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El costalero varado

Si te lo permitiera tu espalda a tí también te hubiera gustado estar ahí, soportando el dolor de la Pasión...

Si te lo permitiera tu espalda a tí también te hubiera gustado estar ahí, soportando el dolor de la Pasión…

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Tu abuelo Pablo te dijo un día que para ver si llovía en Madrid había que fijarse en el fondo oscuro del portal y los balcones de la casa de enfrente.
-Así se distinguen las gotas perfectamente- te explicó..
Recuerdas que aquel Viernes Santo llovía tantísimo que esas oscuridades rectangulares se jaspearon de gris. Y el día se puso tremendo. Parecía que el cielo entero desaguaría en un ratito, que el agua que ya no absorbían las bocas de las alcantarillas subiría de nivel hasta el tercer piso desde donde mirabas, y que por la puerta de Alcalá, que quedaba al fondo de tu calle, iba a aparecer flotando de un momento a otro el Arca de Noé.
-¡Ahí va, Dios!- debiste de pensar- Mamá y papá en la calle…
No sabías en qué ceremonial de la Semana Santa estaban. ¿Haciendo las estaciones, en una procesión o en los oficios, en el Sermón de las Siete Palabras, encendiendo cirios pascuales, haciendo sonar las carracas?… Tú te hacías un lío con todos los ritos y las tradiciones, pero el caso es que no estaban en casa, y si no volvían pronto seguramente se los tragaría el Diluvio Universal.
Así que como eras niño y esa suerte te angustiaba, cumpliste como un buen cristiano en Viernes Santo y te echaste a llorar.
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Un jueves santo sin embargo descubriste emocionado las gambas al ajillo. Quizá no fuera lo más indicado para este día, pero el calendario litúrgico no consigue embridar todas las pulsiones del alma, y a veces estas cosas ocurren. Por lo que te contaron, ese día era de bien comer, no como el Viernes Santo, de obligado ayuno y abstinencia. Tú recuerdas que un jueves santo tu madre cocinó unas gambas al ajillo. A ti te entusiasmaron. Fue el segundo sabor de mayores –el primero fue el del jamón serrano- que descubriste, y desde entonces los jueves santos en lugar de oler a la cera de los cirios, a incienso, a flores de azahar, de romero y tomillos, fragancias todas muy de la Pasión, te traen el inconfundible aroma de las gambas al ajillo que aquel día, excepcionalmente, preparó tu madre. No es una evocación muy cristiana, pero sí muy humana.
Además, ya anticipaste que para ti la Semana Santa y la Pasión de Cristo eran un auténtico lío. No habías visto todavía Quo Vadis, ni La túnica sagrada, ni mucho menos Ben Hur para que te aclarasen las cosas, y a ti se te mezclaban las enseñanzas del colegio, evangelios, ritos, nombres de buenos y malos y estampas más bien terroríficas del largo camino hacia el Calvario: el gallo que canta tres veces dejando con el trasero al aire al Pedro, por negar al Maestro, la Última Cena, que si la oración en el huerto de Getsemaní, el pobre Malco desorejado, que si la flagelación, que si la corona de espinas, Ecce Homo, Anás y Caifás, la Verónica, Simón Cireneo, el lanzazo, José de Arimatea, Dimas, el buen ladrón.
Y al final, Dios mío, por qué me has abandonado, en tus manos encomiendo mi espíritu, el Rey de los Judíos eleva sus ojos al cielo, inclina la cabeza y expira. Y entonces tiembla la tierra, la ira de la naturaleza desatada, el velo del templo de Jerusalén que se rasga, los muertos que resucitan…
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Jesús murió a las tres de la tarde del viernes santo. Aunque las más de las veces ese día te pillaba en el campo con tus primos y nadie os iba a reprochar por ello, no se podía cantar a partir de ese momento. Antes, las imágenes de las Iglesias se habían tapado, y entretanto, por las ciudades y pueblos de toda España, desfilaban pasos, Cristos, Dolorosas apuñaladas, vírgenes de todos los nombres, penitentes, cofrades, nazarenos, legionarios levantando al crucificado con marcial arrogancia, alabarderos, coraceros a caballo, guardias civiles con los mosquetones a la funerala y, al frente, autoridades eclesiásticas, civiles y militares con cara de contrición bastante imperfecta.
A ti no te llevaban mucho de procesiones. La que mejor recuerdas era una en la que un caballo se desbocó y armó la gorda. Tampoco todo era sufrimiento: te encantaban las flores, las rosquillas y los tirabuzones de harina frita típicos de estas fechas.
Los duelos con dulces siempre son menos.
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No estaba tan extendido entonces eso de convertirse en místico de la noche a la mañana para acudir a tu pueblo y a tu cofradía, embutirte el capirucho, sacar en andas a la imagen de tu devoción y levitar. Aunque el resto del año fueras un católico no practicante o incluso un conspicuo ateazo. Ese fervor íntimo y legítimo del creyente no era televisado, ni jaleado en la radio y en los periódicos, ni recomendado en los programas vacacionales y en las guías “por ser de interés turístico”, expresión que chirría cuando se ve sobre los clavos de Cristo. Casi nada era igual que ahora. Así y todo, creyente desflecado de bastantes creencias, te hubiera gustado que en algún momento de tu vida tu fe hubiera sido lo bastante robusta para sostener sobre tus hombros al crucificado con la dignidad que se merece.
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No va a poder ser. Despiertas este viernes con la espalda crujida y lastimera, como si hubieras cargado ya con todos los pasos de esta semana santa. Sólo has podido ir del jardín al gallinero, recoger los huevos, escuchar el trinar de los pájaros y el murmullo del regato y gozar de la luz y del paisaje de este luminoso viernes santo en Candeleda. Y, entre unas cosas y otras, escribir a ráfagas este post.
Difícil trenzar en él estas impresiones con el misterio de la resurrección y muerte de nuestro Señor Jesucristo, y expresar tu respeto por su celebración y, con ella, tu esperanza. Pero por voluntad que no quede. Al menos cuentas con el atenuante de ser un nazareno simbólico. O, más exactamente, un costalero varado.

