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Fernando Argenta al final de la escalera

Fernando Argenta nos enseñó que con la música clásica se puede volar muy alto...

Fernando Argenta nos enseñó que con la música clásica se puede volar muy alto…

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Tu punto de partida para el post de hoy arranca de aquel día, cosa rara, en la que te asediaban las dudas. No tenías del todo claro si Dios existía y estaba allí. Tampoco estabas seguro de que pudieras encontrarle y hablar con él rezando lo que te enseñaron los curas.

-Santo cielo –pensabas que diría Él- Otro que me viene recitando lo mismo y sin apenas saber lo que dice.

A partir de entonces emprendiste tu propia búsqueda. Esta te llevó a veces a sitios tan inopinados como los brazos de una mujer. Qué sorpresa: a saber cómo le hubieras contado esta experiencia al padre Cayo, por ejemplo. Pero aparte del amor, fuiste descubriendo con los años que sólo la poesía, el arte, la observación de las maravillas de  la naturaleza y, sobre todo, la música te permitirían subir por las escaleras de la trascendencia y aproximarte a la idea de Dios.

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Los que conocisteis más o menos profundamente a Fernando Argenta podíais pensar de él que era un tipo cercano, simpático, ingenioso, inquieto, divertido, entrañable, sanamente gamberro, tenaz en la defensa de sus valores, reivindicador de la gloria de su padre, el insigne Ataúlfo Argenta. Un hombre sencillo, machadianamente bueno. Para  Toñi, la admirable mujer con la que compartió medio siglo de su vida, era además tan genial como Einstein y más guapo que Paul Newman en sus mejores momentos.

El de Toñi sí que es un amor ejemplar, caramba.

Tú le recuerdas lejanamente de la Facultad de Derecho, de tus años en RNE, y además de algún viaje operístico gozoso al que os invitaron. Donde guardarás las fotos con él en San Petersburgo, caminando sobre el Neva helado o en los trineos que os deslizaban por el bosque de Ekaterinmburgo, como si aquel fuera el Viaje de Invierno de Schubert. Y también por aquellas bromas que gastaba en su Clásicos Populares, donde una vez te puso a cantar con falsete la Habanera de Carmen para que el público averiguara quién se escondía tras esa carnavalada musical. Amor a la música con humor. Demostración elocuente de que lo serio no tiene por qué ser aburrido. Como para tenerle eso que se llama envidia sana.

Pues además Fernando tuvo la inmensa suerte de hacer de su pasión su trabajo. Y, aún más, el privilegio de descubrir la música clásica a muchos que hasta su aparición la consideraban aburrida o incomprensible. Conducidos por él  probablemente aprendieron a gozarla y a subir, peldaño a peldaño, por esas melodías  sublimes que elevan el espíritu y le redimen a uno de la condición humana.

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Te lo imaginas al final de la escalera, presentándose a San Pedro o al que haga el papel de guardián del paraíso.

-No es que haya hecho muchos méritos –le dirá- Es que la música me traía aquí y me he dejado llevar…

Quizás se confundan allá arriba cuando sepan que  viene de Clásicos Populares, y él tenga  que recordar que la música celestial es algo más que las trompetas de los angelitos. Empezará a silbar entonces melodías del Sordo Genial, del Viejo Peluca o del Cura Pelirrojillo, tres de sus clásicos favoritos. Omitiendo quizás que él también es ya un clásico, un clásico popular y verdaderamente inolvidable. Pues si Beethoven, Bach y Vivaldi compusieron verdaderas joyas musicales que permiten intuir el cielo, Fernando, con los pies en el suelo, supo mostrárselas a muchos que no las conocían y que hoy, gracias a su gusto y a su simpatía, adoran la música clásica.

Qué grande el hijo de Ataúlfo Argenta, derramando cultura con la misma naturalidad y desparpajo con que tocaba rock con su grupo de los Tonys.  Qué justo premio el suyo, al final de la escalera y haciendo cosquillas a las estrellas.

Un nuevo amigo del colegio

Uno nunca acaba de saber cuántos amigos hizo en el colegio...

Uno nunca acaba de saber cuántos amigos hizo en el colegio...

Motivo de estupefacción tres mil tropecientos sesenta y dos, que diría Homper. (La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, cantaba Pedro Navaja). Sábado tarde. Hora en la que la breve siesta de sofá se empieza a desflecar. Suena el teléfono y Homper recibe una llamada a la que atiende medio aturdido. No es una voz inmediatamente reconocible. Consciente de ello, el que llama se identifica.

