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Cada cual ve en el paisaje lo que quiere ver o imaginar, pero hay un inmenso pedazo de nuestro país que cada vez que lo atraviesa este duende le sugiere poesía caballeresca o guerra canalla. Son tierras yermas, cerros y llanuras calcáreas tristes y apenas moteadas por arbustos y, de cuando en cuando, por algún pino valiente que tanto desafía el fuego del verano como el rigor del frío invierno. Este tipo de terreno se ve en media España. En Aragón, en todo el Levante, en Murcia, en Almería, en buena parte de Castilla La Mancha, y al suroeste de la comunidad de Madrid, por ejemplo. Ahí son felices los cardos y, si quedan, los lagartos. Suerte para ellos, porque la verdad es que para el viajero estos pagos resultan inhóspitos.
Sin embargo, cada paisaje tiene su lírica y, si no, su épica. Cuando uno se adentra en ellos y deja atrás toda clase de edificios, fábricas, polígonos industriales obras públicas y toda otra huella del desarrollo, se imagina que por el horizonte, tras una loma, va a aparecer el Cid con sus mesnadas. El ciego sol, la sed y la fatiga/ por la terrible estepa castellana/ al destierro, con doce de los suyos! Polvo, sudor y hierro, el Cid cabalga, que escribía el otro Machado.
-Esos eran hombres –que decía don Celestino, el profesor de literatura- Si piensan que hace calor en Madrid, imagínense lo que sudaría el Cid bajo su armadura atravesando la estepa castellana a 35º.
Cuánto sehabrá sudado en España para hacer historia.
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La otra estampa no es de cabalgadas heroicas, sino de simple guerra canalla. Y viene simbolizada por la fotografía del miliciano abatido que inmortalizó Robert Capa en la Guerra Civil. Le suena a uno que fue captada en un cerro de Albacete, aunque ahora, como la otra célebre fotografía del beso en las calles de París que tomó Doisneau, dicen que fue un montaje preparado. El caso es que tanto la de Capa como la mayoría de las instantáneas y reportajes filmado de nuestra guerra, tienen como escenario tierras pobres y baldías. Quizás para subrayar con la desnudez de su decorado el dramatismo y lo miserable de aquella contienda.
Era el paisaje monótono y desasosegante, pero esta vez tampoco le importó tanto al Duende. Pues aunque él viaja con los ojos bien abiertos, y siempre le saca partido a todo lo que ve por la ventanilla, esta vez estaba ocupado en otros menesteres. Iba a una boda en el pueblo conquense de Barajas de Melo, la boda del hijo de unos amigos muy queridos. Y se había vestido con la etiqueta que requería la ocasión cuando, al subir al autobús que habían dispuesto los novios desde Madrid para que los invitados no se ocupen ni del alcohol ni del volante –qué sabia medida- observó que por encima del borde posterior de su zapato del pie de derecho asomaba un roto de su elegante calcetín largo color azul marino. No un clarito, como apunta cuando los talones empiezan a desgastarse, sino un impresentable tomate del tamaño de un euro.
En el mundo habían ocurrido sucesos terribles aquel 23 de julio. Y en la fiesta se comentaría, sobe toda otra cosa, el original traje de novia que diseñó Nacho Aguayo, hermano del contrayente. Pero el alma de este bloguero es tan neurótica y caprichosa que durante el viaje hasta el lugar de celebración estaba convencido de que sólo habría ojos para denunciar el imperdonable fallo de aquel invitado de pelo blanco que bajo la pernera de su traje azul marino ocultaba un oprobioso tomate en el calcetín.
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Así que no pudo entretenerse en aquel paisaje manchego tan desasistido de gracias de la naturaleza. Ni recrear la épica de las batallas de nuestra historia. Ni pudo preparar las palabras que en clave sentimental y satírica –a saber lo que queda de aquél duende de la radio- que debía pronunciar a los postres del banquete, para felicitar a los contrayentes. Pues se pasó todo el viaje ensayando cómo camuflar el entuerto, o sea, descalzándose, replegando la zona del tomate por debajo del talón, poniéndose el zapato de nuevo, y estirando el pie varias veces para comprobar que ni aún en el peor de los casos, y aunque el calcetín luciera a media asta, se notaría el desaguisado y quedaría por los suelos su prestigio.
No fue así. El calcetín se disimuló, y el paisaje, a llegar al lugar de la celebración, había mudado como por ensalmo. Pues de repente la Mancha triste y blanquecina dio con un cerro mágico donde brota un manantial que alimenta al río Riansares. Y en ese cerro, en medio de un parque poblado de árboles, fuentes, terrazas, paseos umbríos, estanques, y canales que vierten en un lago inesperado se casaron Carlos Aguayo Martín y Beatriz Valdecantos Montes. Fue en una capilla diminuta, todo muy romántico, muy original y divertido, y Juan, el hijo del bloguero, tocó con su saxo soprano dos piezas de Haendel, y este transformista cumplió en su discurso, quizás mejor que si lo hubiera preparado, y hubo fiesta y baile hasta que apuntaron las claras del día. Pero eso ya no lo vio este duende, que volvió a cruzar los yermos paisajes de Castilla la Mancha para dormir en Madrid no sin antes arrojar a la basura el calcetín indigno que estuvo a punto de amargarle el día.
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