Resurrección

Resurrección1

Resulta que una cadena de televisión programa una serie sobre la Biblia y arrasa en audiencia. Es natural, te dices, el libro de los libros está lleno de escenas de lo divino y lo humano. A ti casi te apasionaban más estos pasajes que aquellos. A saber, Caín liquidando a su hermano a golpe de quijada de burro, Sansón derribando las columnas a las que estaba encadenado, Moisés separando las aguas del mar Rojo,  Salomé llevando en bandeja la cabeza del Bautista, Josué y las famosas trompetas de Jericó, el pobre soldado Malco desorejado por San Pedro,  y Jesús resucitando a Lázaro. Donde no había acción había magia.

¿Cómo no iban a aprovechar eso los cineastas norteamericanos? Repasaban las Escrituras por encima y luego hacían esas películas fascinantes que te fijaban en la butaca del cine Colón o del Príncipe Alfonso con un pegamento infalible. Entonces todas las de ese género eran de romanos, aunque cupieran en ella tirios, troyanos, cartagineses, bárbaros y  hasta el sursum corda. Luego vinieron los cultos latiniparlos del séptimo arte y las definieron como peplum. Da igual, con un nombre u otro siempre te apasionaban. Y te reconforta que así siga siendo, pues ese espíritu ingenuo que respiraban te hacen sentir cada vez que las ves el aliento de lo humano y de lo divino.

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Dicen los evangelios que cuando murió el Señor, el día se oscureció hasta confundirse con la noche, se desataron las furias de la naturaleza y se rasgó el velo del templo de Jerusalén.

-Verdaderamente, ahora se que este hombre era el Hijo de Dios- dijo sobrecogido el soldado que acababa de traspasar de un lanzazo el cuerpo de Jesús.

