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Postales y joyas en el caos

Las atmósferas del pintor inglés Turner también aparecieron, de rebote, en este caótico viaje por el puente de de la Constitución...

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Cuando se inició el largo fin de semana del caos el bloguero estaba en el aeropuerto de Fuenterrabía. Al bloguero le gustan los aeropuertos así, que todavía parecen hechos a escala humana. Naturalmente, éste tiene los días contados.

La aproximación a este aeropuerto ofrece postales maravillosas, pues antes de aterrizar en él los aviones suelen sobrevolar Hendaya y la costa vasca para girar y embocar la pequeña bahía junto a la que se extienden las pistas. El aeropuerto es pequeñito, como de un aeroclub antiguo, y entrañable. Recuerda al de la película Casablanca. A menudo te recibe con lluvia, y como el avión te deja a pie de pista, sin finger ni demás parafernalia, piensas que por ahí van a emerger de la niebla Humphrey Bogart con su trinchera y su sombrero acompañado por el pícaro Claude Rains con su quepis de gendarme.

-Este puede ser el principio de una gran amistad –crees que vas a escuchar.

Pero a la hora de despegar no aparecieron los héroes de Casablanca. Y lo que se escuchó por megafonía sonaba completamente distinto.

-Cerrado el espacio aéreo español. Cancelados todos los vuelos…

Fue el principio de un gran cabreo. Aunque, como nunca hay mal que por bien no venga, también de nuevas experiencias alternativas.

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Como muchos españoles colgados por la huelga de controladores, el bloguero canceló el billete de avion  y reservó otro de autobús San Sebastián-Madrid que salía a las nueve de la mañana del sábado. Pernoctar donde no pensabas hacerlo sienta fatal a cualquier viajero, pero puede tener su encanto. Entre otros placeres de los madrugadores, te permite hacer ese paseo  que siempre dejas pendiente cuando te gusta una ciudad y apenas paras en ella.  El bloguero durmió poco, como siempre que tiene que salir de de viaje. Y después de desayunar muy temprano, anduvo hasta la estación de autobuses por esa elegantísima  Avenida de Francia que se extiende a lo largo del río Urumea. Un paseo delicioso que sin duda probablemente nunca habría hecho si todo hubiera ido según lo previsto.

Mientras el bloguero caminaba, amanecía sobre San Sebastián. Sorprendentemente, el sábado 4 de diciembre se presentó despejado y luminoso. Cualquier paisaje, urbano o rural, luce más después de ser lavado por la lluvia. Aquel amanecer sobe la bella Easoqué cursilada de expresión, por cierto. Pinchen el enlace y sabrán por qué a la capital guipuzcoana se le llama también así- le trajo al bloguero destellos de un libro que leyó hace tiempo. Lo recuerda con agrado, entre otras cosas, por las cosas que cuenta de San Sebastián. Se trata de La dulce España, una autobiografía sensible y amena de Jaime de Armiñán, que siendo niño pasó la guerra civil precisamente allí. El título del libro no deja de ser una ironía, pues no pasaba el país un momento justamente dulce.

Amargo era también  ese amanecer del 4 de diciembre de 2010 para España, ahora en estado de alarma. Por más que uno de sus viajeros se aliviara contemplando esa postal de amanecer  junto al Urumea que, inopinadamente, encontró en su camino gracias al desdichado azar.

3

El bloguero tampoco había visto nunca los montes de Guipúzcoa cubiertos por la nieve, y contrastando nítidamente con el verdor del valle.

-Qué belleza- pensó.

No pudo poner cara de arrobamiento, porque eso no pega en los viajes colectivos, donde todo el mundo va tan serio, y dibujando más bien algún drama en su cara.

Sin embargo, la luz esplendorosa de aquella mañana otoñal daba al paisaje un relieve especial, y le remitía al viajero a uno de las pocas reglas de filosofía práctica que aprendió en los libros. Procede de Alain, un modesto pensador francés del pasado siglo que escribió Sobre la felicidad. No hablaba en su libro de un viaje en autobús, sino en tren, aunque la moraleja es aplicable a cualquier medio de transporte por el que hayas pagado un billete. Piensa que el paisaje maravilloso que quizás estás viendo por la ventanilla-viene a decir- no estaba incluído en el precio.

A menudo lo olvidamos. Como olvidamos también la cuota de felicidad marginal que puede aportar la puntilla de un huevo fresco bien frito.

