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Es él, es él- piensas mientras algo dentro de ti se te encabrita- Su foto en esa revista que refleja y da lustre a la espuma de la vida no engaña. Es un hombre cargado de títulos nobiliarios y con un historial de amores y desamores que incluye a algunas de las mujeres más perseguidas por los paparazzi. Es propietario de grandes tierras y, como empieza a ser moda entre los emprendedores de sangre azul, ha bautizado con alguno de sus títulos a su vino más famoso. Es él –confirmas mientras lo ves con su catavinos entre las manos, mirando al horizonte con ese gesto de suficiencia y orgullo con el que probablemente contemplaba Felipe II aquel imperio sobre el que nunca llegaba a ponerse el sol-.
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Tampoco se pone el sol sobre este tipo de personajes. Le siguen cayendo honores, consejos, patronazgos y, sobre todo, portadas y reportajes en el papel couché y los tabloides que sacian la curiosidad del pueblo. Pues ahora, además de su buen porte y su prosapia, es empresario vitivinícola. O sea, que seguramente creará algún puesto de trabajo y difundirá cultura. Neocultura, más bien, que quiere decir: a mí Pericles, Kant y toda esa panda me la refanfinflan, yo de lo que de verdad entiendo es de buena vida, del Gotha, de chataux-relais, de guapas con glamour, de restaurantes con muchas estrellas y de vinos como los míos. Échale al pueblo cotilleos de vecindona, mézclalo con estos contenidos y olvídate del rollo clásico, que ahora lo que de verdad vende es la cultura (o incultura) de lo que entra por los agujeros del body.
Pragmatismo inapelable el del señor marqués, hoy casi un héroe social por convertirse en productor de placer para el paladar. A tI eso no te parece mal. Lo que te rebela las tripas es lo que hace tiempo conociste por confesión directa de uno de los servidores de su tía. Acababa ésta de fallecer, dejando a él y a su hermano una considerable fortuna. No lo suficiente, al parecer, para que pudieran cumplir todas sus obligaciones.
-Es que desde que los señores recibieron la firma de su señora tía hace seis meses –te reveló compungido- a mi mujer y a mí que somos la que la hemos cuidado, no nos han pagado…
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El día amanece tan oscuro y borrascoso que imaginas que va a aparecer por el camino ese coche de caballos de Drácula. Bajo un sombrero y un capote empapados de lluvia el pobre postillón fustiga a las bestias que galopan enfurecidas hacia el castillo propiedad del siniestro personaje. Dentro viaja el vampiro, el conde desalmado, el príncipe del mal que debe llegar a su guarida almenada para encerrarse en su ataúd antes de que termine de clarear. Entre nobles anda el juego. Relacionas a este con el susodicho marqués, y tú también te sientes vampirizado por el mal. Normalmente vas de bueno por la vida, crees que esa es la imagen que proyectas al exterior. Pero el recuerdo de estos personajes te ha inoculado el deseo de ser tú también malo, malísimo, perverso de solemnidad. Un malvado de nuestro tiempo, obsesionado, eso sí, con desenmascarar a todos los VIP a los que los medios jalean por el sólo hecho de ser guapos, lustrosos, postineros y capaces, por tanto, de vender lo que sea: vinos como el marqués o taparrabos como Cristiano Ronaldo.
-Ya está –decides- Lanzaré una web que sirva de guía de granujas ilustres. Superjetaspuntocom. Puntosfilipinospuntocom. Hipócritaspuntocom. Detestablespunto com. Chorizosperfumadospuntocom. Desconfíadeellospuntocom…
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Tu brain storming particular termina ahí. De repente el viento cesa, las nubes se van evaporando y la mañana de ese 2014 recién estrenado se despeja en los aledaños de Gredos y se convierte en un espectáculo natural apacible, hermosísimo, limpio y esplendoroso. Sales al aire libre, te estiras, respiras profundamente el olor de tierra mojada y comprendes que en esas circunstancias es difícil convertirte en inquisidor. De repente, la veleta ha girado, y apunta en dirección contraria. Como si aún fueras personaje de un cuento de esa Navidad que se extingue, sientes ahora un irrefrenable deseo de ventear el nombre y los hechos de las personas buenas y positivas que te hacen la vida feliz, y cuyo ejemplo minimiza a los miserables. Y te propones destacarlo como guía para recordar que, aunque no todo el monte sea orégano moral, también hay mucha gente no famosa que no sale en los papeles y es maravillosa.
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Piensas en todos los que te han llamado, te han escrito, te han invitado y, de una forma o de otra, te han mimado porque les caes bien y para que sigas creyendo en la especie humana. Por ejemplo, en Ángeles, que ahora que casi nadie felicita por correo postal te ha mandado su christmas nada menos que desde Australia. O por poner otro ejemplo, en esa mujer casada y con cuatro hijos que trabajó contigo hace quince años y que aún te llama “jefe”. Tiene en su haber bastantes otros méritos morales, como el de haber soportado que los asesinos de ETA mataran a su padre cuando la llevaba al colegio y ser, pese a ello, treinta y tres años después, un tiovivo de sonrisas y una exportadora de felicidad. Pero además, desde que caíste malito, las mañanas de Navidad se presenta en tu casa para darte un par de besos y felicitarte con un regalo. Este 25 de diciembre te trajo un par de botellas de botellas de un magnífico reserva de Rioja –no el del marqués, ojo– y un bizcocho de chocolate.
Cuando se fue, te ocurrió algo insólito. Te hiciste un café, quitaste al bizcocho su envuelta de celofán para peobarlo y tuviste que recordar el verso de Becquer: ya ves, yo soy un hombre y también lloro. Tus lágrimas no serían tan románticas como las del poeta, pero el hecho es que a ti también se te saltaron. Qué espectáculo, llorando como un niño ante un bizcocho de chocolate, tiene guasa la cosa.
Y pensaste que tendrías que implementar, como se dice ahora, muchas webs dedicadas a esos afectos que te apuntalan la vida. Graciasinéseresmidibilidadpuntocom para empezar la serie. Aunque no sabes si te quedará tiempo para cumplir con todas las webs pendientes.
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