No venía en el Nuevo Testamento, pero tú sabes que aquel soldado era Longinos, porque te lo explicó un cura  del mismo nombre al que de niño le preguntaste por qué se llamaba casi como un reloj de marca. Se sabía bien la historia del santo de su nombre, y te dijo que luego el lancero, arrepentido o literalmente acojonado, pidió la baja en el ejército romano y se convirtió en un eremita para alcanzar la santidad.

Y tú, cosas de chaval, imaginaste que otros soldados de Quo Vadis o de La túnica sagrada se llamarían Certino, Dogmo, Omego, Duwardo o Cauno. O sea, como Longinos, pero derivados de otros relojes que sólo conocías entonces por los anuncios.

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Te has acordado hoy de Longinos porque es domingo de resurrección, y escuchabas la Pasión según san Mateo de tu venerado Bach mientras fuera seguía llorando el cielo. Lloraba aún a  pesar de que este debería de ser un día especialmente gozoso.

Entretanto guisabas a fuego lento unas patatas a la riojana, que es una gloria de nuestra cocina, y luego las despachaste tan a gusto con tu hija y tus nietas. Y aunque hace sólo hace unos días la química de tu tratamiento te hacía las digestiones imposibles, jugaste después una partida de parchís con ellas junto a la chimenea  y te sentiste feliz. Poco a poco la tarde se metió irremisiblemente en agua y y así, gota a gota, se acabó abatiendo  la noche del día más importante para la cristiandad.

Tal vez no sea demasiado respetuoso mezclar en tu meditación lo humano de este plato tan racial con lo divino de la celebración del día. Pero te rondaba por la cabeza Longinos, y concluyes que, después de su fechoría,  peor lo tuvo él para llegar a la santidad, y sin embargo lo logró. Además, probaste tu salud repitiendo de patatas con chorizo, con lo que en cierto modo tenías que celebrar también tu propia resurrección. Aleluya, aleluya.

¿Y qué fue de Melquisedech?

(Imagen tomada de la web de Hermanos Ascendidos)

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Sostiene este bloguero sin tener que jurar por el santo nombre de Dios en vano que cuando era un buen católico y escrupuloso practicante cumplía en cuerpo y alma. O al menos lo intentaba.

No es menos cierto que aparte de la buena voluntad, ignoraba cómo aprovechar las llamadas potencias del alma para obtener buena nota y ser un cristiano ejemplar. Fracasaba clamorosamente cuando en la misa escuchaba las lecturas, los evangelios, el sermón del cura, las antífonas y hasta el ite misa est y luego trataba de interpretar todos esos mensajes (en buena parte en latín) a la luz del entendimiento, que decían que era tan importante. No se atrevía a ser sincero entonces, pero la verdad es que no entendía casi nada.

Tenía claro que Dios era el jefe. Buenísimo, pero con su carácter y sus decisiones incomprensibles, como casi todos los jefes. Estaba convencido de que su gran obra, la creación, fue un acierto, y de que entre Eva y la serpiente nos habían complicado la vida a los humanos por un quítame allá esas pajas, que con no ser recomendables, a lo mejor habían causado menos problemas que la manzana. Por cierto, ¿por qué la manzana? ¿Por qué crecía esta en el árbol de la ciencia del bien y del mal, y no en un manzano? ¿Por qué Dios crea un paraíso y empieza por prohibir?

Parirás con dolor –advierte Dios a la mujer engañada por la serpiente- Y tú Adán comerás el pan con el sudor de tu frente.

Aquel aprendiz de duende se imaginaba a nuestro `primer padre untando una rebanada de pan en los goterones que se deslizaban por su frente y merendándosela después como si el sudor fuera la Nocilla de aquel tiempo.

Ya decía que no entendía casi nada.

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Se hacía también un pequeño lío con el misterio de la Santísima Trinidad, y con la doble identidad de Jesús, Dios y hombre. Para explicarse el primero recurría al ejemplo de Los tres mosqueteros, todos para uno y uno para todos, en el que el papel de D´Artagnan corría a cargo del Padre. El Espíritu Santo, por cierto, siempre le pareció un poco comparsa. Como luego resultaba que en realidad los tres mosqueteros de Dumas eran cuatro – el caballero gascón más Athos, Porthos y Aramis– ahí se desmarcaba el Duende del machismo tradicional que primaba en la divinidad y daba entrada a la Virgen, que asumía así, además de su papel de madre de todos, la condición de mosquetero celestial. Seguía siendo un lío, pero bien intencionado.

