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Los que pasan y nos dejan tanto

A los muertos ilustres les debemos mucho, pero...¿y lo que tenemos que agradecer a los muertos anónimos que nos legaron joyas como Santa Cristina de Ribas de Sil?

A los muertos ilustres les debemos mucho, pero…¿y lo que tenemos que agradecer a los muertos anónimos que nos legaron joyas como Santa Cristina de Ribas de Sil?

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Se muere Miguel Pajares, y en el plazo de un par de días le siguen famosos como Robin Williams y nada menos que Lauren Bacall.

Ponme con la Parca –le pide el director del Daily Planet a su secretaria.

La Parca, o sea, la figura mitológica esa que los clásicos pintaban como un esqueleto encapuchado con la guadaña preparada para segar nuestras vidas. La misma Muerte en persona.

-Oiga, ¿es la Parca?- pregunta el director del periódico de periódicos en el más puro estilo Gila– Que si no podía usted espaciar un poquito más los muertos ilustres, que es que nos los junta todos en dos o tres días y luego no tenemos nada sobre lo que escribir el resto del verano.

La Parca probablemente responde que ella es una mandada, y hace lo que le dicen.

-No, si no le digo que no…. Usted mate lo que tenga que matar. Pero distribuya mejor sus objetivos. Esta semana una artista, la siguiente un político gordo, la siguiente un ídolo del deporte…Al menos hasta el final de las vacaciones. Luego ya empieza el nuevo curso y volveremos a tener carnaza con las gilipolleces a las que la Humanidad nos tiene acostumbrados.

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Te preguntas simplemente si la actualidad se nutre de la realidad o del deseo.

Se muere Miguel Pajares y es realidad dramática y ejemplar. Hay que divulgarla para prevenir al personal contra el Ébola, un Jinete del Apocalipsis con el que no contábamos, y para que la especie humana recupere algo de su autoestima. El gran hombre se lo merece. Pero se mueren también un cómico como Williams y una diosa de la belle epoque de Hollywood como la Bacall y parece tal que si un flautista de Hamelin para nostálgicos hubiera recorrido las redacciones reclutando plumas famosas que bordan obituarios a la medida de su deseo.

Williams es un gran mimo, el mejor de El club de los poetas muertos, Popeye, Peter Pan, un genio que, como casi todos tipos de su clase, acaba desesperado de su talento. Maravilloso juguete definitivamente roto. ¿Por qué?… Lauren Bacall es el mito de la elegancia rubia, un último destello del Hollywood de las grandes estrellas –aunque aún la sobreviven Maureen O´Hara y Olivia de Haviland-, el indescriptible encanto de la seducción en blanco y negro. Cuentan que le bastó rascar una cerilla y cantarle si me necesitas, llámame para camelarse a Bogart, que era un tipo con alma de basalto. Literatura. El público llano hace leyendas de quien le gusta porque necesita leyendas para seguir viviendo. No desean que se pierdan, y creen que perpetuando su memoria se funden con ellos en la inmortalidad.

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Tú pasas sobre esas muertes como sobre casi todas, sin perder la perspectiva de que forman parte de la propia vida. Te sorprendía de niño ver cómo tus padres se despedían de sus padres, hermanos o de sus amigos sin que su pérdida dejara en su rostro una nueva arruga o un súbito mechón de pelo blanco en su cabeza. Ahora eres tú el que blindas tus sentimientos frente a los puntuales servicios de la Parca. ¿Ley de vida o simple instinto de conservación?

El caso es que esa semana de muertes resonantes te sorprende cerca de la Ribeira Sacra, una zona donde sobra paisaje hermoso para agradecer al Creador su buen gusto y joyas del románico como el monasterio de Santa Cristina de Ribas de Sil para arrodillarse los que, piedra a piedra, hicieron posible ese templo en un enclave de excepcional encanto. Lo visitaste en compañía de tus amigos después de haber hecho un pequeño crucerito fluvial por el Sil en su tramo embalsado. Os ilustró el recorrido una guía culta y encantadora que, entre otras curiosidades, subrayó la significativa importancia de los miles de estrechísimos bancales –no más de un metro de ancho muchos de ellos- que los primitivos moradores del valle labraron en las laderas del río para el cultivo de las vides. Entre el espero boscaje de robles, alcornoques, madroños y otras especies mediterráneas que templan el rigor atlántico del clima local –y que colaboran a crear el tempero necesario para la uva- se distinguía el pináculo de una torre.

-Es el campanario de Santa Cristina de Ribas de Sil apuntó la guíaNo es fácil llegar allí por carretera, pero si pueden no dejen de verlo, porque es una de las joyas del románico rural gallego…

Caía la tarde cuando desembarcasteis. Para llegar a aquel monasterio que, desde el río, parecía a tiro de piedra, os perdisteis por un dédalo de carreteras y pueblos, kilómetros y kilómetros dando vueltas con la obsesión de llegar antes de que se hiciera la noche cerrada. Cuando disteis con él, escondido por bajo de un camino sin salida, tuvisteis que ayudaros con los faros del coche para admirarlo. Sólo insinuado ya entre las sombras del crepúsculo, os sobrecogió el conjunto monumental, el lugar y la emoción de haberlo descubierto en las puertas de la noche. Tantos siglos esperando vuestra visita. Tantos muertos anónimos que dejaron en esas piedras talladas el testimonio de su fe y, sobre todo, de su trabajo. Y tanto que agradecer a los que nos dejaron tanto.

Un pis maravilloso

Hay mecanismos para activar la memoria olfativa que nunca fallan...

