Posts Tagged 'Julio Verne'

La lluvia y la siesta como cultura

¿Por qué no vas a ser tú mismo una obra de arte?...

¿Por qué no vas a ser tú mismo una obra de arte?…

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-Acuérdate ahora de lo que duran en España las rachas de buen tiempo –te dice tu Pepito Grillo– Acuérdate de lo que se extienden las sequías, de esos períodos de semanas y de meses en los que echa el ancla el anticiclón y te levantas día tras día con un cielo azul inmaculado y sin ver una sola nube en el horizonte.

Te parece entonces imposible que se rompa esa quietud y que vuelva a llover. Ahora  llevas cuatro días envuelto en nubes blanquecinas y en cortinas de lluvia y se antoja un milagro que asome el sol. No recuerdas otra Semana Santa tan cerradamente lluviosa  desde hace más de cincuenta años, cuando aún era un gozo chapotear por los charcos de los prados y cañadas y atravesar los arroyos desbordados del Monte el Rincón. Luego te metías bajo la fantástica campana de la chimenea donde siempre ardía medio tronco de encina, te ponías a secar y a otra cosa.

Para las horas siguientes había mucho Julio Verne encuadernado en libros viejos ilustrados con grabados decimonónicos, y varios tomos de maravillosa revista Alrededor del mundo, que tanto hablaba del drama de la expedición de Scott al Polo Sur como de las extravagancias de los maharajás de la India o de casos clínicos de mujeres con pechos supernumerarios. Ojiplático te quedabas viendo las fotos de mujeres que, en lugar de las dos tetas reglamentarias, habían criado varias mamas a sus pechos, y nunca mejor dicho. Tu curiosidad infatigable, que ya despuntaba entonces.

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Has pasado cuatro días en las cuerdas de Navalcán, con tu amigo de la universidad Eduardo, que es de los que se retira al campo para leer y conversar, y la curiosidad ha tenido que abastecerse de libros y palabras. Como hace medio siglo, cuando no teníais televisión.  Salvo un claro para pasear  la tarde del domingo de Resurrección y una escapada bajo el paraguas a Villanueva y Valverde de la Vera, el martes, el resto ha sido contemplar  el diluvio. Hay una escena de El hombre tranquilo que siempre esperas impaciente, porque es la que te enamoró de Maureen O´Hara. Ella se asoma a la ventana esperando al viejo boxeador y su rostro bellísimo aparece enmarcado entre gruesos goterones que se deslizan por el cristal de la ventana de su casita en Innisfree.. Aunque tú no eres la bella actriz pelirroja, ni esperas a John Wayne, has repetido la secuencia muchas veces en cuatro días: mirar el horizonte por ver si se abría una grieta en el celaje y escampaba. Inútilmente.

Tampoco te pesa. Ha sido el mismo amor (por los recuerdos de Maureen) y la misma lluvia –título, por cierto, de una buena película- que rompieron en la primavera de tu vida.

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Eduardo lee La civilización del espectáculo, el último libro de Vargas Llosa, donde parece que el Nobel flagela a la frivolización de la cultura. Y resulta que justo cuando te lo comenta, tú estás leyendo en el periódico que la actriz escocesa  Tilda Swinton ha protagonizado estos días una curiosa obra de arte en el MOMA de Nueva York. Se presentaba en el museo, se metía en una urna horizontal y dormía durante ocho horas a la vista de los visitantes que, perplejos como nuestro amigo Homper, asistían en vivo y en directo a la enésima chorrada sin fronteras de la diletante cultura contemporánea.

La creadora de esta genialidad es Cornelia Parker, que ha titulado esta instalación –ahora no eres artistas si no instalas algo- The maybe, el quizás. Quizás pilles a esta bella durmiente si vas al MOMA, quizás no, porque de vez en cuando, supones, tendrá que salir de la urna para hacer pis. La autora explica en un cartelito al pie de urna los componentes de su obra de arte: artista en vivo, cristal, acero, colchón, almohada, lino, agua y gafas, porque Tilda se quita las gafas para dormir y se lleva a la cama el vaso de agua.

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Tanta desazón con la lluvia y no te das cuenta de que tú también eres una obra de arte.