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El autobús seguía viaje. Dejaba atrás el País Vasco y se adentraba en Castilla.

Castilla nevada. Ancha,  blanca, limpia y fría. Iglesias, monasterios, murallas, castillos. Se comprende que este solar adusto y riguroso en extremo diera pábulo a tantos guerreros místicos. El ciego sol, la sed y la fatiga/ por la terrible estepa castellana/ al destierro, con doce de los suyos/ polvo, sudor y hierro, el Cid cabalga –recita para sus adentros el viajero. Siempre ha pensado que esas cabalgadas bajo la celada y la coraza candentes por el sol de agosto debían de ser la mayor prueba de sufrimiento para las bravas mesnadas del Campeador. Pero…¿y el frío?

El frío de la armadura en la Castilla helada. El frío que se adivina en el ya casi extinto pastor que aún apacienta a unas pocas ovejas valientes cubierto en su manteo. Qué merito, salir a buscarse la vida del ganado bajo la nieve.

Y qué grato poderlo ver calentito desde la butaca del autobús mientras este avanza al encuentro de otra postal.

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El puente del caos será también uno de los más borrascosos que se recuerdan. Por la noche, desde el ventanal de su palomar, el bloguero contempla  Madrid al anochecer bajo el temporal. El Palacio Real, la Almudena,  San Francisco el Grande y, más al fondo, los edificios de  Telefónica, el Palacio de la Prensa y Bellas Artes aparecen y desaparecen como pecios que flotan en el horizonte envueltos en la bruma. El espeso celaje rebota las luces de la gran ciudad, dotando a la escena de una iluminación espectral. De vez en cuando la niebla se rasga en cortinas colgantes. En otros momentos, los grandes iconos de la arquitectura madrileña se coronan de penachos evanescentes.

El observador recuerda las atmósferas mágicas que pintó Turner. O las distintas versiones lloronas de la catedral de Rouen que recreó Monet. Pero esta exhibición, estos momentos milagrosos que de vez en cuando  brinda el cielo, se pueden ver sin salir de casa. También gratis, por supuesto.

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Nunca sabemos cuál será la próxima sorpresa. Estaba el bloguero transido por los grandes panoramas de aquel viaje de emergencia cuando de repente se ve poniendo el nacimiento con sus nietas, y advierte que el drama se avecina.

-Abuelo –pregunta Marina muy preocupada- ¿Y cómo vamos a poner esta gallina?…

La gallina, figurita de barro fetén, de las clásicas murcianas de toda la vida, ha perdido la peana donde hundía sus patas de alambre y no se tiene de pie. La niña está desconsolada, porque un nacimiento sin gallina no es lo mismo. Pero al abuelo se le ocurre partir una sección de un corcho de botella, hacer en ella una incisión a punta de navaja, ponerla sobre la mesa y clavar  a la gallina para que luzca erguida su cresta en el belén.

Y la niña sonríe.

7

Poco después escucha el discurso de Mario vargas Llosa en la Academia Sueca que difunden todas las cadenas de televisión. Y comprueba estupefacto que este gran hombre  no sólo no parece el divo atrabiliario e impertinente que tanto se estila, sino todo lo contrario.

-Aprender a leer es lo más importante que me ha pasado-dice el Nobel.

Anota el  bloguero un pensamiento del escritor que guardará como oro en paño: al igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. Y le impresiona que se le quiebre la voz al hablar de su mujer, la bella prima de “nariz respingada”, que le critica diciéndole lo que más complace escuchar al novelista: Mario, no sirves más que para escribir…

El bloguero flipa, porque no acaba de creerse que aún se emitan mensajes de este calado.  Además de todo eso, entre cultas veras y finas bromas,  el escritor peruano proclama públicamente su amor y agradecimiento a España. España, casualmente nuestro país y también el suyo, al que tanto maltratamos  con huelgas y políticas disparatadas y del que tanto denigramos los que en ella nacimos…

Qué pasado de moda, pero qué emocionante y qué impactante Mario. ¿Cómo no vamos a acabar mojando con él? Definitivamente, aún en el caos se acaban encontrando postales y joyas preciosas.

Ver Madrid con otros ojos

Un poco más a la izquierda, se descubre la cúpula y la esbelta torre neomudéjar de la Iglesia de la Santa Cruz, una estampa en la que probablemente no muchos madrileños han reparado...