Hay mecanismos para activar la memoria olfativa que nunca fallan…

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Ubaldo había conseguido en la Escuela de Policia Científica las mejores calificaciones. No sólo dejó allí pruebas de su responsabilidad y competencia, sino también de su fino olfato y de su inteligencia deductiva. Ubaldo Pérez Angoy acabó siendo para su promoción Deducator. Procesaba los datos e hilvanaba los indicios como ningún otro. Naturalmente, acabados sus estudios, su permanencia en el cuerpo no fue muy larga. No hacía falta ser ningún lince para percatarse de que ningún funcionario como él medianamente honrado dejaba de ser, como mucho, un puto policía. De modo que un día fue requerido por un importante hombre de negocios de esos con pasaporte panameño y varias sociedades cuyo objeto social no viene a cuento, domiciliadas todas ellas en las islas y paraísos más exóticos del mundo, y no tuvo más remedio que cambiar de vida.
-Creo que voy a tener que comprarme una trinchera –le dijo a Flora, su mujer un día al volver a casa- De esas más propias de otro tiempo- añadió mientras encendía su cigarrillo y sonreía a lo Bogart– Y un sombrero, para terminar de componer el tipo.
-¿Y eso?-inquirió ella después de besarle en los labios- A mí me gustaba más Robert Mitchum.
Ubaldo puso cara de interesante, ahuecó su boca y fletó dos o tres anillos de humo que se disiparon al estrellarse contra la cara de Flora.
-Se acabó la miseria- dijo insinuando una levísima sonrisa- A partir de ahora en lugar de un puto policía tu marido será un puto detective, pero bien pagado.
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Habían transcurrido cuarenta y dos años desde que unos huevos escalfados con espárragos trigueros sellaron su amor en una casa rural de La Alcarria donde unos amigos le habían invitado a pasar el fin de semana. Deducator había barajado muchos otros factores que podrían haberle llevado a la conclusión de que Flora, también invitada, iba a ser la mujer de su vida. Quizás su perfil tan bien dibujado, su cabello castaño cortado como entonces se decía a lo garçon, su tipito menudo, pero con las curvas precisas y perfectamente macizadas, su conversación, espontánea y fresca, el generoso candor con el que se ofrecía para hacer esas pequeñas tareas del hogar que tanto aburren a los demás, su voz… Cómo cantó con la guitarra al calor de la chimenea aquel bolero de Lo dudo, lo dudo, lo dudo mientras le miraba a los ojos. Él pasaba por ser un poli de buena planta y había salido con muchas chicas frente a las que blindaba sus sentimientos. Sin embargo ella le acabó conquistando aquel fin de semana.
Se dio cuenta en el almuerzo del domingo. Flora había preparado unos huevos escalfados con un manojo de espárragos trigueros que habían cogido esa misma mañana mientras paseaban por el campo. Los sirvió directamente desde la sartén. Primero a los dueños de la casa y a otra pareja de amigos, luego en su propio plato, en el que depósito el huevo menos lustroso y apenas tres puntas verdes. Y finalmente los dos mejor presentados con abundante guarnición de trigueros, en el plato de Ubaldo, que era el nuevo de la pandilla.
-Toma, a ver si te gusta- le dijo mientras le servía mirándole con una intensidad que a él se le antojaba irresistible- Que esto tiene muchas vitaminas, y a ti te harán falta para tus investigaciones…
No fue un hallazgo intelectual de los que habían justificado su apodo de Deducator. Pero desde luego aquel día dedujo que él le gustaba a Flora, que Flora le gustaba a él y que, al margen de sus encantos de mujer, buena parte del porqué era algo tan poco romántico como unos huevos escalfados con trigueros. La vida ofrece a veces este tipo de sorpresas. Una pequeñez puede condicionar tu futuro. No una batalla, ni un gordo de la Primitiva, ni salir vivo de un accidente de aviación, ni encontrarte a los treinta años con que tu orientación sexual no es la que te pide el cuerpo y sales del armario. Esta vez fue un plato de huevos escalfados con espárragos lo que cambió el rumbo en la vida de Ubaldo Pérez Angoy.
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Durante casi cuarenta años, las deducciones -no del todo inocuas- del antiguo policía convertido en detective le rindieron pingües beneficios. Unas veces su investigación le llevaba a deducir que a este o aquel concejal de un pueblo de la costa le urgía cambiar de coche, porque iba a ser padre de trillizos. Otras, que al diputado Zutanito, famoso por ser un padre ejemplar de numerosísima familia y coleccionista de vírgenes románicas, le encantaba reunirse en el jacuzzi de un apartamento de lujo con tres mulatitas para hablar de sus cosas. En ocasiones deducía que la esposa del que concurría con su jefe en la misma licitación de obra pública se la pegaba a su marido con el garajista. Flora no estaba enterada al detalle de los trabajos de su marido, ni tampoco ponía demasiado interés en ello. Al fin y al cabo todo revertía en beneficio de la familia, que desde que Deducator dejó el cuerpo de la Policía había conseguido mejorar de casa, dar buenas carreras a sus hijos y gozar de una posición económica y social relevante.
-Te quiero, Ubaldo- le decía aún a sus sesenta y tres años mientras cenaban a la luz de la luna en la terraza de su apartamento de Pollensa.
Deducator se dejaba besar en los labios, quizás para no olvidar que era un detective seductor como los que hacían Bogart o Robert Mitchum. Luego, embelesados los dos por la brisa y el sonido de las olas rompiendo contra el malecón del puerto, cenaban lo que amorosamente había preparado ella. Ahora ya no había en la mesa huevos escalfados con espárragos, sino caldereta de langosta y una cubeta de hielo en el que se enfriaba una botella de Domaine Chaillon de Briailles, un blanco que, al decir de un colega del boyante detective, tenía bouquet, retrogusto, aromas almendrados y esas gilipolleces que tanto preocupan a los ricos sobrevenidos.
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Sólo un poco después el panorama de Ubaldo, de Flora y de su familia feliz se nubló. El antaño lúcido detective fue perdiendo facultades. Despistes, olvidos supitaños, frases interrumpidas. De repente largos silencios buscando angustiosamente esa palabra fácil que no aparecía. Segundos tragando saliva que se le hacían largos. Frases inconexas…
Deducator dejó su trabajo. Flora le puso en manos de los médicos. En esos momentos confusos en los que la ciencia aún no sabía si su mal era una primera fase de la demencia senil o de un Alzheimer, el propio Ubaldo se defendía poniendo en juego mecanismos sencillos para ejercitar su memoria. Se concentraba en el número 28 y en la percepción del color verde botella, que era que pintaba el portal de su casa. Se concentraba en la enorme vaca de fibra de vidrio con ruedas que asomaba por la puerta de la tienda de moda. No le interesaba nada ésta, pero sabía que al lado quedaba el estanco, donde entraba siempre disparando con las manos como si fuera un vaquero, para no olvidarse de que el tabaco que venía a comprar era Marlboro. Y, por Dios, en el único paseo cotidiano que aún le dejaban hacer solo, detenerse en la floristería, mirar a las rosas, a las caléndulas, a las orquídeas o a las ponsetias y después cerrar los ojos y tratar de agarrar con sus palabras lo más importante de su vida.
-Flora, Flora, Flora…
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Sin embargo la enfermedad siguió su curso, y llegó a ese momento terrible en el que él no sólo no podía salir solo de casa, sino que ni siquiera era capaz de recordar los nombres de los suyos. Deducator acabó sepultándose en un sepulcro de silencio. Estos trances acaban a veces matando a una familia, pero a menudo, en su marcha destructora, descubren también almas heroicas que neutralizan sus efectos. Flora resultó ser una de ellas. El dolor de la enfermedad de Ubaldo no sólo no melló su ánimo, sino que lo fortaleció. Cuanto menos Ubaldo parecía él, más ternura, encanto y sonrisas derramaba ella.
-Hoy te voy a hacer uno de tus platos favoritos que hace mucho tiempo que no tomamos- le decía ella acariciando su mano mientras le ayudaba a hacer el rompecabezas de cada día.
Se lo comió el viejo detective tan a gusto como de costumbre. Por supuesto, sin decir una palabra. ¿Cuánto hacía que no la decía?…Pero todo cambió cuando a media tarde fue al cuarto de baño, levantó la tapa del retrete y se puso a hacer pis. Algo de anzuelo debe de tener la memoria olfativa para pescar recuerdos en el olvido, y desatar a partir de ellos procesos de recuperación de la mente. Algo especial igualmente deben de ser el ácido asparagúsico y el metanetiol para añadir un olor inconfundible al pis que se hace después de haber comido espárragos. Y también algo aún quedaba de lógica en la confusa mente del pobre Deducator. Pues el hecho es que, después de rematar la faena y lavarse las manos, como está mandado, salió del cuarto de baño, cerró la puerta y buscó por el pasillo a esa mujer extraña que le acompañaba en casa.
-Tú…-titubeó Ubaldo mientras extendía sus brazos hacia Flora y trataba de despertar a su lengua dormida-Tú…Tú…¿eres la que me hacías huevos escalfados con espárragos?
Ella asintió, avanzó unos pasos, lo acogió entre sus brazos y lo estrechó contra sí. No se daba cuenta de ello, pero sonreía emocionada. Y con los ojos cerrados, se ilusionaba pensando que a lo mejor cualquier día volvía a llamarle Flora.