Pues ocurre que después de comer, y no habiendo posibilidad de salir a tomar el aire, te echas la siesta. Y lo haces como Tilda, de medio lado, por acomodarte mejor a lo que pide tu espalda dañada. Así que emulas a la gran Cornelia Parker y sueñas que has rotulado tu sueño como se merece. O sea, What other thing to do, con la que está cayendo. Especificando en una placa adjunta: Artista pachucho en vivo, manta, almohada,  agua, gafas y gato sobre telón de lluvia al fondo.

Porque, como quieres ser original, y no un plagiario, has soñado que en tu habitación se colaba un gato. Un gato asombrado, que vigila tu siesta en una Semana Santa especialmente llorosa mientras se pregunta a dónde coño va la cultura con estas majaderías.

El Duende de verano (2) Escoceduras

Buachaille Etive Mor.Es más fácil casi subir esta cumbre escocesa que pronunciar su nombre, palabra...

1 Viajero de letras

Le encantaría serGerald Durrell, y escribir otra delicia de libro como Mi familia y otros animales, que además de extravagancias familiares cuenta al detalle cómo era un vereno en Corfú en los principios del pasado siglo.   Más cercano aún,  se hubiera conformado con ser un buen imitador de Javier Reverte, que ha publicado varios libros magníficos sobre sus recorridos por medio mundo. Hubiera dado riñón y medio por acercarse a maestros de la observación y de la literatura de viajes como Gerald Brenan, George Borrow o el gran Camilo José Cela. (Ya se habla menos de él, las cosas. Somos tan sensibles a las modas como propicios al olvido). Pero en los tiempos modernos han aumentado tanto las facilidades de viaje como, en la misma proporción, la audacia de los viajeros. De tal manera que ahora se lanza cualquiera a viajar y a escribir de sus peripecias por tierra, mar o aire, y hasta un aburrido funcionario amigo de la pluma se siente Lamartine, el abate Ponz o Henry Miller, que además de viajar por todos los recovecos del sexo nos legó un precioso libro de viajes titulado El coloso de Marusi. Todo está viajado, y casi todo pasado al papel y publicado.

Quiere decir esto que a uno, demasiado mayor para ser trotamundos mochilero y en exceso aburguesado para mutar en intrépido aventurero, todos sus viajes le parecen carentes de interés para los demás. Vienen a ser variaciones y fugas sobre lo más obvio que se le pueda ocurrir a quien se despierte, se quite las legañas y vea un poco del mundo alrededor. Sólo escribe para consolarse de su condición de viajero sobre papel, de hombre que hace caminos sobre todo con la imaginación. Y casi siempre de la mano de otros que tuvieron el doble arrojo de viajar en tiempos difíciles y de escribirlo cuando su crónica sangraba realismo.

2 ¿Quién recomienda un buen libro de viajes sobre Escocia?

Seguramente lo mejor que se ha escrito sobre Escocia está en alguno de los millones de blogs que se publican hoy, y que, paradójicamente, este bloguero no sabe huronear. Buscó no guías, sino libros de viajes sobre el país del whisky y el golf y Google sólo le avisó de la existencia de dos que deben de ser tan estimables desde el punto de vista literario como poco prácticos para el momento actual. Uno es Viaje a contrapelo por Inglaterra y Escocia, nada menos que d Julio Verne. El otro es Viaje a las islas occidentales de Escocia, de Samuel Johnson, una especie de pontífice de las letras inglesas que sin embargo apenas aparecía en el manual de Guillermo Díaz Plaja, el lazarillo literario de este modesto viajero cuando aún era aprendiz de todo.

De este  segundo libro, centrado por otra parte en unas islas a las que no llegaría,  ni siquiera había existencias en la Casa del Libro. Así que acabó pasando de ambos y decidió no reinventar Escocia, sino contar de ella unas cuentas impresiones sueltas a vuelapluma, como escribían los antiguos. Entretanto, leía por las noches –y no mucho, por el cansancio-el libro que actualmente le acompaña en la mesilla de noche, que casualmente trataba otras tierras bien lejanas. Se llama En las antípodas, y es el tipo de libro de viajes que más disfruta este bloguero. Describe un largo recorrido por Australia, y su autor es el admirado Bill Bryson, un maestro en el arte de contar lo que ve con mucha documentación y no menos sentido el humor. En realidad, gracias a él, el  Duende puede presumir de un viaje astral que le permitía pasar de la verde Escocia a la a menudo olvidada Australia con sólo pasar un par de páginas. Ya les digo: viajar sobre lo que cuenta un buen viajero es muy placentero y muchísimo más barato.

