos del ídolo definitivamente caído.

La última vez que lo vio el Duende en el cine fue en Bowling for Columbine, de Michael Moore, un muy premiado documental sobre la paranoia de las armas en Estados Unidos. Su secuencia más celebrada era una entrevista con el viejo héroe, convertido ahora en el estandarte de los que defienden el derecho a tener armas para la defensa personal. Al Duende la postura Heston le pareció tan disparatada como cruel el acoso de Michael Moore. El audaz director ya no se enfrentaba a un héroe enloquecido, sino a un anciano con claros síntomas de Alzheimer. Qué falta de respeto con Moisés, con Ben Hur, con el Cid y con la prima Teresa. El Duende le hubiera pedido disculpas.

Y, de paso, le hubiera preguntado si á él también se le rozaban los cuellos de las camisas con la misma facilidad que al menda. Que uno puede no ser ni la mitad de macho que lo era el difunto Charlton. Pero, aún sin  ese cogote  de coloso que envidiaba el pérfido Mesala  en su cuadriga tuneada para derrotar a Ben Hur, de verdad que no es normal la cantidad de camisas que desecha por culpa de unos cuellos que se deshilachan a las primeras de cambio. Un engaño, otra cosa más de espaldas alpueblo. Como el delirio armamentista que, a la vejez viruelas, emborronó la gloria del héroe de la prima Teresa.

El amigo que estaba loco por el cine

 Se habían llegado no se si las mañanas o el tranvía de Olga a Logroño para hacer allí el programa cuando se percató el Duende de que entre los invitados estaba la actriz Fiorella Faltoyano, ya fichada en la sección Imborrables de su memoria desde aquella turbadora ducha que se da con José Sacristán en Asignatura pendiente. Fiorella no es una estrella deslumbrante, pero sí tiene el encanto de la  mujer de muy buen ver que te puedes encontrar como vecina del piso de al lado, cosa que no ocurre con Michelle Pfeiffer o Nicole Kidman, que normalmente viven en Santa Mónica, en Malibú o en los apartamentos Dakota de Nueva York. O sea, lejos de la vida del Duende.

 Se presentó éste como discreto admirador de Fiorella, y se quedó literalmente estupefacto cuando ella le dijo no sólo que ya le conocía, sino que traía muchos y afectuosos recuerdos para él del padre Cayo. El padre Cayo Fernández de Gamboa era un sacerdote marianista con aspecto de sargento de la Wermacht. Rubio, alto y fuerte, nos daba clase de latín en el colegio. El padre Cayo estaba algo duro de oído, y era arriesgado confesarse con él. Como profesional competente, no absolvía sin conocer el pecado, y para un tímido como el Duende era un trago vocear las debilidades de la carne ante la mirada expectante y las risas contenidas de sus rijosos compañeros. ¡Más alto!-reclamaba el confesor- ¡Diga más alto! Uno de esos compañeros era Fernando Méndez-Leite, un excelente amigo con ciertas peculiaridades. Fernando llevaba un cuaderno donde ponía semanalmente a toda la clase notas de amistad. Figuerola –me decía- esta semana tienes un ocho, por haberme prestado los apuntes. Eso le daba a uno mucha moral. La otra originalidad de Fernando era su pasión por el cine, heredada de su padre. No sólo se conocía el cuadro técnico y el reparto de todas las películas estrenadas, sino que además gustaba de recitar lo que él llamaba el ciclo evlutivo de cada una de ellas.

Había entonces tres categorías en las salas de cine. De estreno, de reestreno y de barrio. Las películas se estrenaban primero y luego pasaban a cines de la misma cadena pero de  menos nivel y más baratos. Por ejemplo, le preguntabas a Fernando por el ciclo evolutivo de Ben Hur, y él tiraba de erudición y recitaba como un lorito. Estreno: Palacio de la Música. Reestreno. Bilbao, Vergara, Bellas Artes, Odeón, Lido…A él le encantaba parecer tan sabio. Realmente, necesitábamos muy poco para sentirnos  algo.

Pero aquel precoz cinéfilo era además conocido por su desaliño, su torpeza en los andares y su aversión al deporte. Y aquello le granjeó -ya se sabe lo poco caritativos que son los niños- el apodo de la Pava. Bueno, pues era la Pava el que le había contado a Fiorella que ese Duende de la radio era su compañero de colegio, y que ambos sufrimos al padre Cayo. Sin embargo, no le había contado a su amigo lo que hubiera inhabilitado para siempre su viejo apodo. Sería muy feo, muy torpe y muy pava, sí, pero lleva diez años de pareja de Fiorella Faltoyano. Un logro más de su apasionada afición al cine.

Estas mañanas soleadas de diciembe invitan a pasear por el centro de Madrid. Ayer el Duende entró en su programa desde el Senado, que celebraba jornada de puertas abiertas. Y después brujuleó por la Plaza Mayor y sus aledaños, viendo figuritas de nacimiento y observando el bullicioso tráfago que presagia un largo puente. A las puertas del Teatro Albéniz, junto al establecimiento que presenta los mejores nacimientos napolitanos que se venden en Madrid, estaba Fernando fumándose un puro. Ahora es profesor de la Escuela de Cine, y dirige teatro. Estrenaban Agnes de Dios, de John Pielmeier, un drama del que se ya se hizo una película,y que interpretan Fiorella, Cristina Higueras y Ruth Salas. Nos saludamos afectuosamente, recordando el encuentro en Logroño bajo la advocación del padre Cayo. La vida, tan imprevisible y estimulante. Me invitó a ver la obra, que ha adaptado y dirigido con mucho cariño. Bromeamos con la suerte. La suya, de haber dado con Fiorella. Y la del Duende, que es seguir conservando tantos amigos y con tan nutrido anecdotario. 


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