Seymour Hoffman, tristemente en el fondo del pozo

¿Por qué estos tipos tan sobrados de talento se abandonan a los  paraísos artificiales?... artificiales?...

¿Por qué  tipos tan sobrados de talento se abandonan a los paraísos artificiales?…

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Siempre que conoces una noticia como esta vuelves a ver el pozo. Te puede la curiosidad infantil, así que te apoyas en el brocal, miras al fondo del agujero oscuro, lanzas una piedra para escuchar su impacto sobre la superficie del agua y calculas los metros de caída hasta hundirse en él. Cada pozo –pensabas- es un misterio. Un depósito de cantos arrojados desde la superficie, de herraduras, de monedas que algunos novios tiraron creyendo que volverían allí para besarse, de niños traviesos que calcularon mal el peso de su cabeza y arriesgaron demasiado, de galgos ahogados cuando acaba la temporada de caza y ya no hay liebres que correr, de crímenes sin resolver. Cuántos desaparecidos no se habrán hecho presentes años después como esqueletos en el fondo de un pozo.

Lo recuerdas, tu cabeza reflejada en el espejo circular de la superficie, a veces con la luna mirándose por encima de tu hombro. Había en el pozo algo de misterioso, incógnita oscura, redonda y fría. La angustia de una muerte más que probable si caes en él. El peligro que había que evitar.

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El pozo de los paraísos artificiales. Llevamos generaciones educando a nuestros niños y jóvenes para que tengan en cuenta sus riesgos, pero no hay manera: siempre hay un aventurero arrogante y simpático que se cree Dios y desprecia el peligro.

-Yo me controlo y manejo estos rollos como el yo-yo: ahora lo tiro, ahora lo recojo. Ahora o tiro, ahora lo recojo, ahora lo tiro…

Philipe Seymour Hoffman es el último que no ha sabido recoger su yo-yo a tiempo. Hundido para siempre en el fondo del pozo.

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Piensas a menudo que fuiste demasiado niño, que no fuiste casi nunca joven y que cuando, ya adulto, perdiste el miedo a la transgresión, te faltaba entrenamiento para no caer en el ridículo. Te calaron profundamente los Diez Mandamientos y el undécimo que, como cantaba Serrat, te machacaban en el colegio y en casa.

-Niño, esto no se hace, esto no se dice, esto no se toca…

Mas no te frenaba sólo el temor de Dios o el de tu padre, que era como Dios, pero con bigote  y con el pelo abrillantado por Patrico. Debió de ocurrir que te hicieron con pasta de niño bueno, de niño repelentemente bueno. Llegó la edad de fumar, te escondiste con tu pandilla de verano en una cabaña y alguien encendió un cigarrillo de marca Peninsulares.

El que no se trague el humo es un nenaza –fue la conjura de los pequeños valientes mientras el líder daba la primera boqueada.

Cuando el cigarrillo llegó a ti, aspiraste profundamente y te tragaste el humo, como estaba mandado para no ser un nenaza. Y de repente te quedaste sin respiración, se te achisparon los ojos, te pusiste a toser como endemoniado y tuviste que salir corriendo de la cabaña.

-Pues si para disfrutar con el tabaco hay que pasarlo tan  mal –pensaste- no le veo la gracia al invento.

Te dio igual no ser como Gary Cooper, Bogart o John Wayne. No volviste a fumar en tu vida. Ni tabaco, ni cigarrillos de anís ni ninguna otra hierba. Con el alcohol tardaste tanto en abandonar el gusto infantil y en apreciar una copa de buen vino que ni te tentó ese vicio. La única vez que recuerdas haberte emborrachado fue un mareo de galerna del Cantábrico sin salir de tu cama. O sea, que una y no más, Santo Tomás.

