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Si sigue así, volveré a rezar. Se lo dice al Papa Francisco el mismísimo Raúl Castro, impresionado por su elocuencia y su sencillez. Haces tuya la frase, aunque en tu caso, vistas las orejas al lobo, relativizas la propuesta. Puesto a ser sincero, aunque en estos momentos de debilidad deberías esmerarte, nunca has dejado de rezar. De aquella manera. Y añades: ¿de verdad has sabido rezar alguna vez?. Los Castro se educaron en los Jesuitas, que a lo mejor poseían el secreto y se lo transmitían a sus alumnos. Mira, niño, se reza así, te arrodillas, cierras los ojos, inclinas la cabeza, juntas tus manos sobre el pecho y vas declamando la oración que Cristo nos enseñó y todas las demás que te enseñaremos nosotros, pero creyéndotelo, sintiéndolo, y no como un lorito o como esos que practican la fe del carbonero. Piensas que les adoctrinarían algo así.
Los marianistas te guiaban en cambio con el catecismo del padre Ripalda, que quizás fuera un buen teólogo y pedagogo, pero que indudablemente no atinaba en todas sus enseñanzas. Rezar es levantar el corazón a Dios y pedirle mercedes, explicaba el docto Ripalda. Tócate las narices. Tú hacías lo que buenamente podías para levantar tu corazón a Dios. Como nunca fuiste un muchacho alto, y no era cosa de ponerse zancos, te imaginabas que eras el Capitán Marvel o Supermán y te elevabas hacia el cielo. Allí te rompías la camiseta, sacabas pecho y cumplías como un buen cristiano.
-Toma, Señor. Aquí tienes mi corazón.
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Luego, puesto a creer que Dios debidamente rezado haría milagros, en lugar de mercedes pedías Cadillac o Studebaker, que eran tus coches favoritos. Qué primario eras, cuánta ingenuidad la tuya. Cuando rezabas el avemaría lo ilustrabas con los cuadros de Fra Angélico o de Filipo Lippi que habías visto en los libros de arte de tu padre. Cuando en el padrenuestro repetías el hágase tu voluntad reproducías mentalmente las viñetas de tu Historia Sagrada, donde pintaban a un Dios de luengas barbas creando el día y la noche, la tierra y el mar al mandato de una mano enérgica y sarmentosa. El perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores era un desiderátum pertinaz, pero baldío, porque el polero jamás te perdonó los dos reales que por entonces costaba el polo de chufa, tu favorito, y más tarde pocos de tus acreedores dejarían de cobrarte ni un céntimo. Finalmente la Iglesia maquilló este sarcasmo cambiando deudas por ofensas, pero tu fe ya empezaba a sufrir de arterioesclerosis, y te dio un poco igual.
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No te enseñaron a rezar como tampoco a estudiar, y así saliste, que en vez de repetir oraciones canónicas contemplas la eternidad del mar y la noche estrellada o escuchas a Bach y te sientes más próximo a Dios, al tiempo que disimulas tu ignorancia enciclopédica con una insaciable curiosidad hasta por lo que no importa nada. Por qué hay tanto sufrimiento en el mundo, por qué tantos desafueros, y cómo a pesar de que ahora parece que llevas su peso en tus espaldas de Atlas deslomado, te consideras dueño de este instante único y afortunado… Hace un día caluroso, pero escribes en el porche, donde sopla una brisa deliciosa, ves los rosales florecidos, escuchas el trinar de los pájaros que buscan novia y el chorro de la fuente mientras que a tus pies duerme la perra Flora plácidamente. Deberías aprender a rezar, que ya vas teniendo edad. No tanto para lamer tus heridas, que poco importan al dolido mundo, sino para ser educado y dar las gracias por estos momentos. Que valgan al menos las buenas intenciones. Amen.
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