Montañas, valles, lagos

El pretexto del viaje era otra boda más. Cada día se casa la gente más lejos, caramba. Si bien en este caso lejos era el lugar donde vive la familia de la novia. La boda era en Perth, una pequeña capital de provincias  más o menos en el centro del país por la que discurre el río Tay tras desaguar el loch (lago) del mismo nombre y regar un largo valle rodeado de montes y bosques de exuberante arbolado. Cuántos paraísos así, y especialmente en días soleados como los que gozó el viajero, no le quedarán por conocer.

Así que, como había que desplazarse mucho y una de las cosas que más le gusta a este viajero es rebozarse en los paisajes como una croqueta, alquiló un coche, y en compañía de Rod Mc Crorie se dirigió cuatro días antes de la boda a las llamadas Highlands, y precisamente a la zona del oeste donde se concentran las montañas más altas del Reino Unido. Por ahí treparon tres días, subiendo a cumbres como the Five Sisters  of Kintail  y alguna de nombre impronunciable, como casi todas las palabras gaélicas.

4 Problemas de entendimiento

El gaélico es una especie de estropajo fonético impronunciable para los españoles, y abunda en la toponimia de Escocia. Lo cual dificulta enormemente los recuerdos de viaje, pues uno es consciente de que ha estado en un lugar maravilloso,  pero luego no sabe cómo contarlo. El Duende tardó varios días en estar seguro de que la montaña  que había trepado el segundo día de la excursión  era  Bouchaille Etive Mor, nombre, como se ve, bastante más complicadito que el Aneto, el  Moncayo,  el Mulhacén, el Abantos, o el Almanzor.

Su topónimo se oscurecía aún más en la boca de Rod, prestigioso profesor de economía de la Universidad de St. Andrews. Este lo pronunciaba como si fuera un pavo ligeramente tartamudo hablando árabe: Buj´l Éte Móh. A ver quién le pone el cascabel a ese gato. Rod es un escocés hasta las cachas que en los años que lleva visitando España sólo ha aprendido a decir » jamón»  y «gazpacho». Rubio, barbado y con 110 kilos de peso, es amable, servicial y generoso, pero no deja de ser un británico, y, como tal, de la misma manera que está convencido de que el porridge es un logro gastronómico,  considera que todo el mundo debe hablar y entender el inglés por principio.

Y uno lo intenta, a fe que lo intenta. Lástima que el inglés de los escoceses no es el que el bloguero escuchaba en los discos del Método Asimil  que le empezaron a guiar por este idioma imposible. O sea, problemas de entendimiento, que pueden a amargarle a uno cualquier aventura de verano. Pero de eso y de otras cosas más hablaremos en el próximo post.

Encuentro estimulante con Javier Reverte

No todos los grandes escritores tienen interés al margen de su obra. Pero Javier M. Reverte sí.

Un ajuste de cuentas con J.S. Bach, finalmente no del todo asesinado. Un pleito en ciernes con un vecino de aquellos que el vulgo llamaría tocapelotas. Un reencuentro con la pandi de la adolescencia, en la que nos preguntábamos directamente por los nietos sin saber siquiera a ciencia cierta cuántos hijos tenía cada quisque. El fiasco de ver perder a España ante esos tíos tan opacos y aburridos que, según Harry Lime, el villano de El tercer hombre, sólo han aportado a la civilización el queso con agujeritos y el reloj de cuco Una contusión en el tobillo con el esquinazo de la cama por quererla hacer precipitadamente, magna putada de dolor inolvidable. Labores de  abuelo/canguro, inevitables por otra  parte. Los pocos compromisos profesionales que le quedan. Un cocktail en el Ritz al que le invitaron los amigos de Terras Gauda, criadores de un excelente vino del Rosal y otros asuntos personales ocuparon la semana de este bloguero. El caso es que, por fas o por nefas,  apenas salió a pasear con el cazamariposas de asuntos varios, elemental para su afán de duende. Y así le ha lucido el pelo.