Aunque la verdad es que la parte fundamental de aquella novela tan fantasiosa que nos contaban las Escrituras le reconfortaba mucho. Gracias al Nuevo Testamento, entre otras cosas, disfrutábamos de la Navidad, y aparecían en nuestras vidas los Magos de Oriente, luego reyes decisivos en nuestras vidas. Todo eso se vería más bonito y más apasionante en las numerosas películas que ilustraban la Historia Sagrada, la religión y lo que nos sermoneaban los curas. Sansón y Dalila, Salomón y la Reina de Saba, Los diez Mandamientos, Ben Hur, La túnica Sagrada, Quo Vadis, Rey de reyes, Barrabás, Constantino el Grande, La historia más larga jamás contada, La caída del Imperio Romano, Espartaco… De tal manera que se puede decir que Cecil. B. de Mille, Mervin le Roy, Nicholas Ray, Stanley Kubrick, Charlton Heston, Víctor Mature, Robert Taylor, Anthony Quinn, Peter Ustinov, Kirk Douglas Deborah Kerr, Sofía Loren y Jean Simmons y tantas otras figuras del celuloide hicieron por la titubeante fe de aquel chaval más que las encíclicas papales, los rosarios en familia del Padre Peyton y las charlas radiofónicas del padre Venancio Marco. Luego pasaríamos de los peplum –como los entendidos designan a las películas de romanos- a melodramas como Balarrasa y Molokai, o a los magníficos dramas históricos tales que Un hombre para la eternidad. Lo que confirmaría que el cristianismo se entendía y, sobre todo, gustaba mucho más en el celuloide que cuando lo explicaba el cuerpo de servicio de la Iglesia.

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La tesis de la obra –sentenció el Duende cuando creyó tener uso de razón- me vale. ¿Pero por qué tantos nombres y tantos líos alrededor de la verdad fundamental? No había más que ver el tropel de figuras que se acumulaban en las grandes pinturas religiosas. No hay más que contemplar el techo de la Capilla Sixtina. ¿Sabe el cristiano medio quién es quién y por qué está allí? Y repasaba el duende curioso el amplísimo elenco de imprescindibles de la Iglesia: al margen de los grandes protagonistas, Dios Padre, Hijo, Espíritu Santo, y de la Virgen María, la tira de santos, beatos, mártires, profetas, ángeles, padres, tertulianos papas, sumos sacerdotes…

Algunos de ellos, sin los que, supone uno, también se puede alcanzar la gloria, aparecían a menudo en el ritual del santo sacrificio. No recuerda el Duende el número de misas a las que habrá asistido, pero sí recuerda un nombre no fácil que se le quedó grabado a fuerza de escucharlo en ellas. El nombre era Melquisedech.

¿Y qué fue del sumo sacerdote Melquisedech?

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Herodes fue un bellaco y sin embargo todos los que recibieron educación católica lo tienen fichado. Pero ¿quién de los creyentes, incluso de de los practicantes, se ha parado a pensar alguna vez en el pobre Melquisedech, que sonó durante generaciones y generaciones y ha dejado de estar presente?

El Duende pensaba que, como tanta gente que habido conociendo en su ya larga vida, había desaparecido. Estaría prejubilado en el orden celestial, o en el paro, o en un ERE, o disecado en una sacristía, como el brazo de Santa Teresa. Lamentablemente el sumo sacerdote ya no fue lo que era.

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Pero los designios del Señor son inescrutables. Y todos los olvidados tienen al menos una segunda oportunidad. Creía el Duende, ya más bien escéptico, que nuca jamás sabría de Melquisedech ni se interesaría por su vida y milagros, cuando en el número 5 del Dixit Dominus de Haendel que está preparando con su coro del CEU para el concierto de Navidad va y aparece él, el olvidado, el mismísimo Melquisedech. Lo que ha excitado su curiosidad y le ha llevado a rastrear en internet su identidad, encontrándola más bien confusa, como tantos misterios del cristianismo.