Te quedaba la alternativa de la carne. Pero mientras el cigarrillo y el alcohol estaban allí, a la espera de tu decisión, las tetas de la María, que asomaban irresistibles por el escote cuando se inclinaba a hacer las camas, no contaban contigo.

-Niño  –respingó la fámula retirando tu mano de un sopapo la única vez que te lanzaste al abismo del vicio- ¡A tocar a Melilla, que hace falta un trompetilla!

O sea, ni tabaco, ni alcohol ni sexo. No se sabía si eras un niño bueno o un panoli en ciernes.

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Sonríes recordando aquel corrido que contaba la vida de Pancho López, chiquito pero matón, y su moralina ingenua: no vivas la vida con tanta rapidez. O no quieras apurar prematura y rápidamente todos sus encantos , porque cuando te empiecen a aburrir quizás quieras refugiarte en los paraísos artificiales. Y esto a veces deriva en tragedia, como se ve una vez más en el triste final de Seymur Hoffman, un actor que ni siquiera necesitó ser guapo para demostrar su talento –no lo bastante como para detenerse a tiempo- y triunfar.

Y te apena que a pesar de que el saldo final de las adicciones peligrosas es terrorífico, aún sigan estas reclutando partidarios. Puedes entenderlo en en los miserables, en la gente sin esperanza, en los marginales, en los locos o en los que no ven solución al insoportable castigo que es para ellos vivir. Merecen comprensión y ayuda.  Pero te irrita especialmente cuando caen en ello mentes privilegiadas que además han triunfado. Su castigo, tan triste como cualquier muerte, te parece además un insulto al sentido común.

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Sin embargo pasan generaciones, y en el cielo de los ídolos populares aún abundan los que en un momento o en otro bromearon con las drogas. Muchos, como el pobre Philip, cayeron en el pozo y ya no saldrán jamás. Del fondo de este se deben de escapar risotadas: ¿cómo es posible que con lo listos que se creen sigan sin enterarse de que con algunas cosas peligrosas no se debe jugar?

Entretanto, casi agradeces haber sido tan tonto, y aplazar los paraísos artificiales hasta que se agoten los muchos naturales que cualquier curioso puede seguir descubriendo.

 

Chapeau

Te gustaría poder llevar sombrero toda tu vida para poder descubrirte ante lo que vale la pena...

Te gustaría  llevar sombrero toda tu vida para poder descubrirte ante lo que vale la pena…

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No sabes si ha sido la fibra óptica o Imagenio quien te ha llevado a casa mucho cine añejo del que de verdad te gusta. Thrillers, cine negro y western satinados de  noches americanas y de peleas a puñetazos que jamás dejaban sangre, hematomas ni dientes rotos. Un día te enteraste de que los cristales de las ventanas por las que salían arrojados del salón los  malos del Oeste en realidad estaban hechos de caramelo, y te sonreíste inocentemente por las trampas del cine. Antes ya te habías hecho muchas preguntas. ¿Por qué los vaqueros nunca se echaban azúcar en sus cafés? ¿Por qué jamás se veía comer a sus caballos, con lo que galopaban en cada película? ¿Por qué a las mujeres guapas les decían bonitas? ¿Por qué siempre que se abría una puerta y aparecía un hombre con pelo blanco secándose las manos con una toalla había nacido un bebé? ¿Por qué se presentaban todos con el apellido, que luego repetían después de haber dicho el nombre? (Earp, Wyatt Earp era la fórmula clásica, como luego diría igualmente  Bond,  James Bond)

Y sobre todo: ¿por qué los sombreros de Humphrey Bogart, James Cagney, Kirk Douglas, John Wayne,  Fred Mac Murray, Clark Gable y Dana Andrews, sólo unos ejemplos, no dejaban marca en su pelambrera? Lo dices porque tú te hiciste mayor. Primero no necesitabas sombrero, luego la edad te despejó la coronilla, que se te escarchaba en invierno y  te picaba en verano por el sol. Y cuando te pusiste uno como el de tus héroes de la pantalla te lo quitabas luego y te encontrabas la cabellera moldeada cual  flan de arroz.

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Afortunadamente tomaste nota de lo que suelen aconsejar los optimistas: cada problema que te pone la vida es una oportunidad que se te ofrece. Te llegó el tumor, se te cayó el pelo, sentiste frío en la cresta y solicitaste un sombrero no para componer la figura, sino para protegerte. Y así, de inmediato, te regalaron hasta cuatro que cumplían con creces su función. Te los ponías, te sentabas en un banco a mirar el horizonte, extendías el brazo sobre el respaldo y si te veían de espaldas parecías un Pessoa o un Gerardo Diego de bronce de esos que plantan ahora en las calles, o un personaje escapado de un cuadro de colores firmado por Eduardo Úrculo.

-Eso es tener buena suerte- te dijo tu amigo Homper sorprendido Para acumular cuatro sombreros en el viejo Oeste tenías que gastar no menos de cuatro balas.

Además, cuando te lo quitabas tu cabeza era la que era, sin formas extrañas que alterasen tu perfil. Por fin podías usar sombrero sin afectación y sin temor alguno.

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Te hacía gracia aquel anuncio de posguerra que se atrevió a poner en los periódicos la sombrerería RAVE: Los rojos no usaban sombrero. No era del todo cierto. Azaña siempre aparecía en las fotos con él. Y don Niceto Alcalá-Zamora –por cierto, el único Niceto del que has tenido noticia nunca- no digamos. Y te preocupaba en cierto modo los nuevos ritos sociales que deberías adoptar si lo llevabas. Viste a la generación de tu abuelo y de tu padre destocarse ante las señoras, cuando saludaban a un amigo, cuando pasaba un entierro, al despedir al tren y hasta al cruzar ante la puerta de una iglesia. Y pensabas que tú, más bien conservador, aunque quizás no tan tajante como el sombrerero RAVE, tendrías que hacer tuyos modales parecidos.

-Son manías de viejos- te subrayaba tu amigo Homper sin sorprenderse esta vez- Y ahora nos empiezan a parecer naturales porque, querámoslo o no, y por mucho que presumamos de espíritu joven, nos vamos haciendo viejos.