-¿No me reconoces?-dice  la voz desconocida- Soy Rodri.

Repasa mentalmente los rodris de su vida. Olivella, Rodri, Gracia, defensa central del Barcelona de los años sesenta. No puede ser, sólo le conocía de los cromos. Rodri. Melo, Ovejero, Calleja…Portero del Atlético de Madrid más o menos de la misma época. Tampoco puede ser, entonces el Duende ni siquiera escribía en MARCA. Jose Manuel Rodríguez, Rodri, antiguo compañero de RNE, el que acompañaba a Fernando Argenta al inicio de Clásicos Populares. Raro, raro, nunca pasamos del colegueo laboral. Poco probable.

-¿No te acuerdas?…-acude al quite la voz aún sin cara- Nos vimos por última vez en la boda del hijo de tu primo José…

El Duende se cae del guindo: es Rodri, el del cole. La memoria es escueta cuando archiva. Más bien menudo, de piel y ojos claros, pero inconfundible por su espesa cabellera rizada y por ser figura del equipo de jockey sobre patines. No era de su misma clase, sólo de su promoción. Y en cuarenta y cinco años no se habían visto más que en dos ocasiones. La primera  le salvó de un apuro ofreciendo su coche para transportar al Duende a una cita importante, a la que no hubiera llegado de otra forma. Al Duende le sorprendió tanta amabilidad, pero Rodri le explicó que había intimado con él escuchando la radio. La segunda vez fue en la citada boda.

-Te dije entonces que me encantaría invitarte a mi casa de Sanjenjo este verano –recordó Rodri- Y te llamo para que hagas un hueco en la primera semana de agosto…

Sorpresas te da la vida, que cantaba Pedro Navaja. En la misma semana primero llamó Pedro Chicharro, que sí era de su clase, y con el que jugaba a las chapas y al fútbol. Era para invitarle a los toros  y a cenar con su mujer Etel en una terraza madrileña, donde repasaron divertidos los hilvanes de tan antigua amistad. Y luego, además, llamó el amigo agazapado durante tantos años. Enésimo motivo de estupefacción de los que definen a Homper, acrónimo del Hombre Perplejo: nunca sabes dónde tienes un afecto pendiente, ni cómo ni cuándo te va a aparecer. De la conversación en aquel último encuentro, que no era sino el segundo o el tercero en casi medio siglo, el Duende dedujo que Rodri era un hombre de principios, un tipo feliz y encantado de la vida.

-Yo todos los días doy gracias a Dios por casi todo –le dijo al Duende al despedirse mientras un operario de la limpieza retiraba el cubo de la basura del portal de su casa- Por el trabajo, por la familia, por las estrellas…¡Y hasta por este buen hombre que nos limpia la calle!

Y Rodri se echó a reír mientras abrazaba a su compañero de colegio.

El Duende, más escéptico –y aún más en tiempos de crisis- da gracias, sobre todo, por seguir haciendo amigos imprevistos a estas alturas de la película.

¿Quién jubila al jubilador de Fernando Argenta?

Dijo unas palabras, no muchas, y dejó hablar a la música.

Entre la gente de la radio hay gente de discurso y gente de pinceladas sueltas. Academia versus lenguaje de la calle. Fernando Argenta estaba entre los segundos, y, salvando las distancias, el Duende estima que también lo estaba él. Pretéritos imperfectos. Ambos se desmadejaban a mitad de frase, metían la gamba, bromeaban, se reían, a veces provocaban al personal. Pero el repertorio que asomaba por la chistera al compás de su varita mágica -más propiamente batuta- de Argenta era de otro calado que el de mi alter ego. No es lo mismo el sonido de los políticos, o de Braulio, o del padre Bonete o de la misma doña María, que la voz de Bach, Beethoven y Brahms. En la nebulosa en la que uno vislumbra su fe, no puede imaginar el cielo sin la música. Si algún día asoma por ahí y luego resulta que Dios no tiene oído, el Duende pedirá billete para el infierno. Aunque le condenen a escuchar al Chikilicuatre y a los del Río por los siglos de los siglos.

