La protagonista de esta historia cuando todavía no tenía claro lo que quería ser en la vida…
1
Deberías empezar aclarando que no hablas de la isla, aunque algo tenga que ver con ella, sino de una persona querida. Resulta que esa persona nació morenita, como morenita fue toda su vida. Y que por entonces en las panaderías/confiterías de Madrid, aquellas que además de barras de Viena, pistolas y fabiolas despachaban bollería y hasta milhojas, había también una especie de merengues recubiertos por una fina capa de chocolate a los que llamaban cubanitos.
-Mira a la niña, tan morenita, envuelta en su toquilla blanca-debió de decir la pastelera al verla entrar en su tienda en su cochecito de bebé- Si parece un cubanito.
Seguramente lo dijo con la cadencia de un verso de García Lorca, pues en verdad suena como tal si se recita con los ojos cerrados: mira la niña, tan morenita, envuelta en su toquilla blanca/ si parece un cubanito con la sonrisa escarchada…
Y la niña, que se llamaba Concepción y que estaba destinada a ser una Conchita más, con Cuba se quedó.
2
Los motes te sonaban muy elegantes a ti cuando eras niño. En la edad de la inocencia uno crea escalas de valores un tanto extrañas. Tú creías que las muelas de oro, las cicatrices de la vacuna de la viruela en los brazos de mujer, la nuez pronunciada en los hombres y los apodos, por ejemplo, daban mucha categoría. Y no digamos nada el lucir en el anular un sortijón con rubí. Luego resulta que todos estos detalles deslucen la apostura del personal, y que los motes despistan lo suyo. Tienes un amigo al que llaman Gordo y fue toda su vida un mozo espigado y justo de peso, mientras que Cuba no sólo tampoco fue gorda, sino que jamás se pasó de copas. También tienes una hermana pequeña que tú mismo apodaste Camiseta, tal como a sus dos años y con lengua de trapo pronunciaba ella el diminutivo de su nombre de Carmen. La criatura, hoy abuela infatigable de siete nietos, y por razones comprensibles que quizá no vengan al caso, jamás se ha enfundado una prenda como la que oculta su verdadero nombre.
Las apariencias engañan a menudo. Y los motes también.
3
Tú acababas de conocer a la hoy madre de tus hijos y Cuba ya estaba estaba allí, en la casa de los que habrían de ser tu suegros, sentada junto al tablero de diseño, vigilando el proyecto de fin de carrera del hombre con el que quería casarse. Ramón tenía que diseñar una escuela. Dibujaba, borraba y volvía a dibujar, se mesaba la cabellera, enredaba una y otra vez con la regla, la escuadra y el cartabón como si aquello fuera un rompecabezas tan dificultoso como el cubo de Kulbik. Ella quería casarse pronto, y él debía acabar antes la carrera de arquitectura. La chica que heredó su nombre de los cubanitos no se despegaba de su novio.
Tú la descubriste ahí, y te llamó la atención el perfil de su cara, recortado en el ventanal contra el verde de los plátanos que arbolan la Castellana. Aquel perfil sí que estaba perfectamente dibujado, silueteaba a una chica mona, con su nariz pequeña y graciosa y el frunce justo en su labio superior para marcar seriedad y determinación. Porque podría ser de palmito acubanado, que no lo discutes tú, y vestir con mucho encanto y combinando con gracia los colores, pero nunca se perdió en habaneras ni otros sones que embriagan y hacen perder el sentido. Era todo un carácter.
4
Como se estilaba entonces entre las chicas bien con posibles, pasó una temporada en Inglaterra, por aquello de aprender inglés. Cuando volvió para atornillarse definitivamente al tablero de dibujo como si fuera el flexo, traía unos jerseys de lana magníficos, marcando estilo. Tú sólo aparecías por aquella casa rondando a Isabel, una de las cinco hermanas de Ramón. Tampoco era Cuba particularmente efusiva, había en su sangre materna algo de esa mujer andaluza tipo Bernarda Alba que juntaba genio y severidad, y le costaba romper en dulzura. Pero recuerdas nítidamente que a su regreso te dio un par de besos, en las mejillas, mua y mua, y que te trajo de regalo una caja de galletas escocesas, de esas con mucha nata, que tanto engordan y tanto te gustan.
-Gracias, Cuba –supones que le dijiste sobreponiéndote a esa cara de gárgola con la que a menudo, sin darte cuenta, también vas tú por la vida.
Te quedaste ligeramente desconcertado. No eras nada de ella. Luego seríais concuñados, que es una relación un tanto extraña, pero entonces sólo empezabas a ser el titiritero de la familia, el animador de saraos y festejos. Desarrollaste con ella una cierta afinidad, aunque sólo fuera porque se desvivía por la estética y el estilo de las cosas, y a tu manera, tú también empezabas a huir del feísmo que a menudo impone la vida.
No olvidas que en aquel tiempo, al igual que tu amigo Santiago, seguramente llevabas calcetines marrones.
