1
¿Qué diablos se escribe en las estrellas?-se preguntaba Anita- ¿Y quién lo escribe?
Entretanto ponía en la plancha el croissant que siempre le pedía Daniel y tostaba la chapatina que era el desayuno preferido de su acompañante. La acompañante se llama Laura, y era supervisora, que es como más que lo Daniel, simple ejecutivo de pymes. Pero Laura era una cursi, y siempre regateaba las propinas. Mientras que él, tan educado y tan suave en sus maneras, le parecía sencillamente arrebatador cuando desviaba sus ojos azules agrisados de la supervisora y le miraba a ella. Era como el hijo menos guapo de Alain Delon, pero aún así le quedaba mucho margen para ser atractivo. A cambio, resultaba mucho más simpático. Desparramaba ternura.
¿Y cómo hay que hacer para que se cumpla lo escrito en las estrellas?- se seguía preguntando la camarera mientras añadía a la bandeja la mantequilla y la mermelada de naranja.
-Por favor –le pidió la supervisora- Mi café de máquina. Y con la leche mitad caliente, mitad templada.
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¿Y quién le manda a las estrellas que tenga yo que aguantar a esta pedorra?- seguía preguntándose Anita- ¿Por qué él en cambio es tan adorable? Siempre está contento con el café que le sirvo, y no me pide que le añada más leche cuando ya ha dado dos sorbos, ni reclama la sacarina, ni se queja de la mantequilla…
-¡Qué putada!-decía la supervisora mientras sacaba de una bolsa de Loewe una voluminosa carpeta con el logotipo de la compañía operadora y se la daba a Daniel- Pero ya que no te has ido, revísame este plan y escríbeme el informe para el lunes…¿Y dices que el cabrón del novio se echó para atrás en día antes?…Bueno, te advierto que Cannes es bastante hortera…
Y cuando los guionistas dicen que estas cosas están escritas en las estrellas…¿también imaginan imbéciles como la Laura ésta? –seguía preguntándose Anita mientras preparaba con diligencia el desayuno siguiente- Además no nos íbamos a Cannes, sino a Malta, recordaba. Y no se casaba ninguna prima suya: nos escapábamos él, que está casado, y yo, que desgraciadamente también lo estoy. Y habíamos preparado la coartada perfecta para un amor prohibido por sólo ciento veinte euros, vuelo y hotel incluído, que había reservado esta servidora por Internet desde casa de mi prima.
-Por favor, qué faena- subrayaba la supervisora son su acentazo marcadamente pijo mientras Daniel torcía el gesto y se encogía de hombros.
Él pagó los desayunos con una propina generosa y una sonrisa algo forzada que llevaba implícito un perdona, Anita, cariño, son gajes del oficio. Anita bajó la mirada y retiró el plato a tiempo de escuchar lo último que dijo la arpía de morros de silicona y melena rubia platino.
-Ahora que lo pienso…¿por qué no lo vemos juntos en el Parador de Lerma?…Me han regalado una estancia gratis y es una pena desaprovecharlo, ¿no? ¡Ideal de la muerte!…
3
Ideal de la mierda –masculló Anita para sus adentros. Todas las suertes penden de un hilo, y esta escapada de amor, no por prohibido menos intenso, se fue al traste antes de levantar el vuelo. Por qué se romperán tan fácilmente las ilusiones. Por qué aquel día que había podido ser el principio de una larga y maravillosa aventura quedaron Daniel y ella en el metro de Gran Vía a la siete de la mañana y el Metro estaba en huelga, y no había manera de encontrar un autobús, ni un taxi, ni ningún otro medio de transporte que les llevara al aeropuerto. Por qué el avión a La Valetta operado por una compañía de nombre imposible de recordar, salió a su hora, cosa rarísima. Y, por supuesto con dos asientos sin ocupar correspondientes a dos billetes que nunca más se podrían recuperar. Por qué, por qué, por qué.
-¿Quién tuvo que escribir eso en las estrellas? ¿Dónde estaban los guionistas que me podían haberme hecho feliz un fin de semana? –se quejó mientras dejaba bruscamente sobre el mostrador la bandeja con el desayuno recién recogido- ¿Y por qué le invitan a paradores a la pájara esta?
Un compañero la miró estupefacto.
-Pero ¿qué te pasa, Anita?…Por cierto, ¿no librabas hoy?…
Por la tele propalaban las bravatas de los huelguistas. Si nos tocan los cojones vamos a llegar hasta el final –oyó que decía uno de sus líderes más preclaros.
Y Anita pensó que quizás en las estrellas, donde están los destinos de las personas insignificantes como ella, alguien había escrito ese día: no se les podrá tocar los cojones a los trabajadores del Metro. Pero sí la dignidad, el bolsillo y, a veces, también el corazón a todos los demás.
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