Darle una vuelta a lo que ves todos los días, o mirar de otra forma lo que se te pone ante los ojos. Según Homper – el Hombre Perplejo, el que aún es capaz de sorprenderse por cualquier cosa- esa es una buena receta para  no ser machacado por la rutina. Lo proponía a sus compañeros de tertulia  ateneísta, que contaban sus planes de verano. Aunque nunca está demasiado seguro de casi nada, esta vez se sentía en condiciones de dictar sentencia.

-Los que estamos de vuelta de todo despreciamos la visión del turista –dijo- Creemos que el buen viajero es el que vive los sitios que visita como un natural del lugar. Pero tan paleto es viajar coleccionando sólo postales como no descubrir los tesoros de tu ciudad sólo porque están en la agenda obligada de los viajes organizados.

O sea, que de vez en cuando está bien ser turista en tu propia ciudad. Lo descubrió el día en que tuvo que pasear por Madrid a  Nora, la peluquera de la tía Clota. La quiero como si fuera una hija, sobrino- le había advertido ésta– Así que tú, que tienes tiempo y eres  un encanto cuando quieres, serás su guía ideal. Hazme el favor…

Homper refunfuñó. Recordó luego que, siendo nacido y vecino de Madrid desde siempre, no había puesto los pies en el Palacio Real y en ese rincón entrañable que es el vecino Convento de la Encarnación hasta después de cumplir los cuarenta. De manera que en el corto espacio de una semana hizo de tripas corazón y se convirtió en el cicerone de Nora, una americana de Nueva Inglaterra pecosa y pelirroja, de piel blanquísima y elegantes andares, que reunía datos tan contradictorios como ser una enamorada de la literatura española del Siglo de Oro y coleccionar dedales decorados como souvenir de los lugares que visitaba. Se sorprendió de lo agradable que es observar las crestas  monumentales de los edificios del centro desde esos autobuses londinenses descubiertos que ahora hacen el sightseeng tour de la capital, aunque fuera sentado entre una madurita peluquera de Vermont –por cierto, no fea- y una legión de japoneses y japonesas que lo fotografiaban todo compulsivamente.

-Tuve que pasar por el Corte Inglésconfesó avergonzado a sus tertulianos ateneístas-, que es donde por fin encontramos un dedal de porcelana decorado con una diminuta Puerta de Alcalá. Pero no hay mal que por bien no venga. Subimos a la cafetería y desde la última planta de ese edificio de Callao, que domina el oeste y el norte de la capital, con todos los edificios y parques de su Cornisa Imperial, descubrí otro Madrid que nunca había sospechado. Y ya veis, estaba allí, esperándonos a los que no sabemos lo que tenemos…

Nora le demostró además que todas las ciudades guardan fotos singulares en las que nunca reparan los que allí viven. Una mañana, después de recorrer la Plaza de la Paja, la del Conde de Barajas y la Plaza Mayor, se sentaron en una pequeña terraza de la Plaza de Santa Cruz. Desde su silla metálica, Homper veía la silueta de Nora enmarcada por una de las torres de aguja del Palacio de  Santa Cruz y por la cúpula y la torre neomudéjar de la iglesia vecina que lleva el mismo nombre. Y de repente sintió que estaba en otra ciudad que nada tenía que ver con ese poblachón manchego lleno de subsecretarios, como despectivamente definió Cela a Madrid.  En esa ciudad donde llevaba viviendo toda su vida y que ahora empezaba a conocer gracias a la mirada cómplice de una peluquera norteamericana que, vaya por Dios, cada minuto se iba pareciendo más a una actriz del Hollywood de la época dorada, no lo tenía muy claro: quizás Mauereen O´Hara, quizás Eleanor Parker.

Nora tomó el avión de regreso el domingo 27 de junio de 2010. Por la noche, acodado en el balcón de su palomar, Homper veía la fachada occidental de Madrid a la luz de la luna cuando a las doce en punto, desde tres barrios distantes, fueron lanzados sendos castillos de fuegos artificiales. Casi simultáneamente, al cuadro de fondo se añadieron los rayos y relámpagos de una lejana tormenta de verano. Homper suspiró: le sobrecogía ver que el viejo, el feo y denostado Madrid, fuera capaz de esa estampa de tan  singular belleza. Aunque sospechaba que el recuerdo de la turista de Vermont que coleccionaba dedales y leía a Quevedo no era del todo ajeno al momento.


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