Siguió el Duende la despedida de Clásicos Populares con silencio, emoción y empatía por los que no quisieron pronunciar la palabra adios. El sublime allegretto de la Séptima de Beethoven, el adagio de Samuel Barber, el Ave Verum de Mozart, el tercer tiempo de la Tercera Sinfonía de Brahms –hay un post del Duende dedicado a este tema– un aria de la Pasión según san Mateo, el dúo más famoso de La Verbena de la Paloma, el tercer tiempo de la Novena –reenganchado después de que se interrumpiera misteriosamente en el fraseo más lírico de este tema…Sonaron interrumpidamente hasta el final. Sobran adjetivos. Si no lo escucharon la tarde del adiós, háganlo cuando puedan y entenderán por qué los creadores de estas joyas musicales consiguieron ser primero clásicos y, gracias a Fernando, también populares.

Debe confesar el Duende –y apela a los seguidores de Argenta para calmar su curiosidad– que no identificó dos piezas de la ofrenda musical de despedida. Una, la primera aria de ópera que sonó en el programa. Dos, la que lo cerró: una composición contemporánea que combinaba una preciosa voz femenina con los coros de una misa en latín. Algo muy sentido debía de cantar la solista, que probablemente -pura intuición- lo hacía en hebreo.

Por lo demás, la hora se fue en suspiros y reflexiones. Una sobre la estolidez de quienes acuñan una asignatura que se llama Educación para la Ciudadanía y no hacen nada por salvar en la radio y en la televisión públicas algo tan formativo para la sensibilidad y el entendimiento como lo que hacía Argenta. Y por cuatro perras. La otra recordaba el viejo adagio de que detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer. No le pega a Fernando eso de gran hombre. Tiene muchos defectos. Sin ir más lejos, es del Madrid, lo que al Duende le rompe todos los esquemas. Sin embargo no hubiera llegado tan lejos nuestro amigo sin tener a su lado a una mujer como Toñi. Lo importante no es que ella sea también una gran amante de la música y la mejor crítica de los programas de su marido. Sino que está tan enamorada de éste que ve en él la chispa de Mozart, el romanticismo de Beethoven, la hondura de Bach y la sensibilidad de Carlos Kleiber multiplicados por cuatro. Y todo ello envasado en un body que convierte a George Clooney en un pitufo. Va a tener razón Pascal: el corazón tiene razones que la razón desconoce. Lo que no desconoce la razón es que la de Fernando Argenta es una jubilación que debería acabar jubilando al jubilador.

El día que callaron los Clásicos Populares

Su madre le cuidó mientras vivió, y le enseñó cuanto pudo a valerse por sí sólo. No mover las piernas no es lo peor que le puede pasar a un hombre- le consolaba- Puedes estudiar, leer, escuchar música y enriquecer tu imaginación. Y le regaló un magnífico equipo de música.

   Desde que vieron juntos por la tele no una, sino muchísimas veces, la película La ventana indiscreta, Samuel pasaba muchas horas espiando las de casa de enfrente. Pero corrieron dos años y en las habitaciones que cubría su mirada no  sucedió asesinato alguno sobre el cual investigar ni se asomó ninguna chica que se `pareciera, ni de lejos, a Grace Kelly. Qué pena. Su madre murió poco después. Y a Samuel tan sólo le quedó la ayuda de una asistenta que venía tres horas por las mañanas. Sin embargo su fe no decayó: a excepción de los asuntos del corazón, que exigen mucho salir, ya era capaz de despacharlo casi todo.

 Durante un mes las ventanas de la casa de enfrente permanecieron cerradas. Un día apareció un camión de mudanzas y allí se instaló una residencia de estudiantes de postgrado. Cuando Samuel se cansaba de hacer sus ejercicios y de leer, miraba a las chicas que estudiaban. A veces  le levantaban la vista. Algunas, incluso, sonreían. Samuel era alto y bien parecido, y mediaba la treintena. Recordaba que su madre veía en él más encanto que en el propio James Stewart. Se lo decía cuando le preparaba tarta de zanahoria y nuez con nata, su postre favorito. Y a él no le hacía mella su invalidez. Quería comunicarse con las chicas de la residencia, hablar con ellas. Demasiados metros: aunque la calle era tranquila y silenciosa, no llegaban las palabras.

 Un día que escuchaba la radio el dial se detuvo en el 96´ 5 FM. Sonaba, muy coqueta ella, La danza de las horas. En la residencia de enfrente, estudiaba con la ventana abierta  una chica de ojos rasgados y pómulos marcados, como de princesa rusa. Samuel subió el volumen, y la chica se quedó escuchando y cerró el libro que estaba abierto sobre la mesa. Lejos de enfadarse, sonrió, se levantó de la silla y ensayó unos pasos de ballet al ritmo que marcaba Ponchielli. Samuel la seguía con la mirada, de ventana en ventana.