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Sí se queda perplejo Homper en cambio al observar la acumulación de muertos  famosos últimamente. Sin ir más lejos, en una semana, Margaret Thatcher, Sara Montiel, Jesús Franco, Bigas Luna y José Luis Sampedro.

-¿Te has fijado que se mueren incluso los de toda la vida?

-Pues claro-le dices-Es que nos vamos haciendo mayorcitos, y cada día quedan menos por delante de nosotros para ir desfilando. Cuando éramos jóvenes llegabas a las esquelas o a los obituarios de los periódicos y no conocías más que a Churchill o a Marañón. Eran muchos menos los  famosos que caían cada año. Pero ahora…

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De todos ellos sólo conociste personalmente a José Luis Sampedro, con quien coincidiste en el Hoy por hoy cuando él trataba de humanizar la economía con sus teorías y tú sólo eras pura caricatura radiofónica. No puedes hablar de su talla como economista, porque no sabes nada del asunto. Tampoco alcanzas a entender cómo se lograría la utopía que el volcánico apóstol de los insumisos reclamaba en sus últimos años. Sí tienes en cambio pruebas de su sensibilidad y de su calidad humana. Un día, recién enviudado de su primera esposa, confesaba en una entrevista cómo pese a la extrema crueldad de su última enfermedad él miraba enamorado y desesperado – fueron palabras suyas- “aquel cuerpo que era un despojo  y que tanto significaba para mí”. En otra ocasión te atreviste a pedirle un favor y no sólo te recibió en su casa amablemente y lo cumplió con largueza, sino que por satisfacer tu curiosidad te explicó cómo escribía sus libros.

-Este es mi ordenador-dijo enseñándote un pequeño bloc- Aquí apunto mis notas y voy abocetando mis ideas. Y luego desarrollo  éstas escribiendo a mano en folios. Los del manuscrito de Octubre, octubre, puestos en el suelo uno sobre otro –se reía de su  exagerada fecundidad- me llegaban por encima de la cintura.

Y el maestro era alto.

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Vas quemando etapas de tu enfermedad con el sombrero puesto. Y mientras te lo  tienes que levantar jubiloso porque tu oncóloga te dice que no necesitarás más sesiones de quimioterapia y para saludar en este día soleado a la auténtica primavera, te congratulas también de poder despedir con respeto a los que quieres y admiras  que, por pura lógica de la vida, se van despidiendo de ella.

Supones   de sentido común ir encajando las piezas de este puzzle que es la existencia con la mayor naturalidad. Y aunque no sabes si cuando recuperes la cabellera perdida el sombrero volverá a dejarte marca, te propones seguir usándolo para descubrirte ante todo lo que merece la pena. Por ese hombre admirable, por ese amigo que se va, por esa angustia superada, por esa alegría que apunta la primavera, por respeto a la vida y a la muerte, por la esperanza de que de verdad escampe el panorama… chapeau.

El dilema de Nepomuceno de Nicea

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La más misteriosa de las amigas del Duende tiene nombre de poetisa o de árbol, según se mire. Se llama Acacia, como Acacia Uceta o como ese árbol africano con tantos ejemplares plantados por las calles de Madrid. Como no tiene ramas –aunque se va por ellas, especialmente si son cinematográficas (en realidad ella misma es una película)- ni ofrece esa flor blanca y dulce que los niños de la edad de este bloguero llamaban  pan y quesillo y que comían como si fuera un chuche de la misma naturaleza, supone el bloguero que esta Acacia es más bien poetisa, o poeta, como se dicen ahora las que antes llamábamos así. (Por cierto, rara cosa: las feministas quieren ser miembras y cuando resulta que había una palabra precisa para el poeta de sexo femenino, que era poetisa, reniegan de él y revindican ser poetas).

 

Pues ya lo tengo más que meditado.

Como me llamo Duende, yo os prometo

que si soy capaz de hacer dos pareados

en vez de poeta, me diré `poeto

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Poeta o poetisa, la amiga misteriosa vive entre gatos y DVD en blanco y negro de la época dorada de Hollywood, pues considera que de Cary Grant y Humphrey Bogart  a esta parte ya no hay hombres. También colecciona búhos, pero de mentirijillas: de cerámica, de madera, de turquesa, de papier maché. El Duende prácticamente no la ve nunca, pero recibe de ella, de cuando en cuando, asistencia espiritual, que se materializa de la siguiente forma: abre su correo electrónico y lee un mensaje que dice más o menos

A fulanito le gusta un enlace en el que se te ha etiquetado.

El Duende se mira y no se ve etiquetado por ninguna parte de su cuerpo. Pero haciendo un esfuerzo intelectual, y después de un oportuno click en el mensaje de marras, se le abre una puerta a esa especie de arcano que sigue siendo para él FACEBOOK. See enlace, le dice la ventanita. Y ésta le conduce a otro mensaje que le comunica que su buena amiga Acacia ha recomendado a algunos de estos seres evanescentes que pululan  en el proceloso mundo de las llamadas redes sociales que lean el post escrito por este bloguero que a ella, la enigmática amiga, le ha gustado. También encuentra una larga lista de amigas, amigos, amigas de amigas, amigos de amigos, amigos de amigas, amigas de amigos. No sabe qué quieren o que esperan de él. No tiene ni idea de para qué sirven, ni si él puede serles útiles. ¿Quién le guiará al Duende por estas cañadas oscuras?

Gracias, Acacia.

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Hasta ahora eso no ha cambiado la vida del bloguero. Sin embargo cada día más el Duende despistatus constata que el  mundo gira ahora en torno a las redes sociales, y que Twitter, Facebook y todas estas herramientas misteriosas que él desconoce son la savia y el maná que alimenta eso tan importante que es el debate social. Rajoy descubre entusiasmado que aún nos puede recortar el oxígeno que respiramos y lo comunica por Twitter. A Cristiano Ronaldo le ponen las costillas con salsa de barbacoa y difunde la importantísima noticia por el mismo canal. MadonNa decide teñirse el vello púbico de color malva y lo pone en su muro de Facebook. Finalmente, el Rey quiere anunciar que está tomando clases de parchís para vencer su adición a la caza (y a otras cosas) y lo publica en un postito a través de Linked in.

Desengáñate, Duende: fuera de las redes sociales, no hay salvación.