Pese a lo cual, palabra, se ha sentido al cantarlo más cerca de Dios. Aunque nunca sabrá si es gracias al viejo sumo sacerdote o a la música de Haendel, que componía como Dios, y que quizás sea tan útil para alcanzarlo como el pan y el vino de la santa misa que al parecer, sorpréndanse, había anticipado aquel enigmático Melquisedech…

El vaso de Nerón y otras joyas de nuestra cultura

De las extravagancias de Nerón cualquier escritor audaz puede hacer un best seller...

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Una arqueóloga descubre entre las piedras sillares de un viejo molino un pequeño cofre que contiene un vaso de vidrio y en su interior un parche para ojos tuertos. El vaso lleva grabado la letra N, mientras que en la cinta del parche se adivinan las iniciales A.M. C. El extraño hallazgo excita la curiosidad de Genarina, que en realidad buscaba en la zona  restos iberos. Genaranina está obsesionada por la incidencia de los fenómenos paranormales en el curso de la historia, de manera que se pone a a investigar y después de dos décadas tirando del hilo llega a la conclusión de que el vaso, que por la calidad de su vidrio se puede datar en el siglo I de nuestra era, es el que usaba Nerón para guardar sus lágrimas. Desde Quo Vadis, efectivamente, toda la humanidad sabe que el emperador, aunque fuera cruel, también era llorica.

Por otra parte, el parche de ojo resulta ser el de Ana Mendoza de la Cerda, Princesa de Éboli. La coincidencia  parece un absurdo, pero Genarina sigue estudiando el caso y un día comprende que Nerón, arrepentido de haberse portado tan mal con los cristianos de Roma, fue abducido por las fuerzas del bien residentes en Paramia, una estrella situada a tres millones de años luz, y realizó un viaje astral de quince siglos para entrar en contacto con esta afamada tuerta, a la sazón amante de Antonio Pérez y muy cercana al rey Felipe II. La princesa había ofrecido al rey prudente los servicios de un Nerón reconvertido para hacer una Contrarreforma en toda la regla, con el rigor y la severidad que exigía la herejía luterana. Una labor para la que el desalmado emperador romano, que sólo tendría que cambiar la dirección de su innata vesania, era el baranda indicado. El papa y el católico rey de las Españas se encomendaron a Dios y dieron el visto bueno, porque, como subraya el propio libro, “el fin hay veces que justifica los medios”.

Pero la CIA, que desde hace diez años ha rehabilitado en secreto la máquina del tiempo de H. G.Wells, media en el asunto. Tiene reservada para la intrépida pareja la misión de infiltrarlos en La Meca  y generar desde allí una célula de activistas que acabará con Al Quaeda. El hombre clave es su agente Brad Trochows, educado a los pechos de la Stasi y más tarde de de Putin  y vendido a los a yankis por un duplex en la Quinta Avenida, un paquete de acciones de Walt Disney Produccions y la colección de bragas de Mae West que ha cedido generosamente para el soborno el rijoso millonario Alistair Sobornes. (A cambio, todo hay que decirlo, éste obtendrá la licencia de explotar una mina de diamantes en la Libia de Gadaffi, a punto de caer). Sin embargo, cuando Brad inicia el conjuro utilizando el vaso de Nerón, un inoportuno estornudo le provoca un movimiento brusco, el vaso cae y la joya arqueológoca queda rota en mil pedazos, dando al traste con la operación.

La solapa del libro advierte que es “el nuevo fenómeno editorial de la novela de historia-ficción, un original e inteligente recorrido por las zonas más oscuras de la historia de la humanidad trenzada con una apasionante trama de intrigas, espionaje y misteriosos asesinatos ”, y asegura que ahí se desvelan las claves del amor lésbico que se sospecha que mantuvo Cleopatra con la cocinera de Marco Antonio, de la emboscada que acabó con Viriato, del asesinato de Rasputín y de la extraña muerte de Michael Jackson, aparte de apuntar pistas solventes para resolver el viejo problema de la cuadratura del círculo y de la piedra filosofal. Todo por sólo veinticuatro euros.