  Desde entonces, semana tras semana, Samuel sintonizaba Clásicos Populares. Un tipo muy simpático llamado Fernando Argenta introducía temas musicales de compositores famosos que él no había escuchado hasta entonces, pero que producían efectos maravillosos. Unos eran una explosión de ritmo y colorido. Otros, puro lirismo. La tarde que sonó el allegretto de la 7ª Sinfonía de Beethoven la posgraduada de la tercera ventana de la residencia se le quedó mirando y se puso a llorar. Otro día cantó Alfredo Kraus  Vasconavarro soy, del valle roncalés…y al escuchar el zorzico una navarrica que preparaba oposiciones le dijo por señas que quería conocerle. Bajó de la residencia, cruzó la calle con un paquete de chistorras y a la hora de la cena se las tomaron entre vinos y risas. La música es un río que nunca sabemos dónde desemboca.

 Samuel hizo suya toda la que sonaba en aquel programa. De la misma manera que el cartero de Pablo Neruda le robaba poemas al poeta chileno para ofrecérselos a su amada como propios –la poesía no es de quien la escribe, sino de quien la necesita, argumentaba impecable- él  afanaba los mejores temas de los clásicos para comunicarse, animar la calle, vacilar con las vecinas de enfrente, declararlas su amor y, al cabo, sentir que, aún sin piernas, era capaz de volar y hacer volar en alas de la música. Seducida por una coral de Cantata nº 147 de Juan Sebastián Bach  que se apoderó de otra tarde , la estudiante, ya talludita, que trabajaba su tesis doctoral  sobre el protagonismo de la luna en el drama amoroso del siglo XVIII no pudo resistir más, arrancó una sábana de su cama, rotuló en ella un QUIERO HABLAR DE MÚSICA CONTIGO y la desplegó bajo su ventana. Samuel se quedó estupefacto, sin saber ni qué cara poner, durante varios minutos. No sabía si ella estaba interesada en el viejo organista de Leipzig o en él, y, en este caso, temía que ella no hubiera advertido su minusvalía.  Pero ella interpretó que el que calla otorga, y sin pensárselo dos veces apagó su ordenador y se presentó en el piso de Samuel con una falda y una blusa camisera a juego que, casualmente, llevaba sin abrochar los tres primeros botones. Tres horas después de haberse acabado la emisión de  Clásicos Populares, y según versión de Petra, que era la más cotilla de la residencia, se les veía besarse entre las lamas de la persiana.

 A todo esto, la calle, conquistada por la música, se había transformado. El portero del edificio paredaño con la casa de Samuel fue el primero en arrimar su receptor de radio a la ventana para amplificar el sonido de Clásicos Populares. Poco a poco lo hicieron muchos vecinos más. Una mujer de esas que soportan una mala salud de hierro durante lustros y que se muere todas las semanas, esperaba que Fernando Argenta le programara el Lux Aeterna dona eis  del Réquiem de Mozart para despedirse de este valle de lágrimas con la seguridad de haberse ganado la gloria. Entretanto, los jazmines y plumbagos, las vincas, las buganvilias y las damas de noche trepaban por los muros de las casas como si los clásicos fueran su mejor fertilizante, y los árboles respondían al milagro de la música  desarrollando sus copas hasta convertir aquel rincón de la ciudad en un remanso de frescura y de aromas embriagadores.

 Pero todo cambió cuando Fernando Argenta  anunció que Clásicos Populares  dejaría de emitirse. Razones empresariales, ya se sabe. Con él entraban en el ERE Beethoven, Bach, Brahms, Mozart, Haydn, Haendel, Vivaldi, Berlioz, Albéniz, Falla, Verdi, Wagner y hasta los Niños Cantores de Viena. Sabios gestores habían dado la razón al príncipe Salina de El gatopardo. Sí, el que sugería que hay que cambiarlo todo para que nada cambie. Al menos para que no cambie la necedad humana.

 El caso es que la voz de Clásicos Populares enmudeció. Y entonces Samuel, sin esperar siquiera a ver qué nuevas estudiantes habían llegado a la residencia de enfrente, cerró su ventaba, corrió los visillos y las cortinas y llamó al Servicio de Asistencia Domiciliaria para Minusválidos solicitando que se hicieran cargo de él.


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