También planeaba sobre él ese sol obstinado que a veces abrasa sus ilusiones: no te empeñes, colega, nunca pasa nada, y seguramente ya has dicho y escrito todo lo que tenías que escribir. O sea, el fantasma de la nada existencial, la náusea sartriana, el eco de la pregunta angustiosa que uno se hace cuando abre la gatera de su blog y mira dentro: ¿hay alguien ahí? Lo comentaba con Wallace, un viejo amigo que solía visitar este diván de psicoanalista barato y que se personó en el concierto de marras. Tarde o temprano todos acabamos encogiéndonos de hombros y pasando. Nunca pasa nada.

Y sin embargo pasó. Deambulaba el Duende por el aeropuerto de Bilbao cuando apoyado en un velador y ante una copa de vino blanco vio un rostro que le era vagamente familiar. Aquello de ¿dónde di con  este hombre alguna vez? Lo había visto en las contraportadas de muchos libros y en directo, presentando sus novedades literarias en los estudios de la SER, RNE y, muy recientemente, en la COPE. Y de repente se cayó del guindo. Aquel hombre de cabello cano revuelto, ojos claros y machadiano torpe aliño indumentario que me reconocía era uno de sus ídolos literarios. O más que eso, un maître á penser y, sobre todo, un maître á vivre, que dicen los franceses.

El duende que escribía poesías a su madre por el día de la ídem había querido ser después sucesivamente escritor como Salgari , Julio Verne, Agatha Christie, Charles Dickens. Joseph Conrad o García Márquez. También quedó deslumbrado en su día por Gerald Brenan, más próximo al hombre del aeropuerto. Pero desde su reciente madurez, cosa de ayer mismo, sólo soñaba aunar la escritura de la imaginación con la de la vida misma, viajes y pluma. O sea, lo que hace Javier Martínez Reverte, más conocido como Reverte el bueno. Leyó el bloguero su  muy famosa y vendida Trilogía de África y quedó literalmente fascinado por ese modelo de libros que unen documento y novela, aventura e historia, épica y lírica y subyugan como ninguna otra cosa al lector curioso. Comprendió entonces el Duende que eso era exactamente lo que hubiera querido hacer y escribir.

-No conozcas jamás a un creador en persona-le recomendaron a uno hace tiempo- Porque todo lo mejor de él lo ha volcado ya en su obra, y luego no tienen el menor interés.

Suele ser cierto. Con excepciones. Javier Reverte es  natural y simpático. Tan modesto, que si le dicen a uno que es representante de chuches, se lo cree. Le invitó a una copa, le llevó de Barajas a Madrid en el coche con chófer que su editorial pone a su disposición, y habló más de otros libros que de los suyos. Por ejemplo, del titulado Soldado de poca fortuna que escribió un tal Jesús  Martínez Tessier, casualmente su padre, que después de perder la Guerra Civil como soldado republicano perdió la Segunda Guerra Mundial como soldado de la División Azul.

Además, al contrario que otros revertes de mucho pisto, Javier es humano. Cuando el Duende le tarareó Se ha cortao el pelooooo, ¡la novia de Reverteee!…él continuó la copla dedicada a su homónimo más famoso, el torero sevillano Antonio Reverte, que inventó el quite de la revertina. Tan accesible y básico parece este gran escritor que vive cerca de un Corte Inglés y le gusta el fútbol. Aunque, qué lástima, sea del Real Madrid. Pero es humano al cabo, insisto,  y como buen conocedor de las flaquezas del prójimo no se molestará que el menda le recuerde que quedó en regalarle no un libro suyo, sino el de su padre, ese luchador que vivió del periodismo porque, después de haber perdido dos guerras, estaba claro que no podría ganarse la vida como soldado. Así se lo contó a este escribidor Javier Reverte, o sea, Reverte el bueno. Y así lo hace constar en un post cuyo verdadero sentido se puede resumir parafraseando otra copla: Me debes un libroooo/No te lo perdono….