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Así que, consciente de que, le guste o no, y como diría Baroja, el mundo es ansí, el Duende lanza un SOS desesperado a su queridísima amiga y protectora para que le ayude a comprobar que él también puede estar en ese mundo, y contribuir a su enriquecimiento moral e intelectual haciendo que las redes sociales le ayuden a despejar el dilema de Nepomuceno de Nicea que tanto le tortura.

La cuestión no es baladí. Ya se lo planteó este filósofo y moralista en el siglo IV, y esta es la fecha en la que la humanidad, con todo lo que ha progresado, no ha sido capaz de despejarlo. Por favor, Acacia, que la sabiduría de las redes sociales nos libre de esta angustia existencial que nos corroe a los que aún tenemos la funesta manía de pensar.

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Recapitulemos. El buen Nepomuceno se preguntó cuál de estas realidades podría proporcionar más felicidad al alma humana.

a)      Pelar una gamba a la plancha y comérsela sin que nos deje en los dedos el olor a gamba.

b)      Ver la aurora boreal con los pies metidos en un barreño con agua de sifón templada.

c)      Atrapar con la uña del meñique el imposible de ese moco escamoso y seco que se ha escondido en lo más profundo de la caverna nasal.

d)      Que esta noche el Madrid gane al Barça, o viceversa, en el último minuto y de penalti injusto.

Sabe este Duende que Acacia lo conseguirá. Espera que ella lance la pregunta en las redes sociales, y que las múltiples respuestas le hagan sentirse a él importante en la comunidad internauta. Que este alto tribunal invisible de valores universales resuelva al fin el dilema de Nepomuceno de Nicea. Y que la luz de la razón, derramada sobre los ignorantes, redima a este pobre Duende de su estigma de megatorpe electrónico por el que tanto sufre. Amen. 

Postales y joyas en el caos

Las atmósferas del pintor inglés Turner también aparecieron, de rebote, en este caótico viaje por el puente de de la Constitución...

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Cuando se inició el largo fin de semana del caos el bloguero estaba en el aeropuerto de Fuenterrabía. Al bloguero le gustan los aeropuertos así, que todavía parecen hechos a escala humana. Naturalmente, éste tiene los días contados.

La aproximación a este aeropuerto ofrece postales maravillosas, pues antes de aterrizar en él los aviones suelen sobrevolar Hendaya y la costa vasca para girar y embocar la pequeña bahía junto a la que se extienden las pistas. El aeropuerto es pequeñito, como de un aeroclub antiguo, y entrañable. Recuerda al de la película Casablanca. A menudo te recibe con lluvia, y como el avión te deja a pie de pista, sin finger ni demás parafernalia, piensas que por ahí van a emerger de la niebla Humphrey Bogart con su trinchera y su sombrero acompañado por el pícaro Claude Rains con su quepis de gendarme.

-Este puede ser el principio de una gran amistad –crees que vas a escuchar.

Pero a la hora de despegar no aparecieron los héroes de Casablanca. Y lo que se escuchó por megafonía sonaba completamente distinto.

-Cerrado el espacio aéreo español. Cancelados todos los vuelos…

Fue el principio de un gran cabreo. Aunque, como nunca hay mal que por bien no venga, también de nuevas experiencias alternativas.

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Como muchos españoles colgados por la huelga de controladores, el bloguero canceló el billete de avion  y reservó otro de autobús San Sebastián-Madrid que salía a las nueve de la mañana del sábado. Pernoctar donde no pensabas hacerlo sienta fatal a cualquier viajero, pero puede tener su encanto. Entre otros placeres de los madrugadores, te permite hacer ese paseo  que siempre dejas pendiente cuando te gusta una ciudad y apenas paras en ella.  El bloguero durmió poco, como siempre que tiene que salir de de viaje. Y después de desayunar muy temprano, anduvo hasta la estación de autobuses por esa elegantísima  Avenida de Francia que se extiende a lo largo del río Urumea. Un paseo delicioso que sin duda probablemente nunca habría hecho si todo hubiera ido según lo previsto.

Mientras el bloguero caminaba, amanecía sobre San Sebastián. Sorprendentemente, el sábado 4 de diciembre se presentó despejado y luminoso. Cualquier paisaje, urbano o rural, luce más después de ser lavado por la lluvia. Aquel amanecer sobe la bella Easoqué cursilada de expresión, por cierto. Pinchen el enlace y sabrán por qué a la capital guipuzcoana se le llama también así- le trajo al bloguero destellos de un libro que leyó hace tiempo. Lo recuerda con agrado, entre otras cosas, por las cosas que cuenta de San Sebastián. Se trata de La dulce España, una autobiografía sensible y amena de Jaime de Armiñán, que siendo niño pasó la guerra civil precisamente allí. El título del libro no deja de ser una ironía, pues no pasaba el país un momento justamente dulce.

Amargo era también  ese amanecer del 4 de diciembre de 2010 para España, ahora en estado de alarma. Por más que uno de sus viajeros se aliviara contemplando esa postal de amanecer  junto al Urumea que, inopinadamente, encontró en su camino gracias al desdichado azar.

3

El bloguero tampoco había visto nunca los montes de Guipúzcoa cubiertos por la nieve, y contrastando nítidamente con el verdor del valle.

-Qué belleza- pensó.

No pudo poner cara de arrobamiento, porque eso no pega en los viajes colectivos, donde todo el mundo va tan serio, y dibujando más bien algún drama en su cara.

Sin embargo, la luz esplendorosa de aquella mañana otoñal daba al paisaje un relieve especial, y le remitía al viajero a uno de las pocas reglas de filosofía práctica que aprendió en los libros. Procede de Alain, un modesto pensador francés del pasado siglo que escribió Sobre la felicidad. No hablaba en su libro de un viaje en autobús, sino en tren, aunque la moraleja es aplicable a cualquier medio de transporte por el que hayas pagado un billete. Piensa que el paisaje maravilloso que quizás estás viendo por la ventanilla-viene a decir- no estaba incluído en el precio.

A menudo lo olvidamos. Como olvidamos también la cuota de felicidad marginal que puede aportar la puntilla de un huevo fresco bien frito.

4

El autobús seguía viaje. Dejaba atrás el País Vasco y se adentraba en Castilla.