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El vaso de Nerón, que así se llama la novela, está firmada por Adriana Nevol, pseudónimo de Petra Gómez, periodista muy de izquierdas que pasó diez años de corresponsal en Moscú y veinte años predicando el marxismo-leninismo hasta que comprendió que la cosa ya no vendía un clavel, y que la mayoría de sus coleguis ponían un dedo al azar en el calendario de la historia, elegían un personaje más o menos conocido, investigaban en todo aquello que nadie había investigado nunca y que parecía poco probable que fuera investigado y se ponían a escribir una novela histórica que el público recibía con entusiasmo.

-Porque desengáñate, Petra-le dijo la ejecutiva de su editorial-La literatura pura es como agua que se escurre entre los dedos. Y la gente quiere aprender, aunque sólo sean tonterías.

La editorial apostó fuerte por El vaso de Nerón,  y hasta produjo un spot para la tele en la línea de esos trailers de películas de Hollywood que mezclan mitos, historia, verdad, ficción, churras, merinas, sinfonía de efectos especiales, algún guaperas como Johny Depp y Angélica Jolie y luego arrasan en taquilla.

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Al siempre susceptible Homper también le impresiona la manga ancha  con que ahora se cocina  la cultura que nos invade. Digamos que de este vale todo espiga como positivo el “algo queda”. Del famoso fenómeno El código Da Vinci él no entendió casi nada, y más bien le pareció una patraña o, como dice el castizo, una paja mental. Pero evidentemente sale a la palestra Leonardo y el supuesto misterio de su Última Cena.

Menos da una piedra-se dice.

Y la transversalidad como método, que tanto vale para la educación como para la divulgación o la creación literaria O sea, empezar hablando del parche del ojo de la Princesa de Éboli y acabar, no se sabe cómo, en la lucha contra el terrorismo islamista. Amplitud de miras, curiosidad, imaginación y audacia sin límites para encontrar un hilo conductor más o menos verosímil y saltar sin barreras de un asunto a otro. El resto debería ser calidad. Pero más probablemente es promoción o pura suerte.

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Preocupado de que su estupefacción permanente acabe arrojando un saldo negativo o pesimista de su visión de las cosas, Homper se permite recomendar dos nombres de escritores que, lejos de la frivolidad voluntarista de Petra Gómez (perdón: de Adriana Nevol) hacen de sus escritos un viaje cultural siempre instructivo y a menudo fascinante.

Uno es Antonio Muñoz Molina, que hasta en sus artículos de crítica literaria –léase La fiesta interrumpida en el suplemento cultural de EL PAÍS de este último sábado- entretiene, deleita y enseña. Otro es Andrés Trapiello, un verdadero superdotado que tanto escribe poesía y gana premios de novela  como es capaz de elaborar en Las armas y las letras un magnífico ensayo histórico sobre nuestra guerra civil. No la cuenta él, la cuentan los periodistas y escritores, muchos de ellos desconocidos para el gran público, cuyos trabajos ha glosado con la curiosidad y el rigor de un auténtico erudito. Cuántos mitos destruye su investigación, y qué sorpresas se lleva uno leyéndolo con detenimiento. Homper ha encontrado con este libro mucho más placer que con muchos best-sellers. Pero tampoco se dejen llevar por sus consejos. Hay que descontar que, además de Hombre Perplejo, es algo rarito…

 

Terapia de evasión con Luis Buñuel al fondo

La atención del bloguero repara a veces en detalles que no todo el mundo considera. Por ejemplo, un Yorkshire terrier que tiene nombre de cineasta...

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Al invitado le sorprendió  el nombre de uno de los perros de la casa, un pequeño Yorkshire al que llamaban Luis.

-No es por ti, no te asustes-le explicaron- En realidad se llama Luis Buñuel.

Al invitado le hizo gracia la precisión.