El faro que fascina

Cualquier faro siempre ha ejercido sobre el bloguero una extraña fascinación...(Oleo de JORDI SABAT 50 X 50)

Por qué la imaginación vuela, y se despega de la realidad, y es caprichosa, y para donde le peta. Por qué tal idea, imagen, palabra o recuerdo aparece como una libélula en la ventanita de cada día y se apodera de ti. Da igual que la actualidad se llame Viernes Santo, Chechenia, el Gran Premio de Malasia, el presunto delincuente Matas, la muerte de la televisión analógica o la receta de las torrijas (importante tema éste, por cierto: hoy día si no hablas de cocina no eres nadie). La imaginación manda, y en la del Duende, velay, brillaba la luz de un faro.

-¿Te has parado a pensar por qué en el último cuadro que compraste había un faro? –le pregunta su Pepito Grillo particular.

Verdad. Es un óleo sencillo, de 50 X 50, firmado por un pintor catalán llamado Jordi Sábat . En él se ve una playa que acaba en un largo espoigón sobre el que (se yergue un faro. En el centro hay un hombre acuclillado vestido a lo Humphrey Bogart, con trinchera y sombrero. Está leyendo la huella de las olas, que no es esta vez la clásica puntilla de espuma blanca, sino una cenefa de letras que desordenadamente el mar ha ido depositando en la arena. La mar, el faro, las letras y la estética de un personaje de leyende que, con la curiosidad de un detective, intenta encontrar el sentido de esas palabras descompuestas como las piezas de un puzzle. Demasiado como para resistirse. Sobre todo si el artista es asequible.

 -¿Y por qué esa fascinación por el faro?-se pregunta a continuación el Duende.

Vuelve a hacer memoria. Recuerda el faro de la Isla de Mouro, que miraba de niño desde la playa de Las Quebrantas en Somo. Soñaba entonces que de mayor sería farero, y que viviría en un faro aislado como aquel, rodeado de olas, de gaviotas y de todos los libros de Julio Verne, de Salgari y  de las numerosas y variadas aventuras de Guillermo Brown que escribió Richmal Crompton. Durante años, todos los jueves,  desembarcaría en la isla una chica muy guapa llamada Dorita, que era la que le suministraba provisiones, pan y leche para toda la semana. A los treinta años de verla, él creía que se había enamorado de ella. Y un día, consciente de que ya no le quedaban números para contar las olas del mar que se habían estrellado contra el acantilado donde se alzaba su faro, y sin libros ya por leer, le dice a Dorita que si le deja subirse a su barquito para volver a tierra y casarse con ella.

-¿Has tardado treinta años en darte cuenta de que me quieres? –le pregunta Dorita.

-Bueno, sí…Pensaba que en estas cosas no hay que precipitarse.

Calla el muy canalla que, tanto o más que el cariño, le guía la curiosidad. Pues después de tanto tiempo en el faro, aún no tiene claro si es más bello por dentro o por fuera. O sea, lo que se ve desde su linterna o su silueta blanca y estilizada recortada en el paisaje fascinante y misterioso  lo rodea.

Treinta y cinco años tampoco son nada

En algunos casos, te miras en las nubes que pasaron hace tanto tiempo y te sigues reconociendo en ellas...

Reencuentra  en Bilbao el Duende a uno de esos primos-amigos que van cosidos a su biografía con un hilo irrompible.

Incontables experiencias juntos. Memorias de asfalto y de campo. El mismo colegio en Madrid, el mismo paraíso entre los pinos de Arenas de san Pedro o en los encinares del Monte el Rincón. Recuerdos  de pan con chocolate, de pescar juntos, de perseguir lagartos antes de que fueran especie protegida,  de ir al cine, de colarse en alguna exposición con cocktail  que servía José Luis –entonces un canapé era un tesoro- de su primera motocicleta, de subir al  pico de la Mira y  compartir la tortilla de patata en el Prado de las Pozas, de leer al calor de la chimenea las viejísimas ediciones de las novelas de Julio Verne o los tomos de la maravillosa revista Alrededor del mundo encuadernadas en piel y ya casi desvencijadas por el uso, del Charco Verde, de alguna niña que ya apuntaba tetitas. (De esto, menos. Él era aún más piadoso y paradete que el Duende)

Pero aunque guardaban un cierto parecido físico, ambos rubiascos y cruditos, había entre elllos diferencias.  El primo-amigo Manuel tocaba a la guitarra el Romance Anónimo de Juegos prohibidos y estaba dotado de muy buena cabeza. Era lo que se dice un matriculín, y además con dieciseis año su padre le mandó a estudiar un verano en Inglaterra. Él firmaba la primera postal que el Duende recibió de esas tierras, que entonces se le antojaban tan lejanas y misteriosas como la Antártida. El Duende sabía que iba a tardar muchos años en viajar tan lejos,  de modo que guardó aquella postal tal que si fuera la pluma del gorro de Robin Hood.