Castilla nevada. Ancha,  blanca, limpia y fría. Iglesias, monasterios, murallas, castillos. Se comprende que este solar adusto y riguroso en extremo diera pábulo a tantos guerreros místicos. El ciego sol, la sed y la fatiga/ por la terrible estepa castellana/ al destierro, con doce de los suyos/ polvo, sudor y hierro, el Cid cabalga –recita para sus adentros el viajero. Siempre ha pensado que esas cabalgadas bajo la celada y la coraza candentes por el sol de agosto debían de ser la mayor prueba de sufrimiento para las bravas mesnadas del Campeador. Pero…¿y el frío?

El frío de la armadura en la Castilla helada. El frío que se adivina en el ya casi extinto pastor que aún apacienta a unas pocas ovejas valientes cubierto en su manteo. Qué merito, salir a buscarse la vida del ganado bajo la nieve.

Y qué grato poderlo ver calentito desde la butaca del autobús mientras este avanza al encuentro de otra postal.

5

El puente del caos será también uno de los más borrascosos que se recuerdan. Por la noche, desde el ventanal de su palomar, el bloguero contempla  Madrid al anochecer bajo el temporal. El Palacio Real, la Almudena,  San Francisco el Grande y, más al fondo, los edificios de  Telefónica, el Palacio de la Prensa y Bellas Artes aparecen y desaparecen como pecios que flotan en el horizonte envueltos en la bruma. El espeso celaje rebota las luces de la gran ciudad, dotando a la escena de una iluminación espectral. De vez en cuando la niebla se rasga en cortinas colgantes. En otros momentos, los grandes iconos de la arquitectura madrileña se coronan de penachos evanescentes.

El observador recuerda las atmósferas mágicas que pintó Turner. O las distintas versiones lloronas de la catedral de Rouen que recreó Monet. Pero esta exhibición, estos momentos milagrosos que de vez en cuando  brinda el cielo, se pueden ver sin salir de casa. También gratis, por supuesto.

6

Nunca sabemos cuál será la próxima sorpresa. Estaba el bloguero transido por los grandes panoramas de aquel viaje de emergencia cuando de repente se ve poniendo el nacimiento con sus nietas, y advierte que el drama se avecina.

-Abuelo –pregunta Marina muy preocupada- ¿Y cómo vamos a poner esta gallina?…

La gallina, figurita de barro fetén, de las clásicas murcianas de toda la vida, ha perdido la peana donde hundía sus patas de alambre y no se tiene de pie. La niña está desconsolada, porque un nacimiento sin gallina no es lo mismo. Pero al abuelo se le ocurre partir una sección de un corcho de botella, hacer en ella una incisión a punta de navaja, ponerla sobre la mesa y clavar  a la gallina para que luzca erguida su cresta en el belén.

Y la niña sonríe.

7

Poco después escucha el discurso de Mario vargas Llosa en la Academia Sueca que difunden todas las cadenas de televisión. Y comprueba estupefacto que este gran hombre  no sólo no parece el divo atrabiliario e impertinente que tanto se estila, sino todo lo contrario.

-Aprender a leer es lo más importante que me ha pasado-dice el Nobel.

Anota el  bloguero un pensamiento del escritor que guardará como oro en paño: al igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. Y le impresiona que se le quiebre la voz al hablar de su mujer, la bella prima de “nariz respingada”, que le critica diciéndole lo que más complace escuchar al novelista: Mario, no sirves más que para escribir…

El bloguero flipa, porque no acaba de creerse que aún se emitan mensajes de este calado.  Además de todo eso, entre cultas veras y finas bromas,  el escritor peruano proclama públicamente su amor y agradecimiento a España. España, casualmente nuestro país y también el suyo, al que tanto maltratamos  con huelgas y políticas disparatadas y del que tanto denigramos los que en ella nacimos…

Qué pasado de moda, pero qué emocionante y qué impactante Mario. ¿Cómo no vamos a acabar mojando con él? Definitivamente, aún en el caos se acaban encontrando postales y joyas preciosas.

El faro que fascina

Cualquier faro siempre ha ejercido sobre el bloguero una extraña fascinación...(Oleo de JORDI SABAT 50 X 50)

Por qué la imaginación vuela, y se despega de la realidad, y es caprichosa, y para donde le peta. Por qué tal idea, imagen, palabra o recuerdo aparece como una libélula en la ventanita de cada día y se apodera de ti. Da igual que la actualidad se llame Viernes Santo, Chechenia, el Gran Premio de Malasia, el presunto delincuente Matas, la muerte de la televisión analógica o la receta de las torrijas (importante tema éste, por cierto: hoy día si no hablas de cocina no eres nadie). La imaginación manda, y en la del Duende, velay, brillaba la luz de un faro.

-¿Te has parado a pensar por qué en el último cuadro que compraste había un faro? –le pregunta su Pepito Grillo particular.

Verdad. Es un óleo sencillo, de 50 X 50, firmado por un pintor catalán llamado Jordi Sábat . En él se ve una playa que acaba en un largo espoigón sobre el que (se yergue un faro. En el centro hay un hombre acuclillado vestido a lo Humphrey Bogart, con trinchera y sombrero. Está leyendo la huella de las olas, que no es esta vez la clásica puntilla de espuma blanca, sino una cenefa de letras que desordenadamente el mar ha ido depositando en la arena. La mar, el faro, las letras y la estética de un personaje de leyende que, con la curiosidad de un detective, intenta encontrar el sentido de esas palabras descompuestas como las piezas de un puzzle. Demasiado como para resistirse. Sobre todo si el artista es asequible.

 -¿Y por qué esa fascinación por el faro?-se pregunta a continuación el Duende.

Vuelve a hacer memoria. Recuerda el faro de la Isla de Mouro, que miraba de niño desde la playa de Las Quebrantas en Somo. Soñaba entonces que de mayor sería farero, y que viviría en un faro aislado como aquel, rodeado de olas, de gaviotas y de todos los libros de Julio Verne, de Salgari y  de las numerosas y variadas aventuras de Guillermo Brown que escribió Richmal Crompton. Durante años, todos los jueves,  desembarcaría en la isla una chica muy guapa llamada Dorita, que era la que le suministraba provisiones, pan y leche para toda la semana. A los treinta años de verla, él creía que se había enamorado de ella. Y un día, consciente de que ya no le quedaban números para contar las olas del mar que se habían estrellado contra el acantilado donde se alzaba su faro, y sin libros ya por leer, le dice a Dorita que si le deja subirse a su barquito para volver a tierra y casarse con ella.