Sin embargo, a Luis Buñuel II no le hacía tanta la presencia del invitado, que veinte años atrás era el presunto jefe de la anfitriona y propietaria del perrito. El almuerzo, en el coqueto cenador entoldado de un pequeño chalet al este de Madrid, se completaba con la presencia de la madre de la anfitriona, una mujer encantadora, y de Lola, otra compañera de trabajo de tiempos pretéritos. También rondaba por ahí una galga, tan estilizada como la que se adivinaba al trasluz en los papeles de la marca Galgo.

 –Pobrecita-dijo la anfitriona, que se llama Acacia-La rescaté de una perrera donde languidecía de tristeza.

Acacia tiene nombre árbol, un árbol muy madrileño y de flor blanca con sabor dulce que nos comíamos los niños de posguerra cual si fuera maná urbano. Era el pan y quesillo, algo que suena tan arcaico que uno parece un niño callejero de cuadro de Murillo, nada que ver con  la realidad.

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El alma de Acacia, esta mujer tan especial como su propio nombre, se divide entre el amor al fantasma de Cary Grant  y el homenaje animal a Josephine Baker, aquella artista del cabaret que en los años treinta seducía a Europa bailando ritmos tropicales con una faldita de bananas que cubría sus intimidades. Josefine Baker se retiró rica, y a partir de entonces recogía niños de la calle y los adoptaba como hijos suyos. Acacia ha hecho lo mismo con su galga. La galga es buena, pero un rabo de galga alrededor de unvelador con copas de vino no deja de tener su riesgo.

-Pobrecita- decía su dueña mientras la acariciaba.

La galga se portó bien y no derramó una copa, aunque el invitado, la verdad, fue incapaz de hacerle ni un arrumaco. La perra se amansaba al sentir la mano de su benefactora. Quizás barruntaba que su especie en España sólo sirve para alimentar la necia discusión de la fábula –galgos o podencos- y para cazar liebres. Cumplido su servicio, en el campo o en los canódromos, no es infrecuente ver a galgos y galgas ahorcados de la rama de una encina, como si fueran proscritos medievales atrapados in fraganti. El mundo, según dicen, es maravilloso. Pero hay que ver  cuántos desalmados caben en él.

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La madre de la anfitriona se empeñó en pelarle al invitado los langostinos. Detalle maternal que él valoró no sólo por lo delicioso del bocado y por ser huérfano de madre desde hace casi veinte años, sino porque además se había cortado las uñas esa misma mañana, y ya glosó la dificultad e enfrentarse a los crustáceos con los dedos mochos.

-Gracias, muchas gracias –dijo el invitado.

No añadió aquel quijotesco nunca fuera caballero de damas tan bien servido, porque, aparte de pedantería, la frase ahora puede interpretarse mal.

Todo lo demás también fue muy agradable. Incluso Luis Buñuel II, que por su nombre le recordó al pequeño porquero con el que hizo migas cuando iba al campo hace más de medio siglo. Paquito se ocupaba de apacentar a los cerdos, pero acababa de descubrir el cine, y vivía fascinado por el séptimo arte. Como a pesar de ello no sabía quién era Buñuel, porque los niños no piensan en directores, bautizaba los cerdos poniéndoles directamente títulos de películas. Sobe todo de películas de romanos y de capa y espada.

-¿Ves?-le decía señalando a los cochinos- Ese es Ivanhoe…Ese otro, Quo vadis. Y aquél de allá Tierra de faraones.

Al que suscribe le pareció entrañable y surrealista que un zagal desarrapado pudiera llamar a un cerdo Tierra de Faraones. Pero la vida te da sorpresas así. Almuerzos con tres damas en un coqueto velador de jardín, Luis Buñuel II y una galga rondando por allí, el aroma del pan y quesillo y el recuerdo del porquerito más original que se puede imaginar…Terapia de evasión. Todo vale para huir de estos días tan ásperos  y deprimentes que nos está tocando vivir. Va por el que se asome a este post, y le quede humor para interpretarlo. Va por ustedes.

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