El primo Manuel no era hombre de muchas palabras, pero todas las aplicó bien. Se hizo arquitecto y se casó con María, matrícula de Bilbao, como la película de  Wajda. Y se instaló a orillas de la Ría. Allí tuvo que apretar los dientes y aguantar  lo suyo, que fue lo fácilmente imaginable y algún tumor desaprensivo que aún le tuvo más amenazado. Pero  nunca se recibieron noticias de que desmayara. Entretanto, los dos viejos primos-amigos  apenas se vieron. Habían creado sendas vidas nuevas. Carreras por completo distintas, hijos que les  crecieron a cada uno sin que el otro apenas se apercibiera de ello, nietos de los que poco saben uno del otro.

-¿Te has fijado que apenas hemos nos hemos comunicado durante  más de treinta y cinco años? – comentó el Duende.

Y sin embargo ahí estaba, invitado en  la bonita casa del primo-amigo Manuel, tan fresco.  Manuel ya cumplió casi todos sus deberes, e  inicia ahora  con María  y con su barquito una plácida jubilación.

Hablaron entre ellos como si se hubieran visto la semana pasada, con una naturalidad que no dejaba de chocar después de tanto tiempo sin compartir aventuras.  Se acordó el Duende de la  letra del tango, y pensó que a veces  las fcanciones se quedan cortas.  Para unos buenos compañeros de infancia -esa edad prodigiosa donde el alma es aún se está horneando como un pan- veinte años  años no son nada. Pero treinta y cinco tampoco son demasiados.

Aprendiendo a no hacer nada

El "Dolce far niente" según el pintor prerrafaelista John Williams Waterhouse

El "Dolce far niente" según el pintor prerrafaelista John Williams Waterhouse

Mea culpa, padre, mea maxima culpa…Vicios adquiridos. O el dichoso complejo de culpa judeo-cristiano, que decían los filosofillos modernos leídos cuando Salgari y Verne se le quedaron pequeños al Duende y había que empezar a disfrazarse de mayor. La cosa es que por fas o por nefas, por carecer de cobertura en Internet o por pereza, el Duende abandonó hace días este blog. Como dejar la  mesa sin recoger, o la cama sin hacer, Jesús, qué mala conciencia.

Nadie le obligaba a ello, ni nadie se lo reprochará, pero qué mal rollo interior. Y entretanto, tampoco un solo trabajo manual: ni podar, ni segar, ni desbrozar, ni montar un mueble de IKEA, ni limpiar el polvo a los libros, ni colgar un cuadro, ni sacar brillo a los zapatos, ni arreglar un pinchazo a la bici, ni hacerse una tortilla francesa, ni ordenar la pobre discoteca, ni llevar los trastos inútiles a eso que llaman un punto limpio. Sólo recorrer kilómetros en coche, grabar paisajes en la memoria, pasear,  hacer algo de deporte,  encontrarse con amigos que la vida ha ido engastando en el collar de los afectos, hablar con ellos largo y tendido, leer, sestear, darse algún homenaje gastronómico, quedarse como un tonto mirando la luna o el espumoso inconformismo del mar. Eso que  en este mundo tan competitivo, donde el trabajo además de modus vivendi es un signo de distinción, se considera no hacer nada. Mea culpa, mea máxima culpa.

Siempre ha envidiado el Duende a los doctores en dolce far niente. A los que saben no hacer otra cosa que dejar correr el tiempo, apechugar sólo con lo que les pide el cuerpo y dormir por la noche tan contentos. Dicen que eso es descansar. Aunque uno lo vea como una debilidad imperdonable, y tenga que romper su vagancia sobrevenida para anunciar propósito de la enmienda.

Y ahora, a desayunar, que otra mano amiga se está ocupando de ese menester, y ya le llega a uno el irresistible aviso aromático del pan tostado.


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