-¿Has tardado treinta años en darte cuenta de que me quieres? –le pregunta Dorita.

-Bueno, sí…Pensaba que en estas cosas no hay que precipitarse.

Calla el muy canalla que, tanto o más que el cariño, le guía la curiosidad. Pues después de tanto tiempo en el faro, aún no tiene claro si es más bello por dentro o por fuera. O sea, lo que se ve desde su linterna o su silueta blanca y estilizada recortada en el paisaje fascinante y misterioso  lo rodea.

Buscando a Beethoven desesperadamente

¿En qué rincón de Radio Clásica de RNE se habrá escondido Beethoven?

¿En qué rincón de Radio Clásica de RNE se habrá escondido Beethoven?

Clod Monter -nacido Clodoveo Montero- no iba a actuar esta vez por cuenta de ningún cliente. Esta vez buscaría por interés propio.

No se trataba de dar con una mujer raptada, con una hija perdida,  o con un socio infiel que se fugó llevando bajo el brazo un maletín lleno de dólares. Tampoco había que buscar al espía, al chantajista, al ladrón de planos de centrales nucleares o de fórmulas mágicas, al traficante de armas o al canalla que le quería guindar la novia.

Era algo mucho más personal. Clod se alejaba de la imagen del investigador astuto, pero tosco en sus gustos personales. Desde hacía años, a  la una  de la madrugada, y después de ordenar sus carpetas con las investigaciones en curso y de repasar la agenda, se lustraba los zapatos con los que habría de echarse a la calle al día siguiente, se desvestía, se ponía el pijama, se metía en la cama y, tras abrir el libro que estaba leyendo, conectaba su aparato de radio. Invariablemente anclado, por cierto, en el dial de lo que siempre había sido Radio Clásica de Radio Nacional de España.

-No puedo conciliar el sueño sin escuchar música clásica, muñeca -le dijo en plan Bogart a aquella clienta ninfómana que, desgraciadamente, no se parecía en nada a Lauren Bacall.

Envuelto en la atmósfera mágica que recreaban los grandes de la música, Clod se embarcaba en la novela o imaginaba encuentros en un faro con algunas de las mujeres fascinantes que había conocido en su laga vida profesional. La música clásica le daba lo que la vida le escatimaba. Romanticismo, pasión y aventura.

Hasta que hubo un relevo y, por ese afán tan inquietante de cambiar lo que está bien, alguien transformó lo que antes era música clásica pura en una mezcla de música atonal, dodecafónica, étnica, folklórica, experimental y, a menudo, chirriante hasta la desesperación.

-No sé por qué le siguen llamando Radio Clásica-se decía- Tendrían que llamarla, más bien, Radio Música Alternativa.

Desde hacía muchos meses Clod Monter no dormía de puro desasosiego. No es que persiguiera a delincuentes o a gente peligrosa. Es que, a la una y media de la noche, buscaba a Beethoven y a los demás clásicos desesperadamente y  no les encontraba.

Rosa Díez y el papel de fumar

Ella también piensa que alguien está usando mal el papel de fumar...

Ella también piensa que alguien está usando mal el papel de fumar...

Qué juego daba el papel de fumar. Llegaba el galán, generalmente con trinchera y sombrero, como Humphrey Bogart, abría su librillo de cartulina, sacaba la hoja, depositaba en ella una línea de picadura, la enrollaba, aplicaba saliva para sellarla y finalmente la atrapaba con los labios para encender el pitillo. Antes, levantaba la mirada y fruncía la ceja con gesto de suficiencia, quizás hasta de desprecio. Eso también formaba parte de la seducción.

Qué juego tan brillante: al maestro Miguel Delibes le sirvió para escribir La hoja roja, el papel que avisa de que vas llegando al final de la reserva. Y a las chirigotas gaditanas, para improvisar sus famosos pitos. Si no disponen de este instrumento, hagan lo que el Duende, que atrapaba un papel de fumar con un peine y soplaba a través de las púas de éste para hacerle vibrar y conseguir el mismo sonido, tan divertido. Cuánto le debemos al papel de fumar.

Tanto, que ha consagrado una frase coloquial de uso harto frecuente. Es ordinaria, pero muy expresiva: cogérsela con papel de fumar. Giro sexista donde los haya, pues alude a la palabra del género femenino (y hay muchísimas, tanto en el diccionario como en la jerga popular) que designa al miembro viril por excelencia. Cogérsela con papel de fumar es abordar un asunto con extrema delicadeza y exceso de escrúpulos. No es una definición rigurosa, porque la acabamos de improvisar. Pero va por ahí.

Zapatero y su fiel espadachín Fernández Bermejo se la cogen con papel de fumar cuando se sugiere ilegalizar globalmente a ANV. De su buenismo utópico han salido otras frases bonitas: hay que extirpar el cáncer del terrorismo sin afectar al corazón del pluralismo. Pudieron hacerlo antes de las últimas elecciones municipales, y consideraron que no había motivo suficiente. No se qué pensarían Justiniano, Papiniano, Raimundo de Peñafort y otros ilustres juristas al respecto. Pero al Tribunal Supremo y a la Unión Europea no les parece ese atajo que denuncia el ministro, sino un simple corolario de la ley que el gobierno procura evitar.

El ciudadano no entiende tanta delicadeza con los ediles desleales que cobran del contribuyente y colaboran con los que luego lo acosan, lo chantajean y lo matan. A contrario: cada día entiende mejor a esa brava Rosa Díez que se atreve a denunciar sin pelos en la lengua la idiotez interesada en la interpretación de la ley. El papel de fumar, para imitar a Humphrey Bogart, a las comparsas y chirigotas o para homenajear a Delibes. Incluso para liarse ese veneno autorizado llamado tabaco. Contra el terrorismo, si no les sirve de molestia a los puristas, el pueblo cree lo que Rosa Díez: menos escrúpulos, por favor.


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