5
Cuba Calderón fue directora de la revista Nuevo Estilo y más tarde de la Casa de Marie Claire. Cuando se manda en cualquier sitio, y más si se tiene que vender algo tan relativo como el buen gusto, es normal reforzar tu autoridad con un punto de arrogancia. El personal admite que un ilusionista no puede ser como un representante de bayetas Vileda.
Había que pasar por encima del personaje de Cuba para descubrir a su persona. Tú y los tuyos, y hasta tus nietas, os beneficiasteis de ella, porque en su papel de cuñada, o de tía, o de vecina en el campo, era hospitalaria y generosa, abría las puertas de su casa a quien pasaba por ahí, y daba de comer la mar de bien. Ponía en la cocina ese toque de buen gusto y de originalidad que le bailaba de la mesilla de noche a sus pendientes, de estos a los jarrones de flores, que acicalaba con tanta gracia, y de ahí a los fogones. Fruto de sus inquietudes fue un recetario que coescribió con Maki Pérez-Planco en el que repasaba una gran variedad de platos cocinados a partir de ciento veintiun ingredientes. Y consideraba que no había ninguno que mereciese salir a la mesa si no parecía pintado por Úrculo o bien ordenado en esas geometrías de colores que le gustaban a Mondrian.
6
Hará cosa de tres años fue tocada por el cáncer. Y el 8 de diciembre, día de su santo, se te ocurrió regalarle una pequeña Inmaculada pintada al óleo por algún desconocido de hará un par de siglos. La compraste años atrás en un anticuario, y no era una gran pintura, sólo ternura, ingenuidad y la noble pátina del tiempo por encima para honrar a su virgen y solicitar un pequeño milagro. El cuadrito iba acompañado de unos versos. En ellos decías que si la Inmaculada fue capaz de hacer ganar a uno de nuestros tercios de Flandes una batalla que tenía perdida- y de ahí data el ser patrona de la Infantería–cómo no la iba a salvarla a ella, que también se llamaba Concepción , y que además luchaba contra su enfermedad como una auténtica Alatriste.
Nadie sabrá lo que falló. Puede que la pintura fuera demasiado mala y, y que pasara inadvertida para la Virgen, o que los versos tampoco estuvieran a la altura de las circunstancias.
7
Al antiguo animador de saraos y festejos ahora le piden otros cometidos. El último, y sin duda el más comprometido, decir unas palabras en el funeral de esa concuñada compañera de fatigas con la que había intercambiado tantas llamadas el último año.
-¿Cómo lo llevas?- era la pregunta más repetida al teléfono –Yo no tengo quimio hasta dentro de dos semanas…
El compromiso no era fácil. Tú no eres partidario de convertir un funeral en una sesión necrológica. En mi funeral, el que sepa y quiera, que rece- dice un amigo tuyo lleno de buen sentido- y el que no, que se calle. En estos tiempos de confusión sin embargo es fácil confundir la fe y la oración con el cariño y el deseo de homenaje. A ver cómo salías del paso sin faltar a lo uno o a lo otro.
8
…Y al final el que salió en tu ayuda fue San Agustín.
– Genio y figura hasta la sepultura-dijiste para glosar la resistencia de Cuba a abandonar su estética personal cuando ya agonizaba.
Y es verdad. Cómo consolaba verla tan guapa y bien maquillada incluso en ese trance.
Pero luego añadiste que a medida que vas cumpliendo años y que muchos de los tuyos van muriendo sientes que la muerte sólo es otra fase de la vida. Algo normal si, como te enseñaron a creer, sólo desaparece un cuerpo y transmigra el alma. El alma de ese ser querido permanece en uno especialmente viva si a su paso por la tierra dejó en ti, como prendidos con imperdibles, recuerdos de generosidad, de alegría y de buenos momentos.
-A mí los míos no se me mueren nunca- subrayaste, citando a una viejecita de pueblo que había visto morir a su marido, a sus hermanos y a tres hijos suyos- A mí los míos no se me mueren nunca- repetía la mujer con los ojos en lágrimas, pero sonriente pese a todo- …Porque algo de todos ellos queda dentro de mí.
Nadie muere si deja puestos muchos imperdibles en el corazón de la gente.
9
Esta vez cerrabas el acto como si fueras un cura, aunque no precisamente el padre Bonete. Y utilizabas para ello la reflexión que Agustín de Hipona ponía en boca de un ser querido muerto que habla desde el más allá.
Enjugad el llanto y no lloréis si me amáis.
Dadme el nombre que siempre me habéis dado. Hablad de mí como siempre lo habéis hecho. No uséis un tono solemne o triste.
Seguid riendo de lo que nos hacía reír juntos. La vida es lo que siempre ha sido, el hilo no se ha cortado.
Por cierto, que esta llamada a la naturalidad, ese emocionante sursum corda al que invita san Agustín, empieza con estas palabras:
La muerte no es nada. Sólo he pasado a la habitación de al lado.
¿Y cómo habrá quedado la habitación de al lado después de esta historia?…Pues, gracias a Cuba, sin duda más confortable y bien decorada de lo que estuvo nunca. Cuba al cabo, genio y figura hasta más allá de las estrellas.
Comentarios recientes