Posts Tagged 'Josephine Baker'

Verano 16. Carpe diem en Comillas

Es verdad que un palacio como este de Sobrellano impone mucho. Pero hay en el veraneo de Comillas muchos otros pequeños motivos para aplicar el «carpe diem» del clásico…

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Sorprendentemente, no escuchó el bloguero en su tour estival el comentario esperable de los veraneantes tradicionales. Llegó a Comillas por tercera vez en su vida, y en esta ocasión la vio mejor, con más tiempo para explorar el pueblo y recorrer sus alrededores. Pudo moverse de aquí para allá, como un chamarilero que busca estampas y recuerdos para ese tesoro invendible que es la propia memoria. Se paseó por la villa cántabra y por sus playas de Oyambre, magnífica, y de Gerra, mejor todavía –aunque los de San Vicente de la Barquera digan que son suyas y muy suyas- admiró sus nobles casas, su vetusto casco urbano y sus ostentosos y modernistas palacios. Y mejor aún, la contempló serenamente desde lejos, cuando el punto de vista se agranda e incorpora los Picos de Europa y el plácido despliegue de sus laderas hasta que estas dan con el mar. Lugar privilegiado de Cantabria, sí señor. Hubiera dicho entonces aquello tan poco original de caramba, qué .bonito es esto, cómo habré tardado tanto tiempo en parar por aquí. Puede que incluso dijera algo parecido. Y sin embargo ninguno de los comillanos de toda la vida estaba allí para poner las cosas en su sitio.

-Jo, pues no sabes cómo era hace cuarenta años. El turismo, la construcción…¡Un asco!

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Esa es una de las concesiones a la nostalgia que no por repetida deja de ser rigurosamente exacta. Todos los pueblos costeros parecían más bonitos cuando el turismo era un lujo sólo para pocos. Y cuando estos pocos no le sacaban tajada a su privilegio convirtiendo sus elegantes propiedades en colonias de chalets acosados, o, peor todavía, torres de apartamentos. Ibas entonces a sus playas solitarias y aún creías que te podías encontrar bañistas elegantes con pamela, recién salidas de un cuadro de Sorolla o románticas heroínas como La mujer del teniente francés. Ahora asomas tú y te sientes parte de la marabunta que invade el coto de los guay, los de siempre, los pioneros, los que crearon estilo en aquel paraíso que descubrieron sus abuelos, ahora hollado por cualquier advenedizo. A mediodía, y entre muchas figuras jóvenes y bellas de talle actimelado, la playa es un hormiguero de barrigones, michelines y celulitis de la oprobiosa clase media que pasean compulsivamente por la orilla para eliminar toxinas.

Ya ni Deauville ni Dinard ni Cannes son lo que eran.Quizás tampoco lo sea Comillas. Aunque el Duende esté encantado de haberlo visitado ahora, cuando hasta los gatos quieren zapatos .y los curiosos sin pedigree lo acabemos invadiendo todo.

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Tenía el Duende un tío lustroso (años cincuenta del pasado siglo) que figuraba como esos personajes de alta comedia inglesa que encarnaba habitualmente David Niven. Se le notaba enseguida en sus modales ceremoniosos, en su hablar cadencioso y de voz ahumada, y en ese punto de dandismo pelín trasnochado incluso entonces, cuando la burguesía de buena percha iba bien planchada y peinada con brillantina. Le veía el duende niño al lado de su padre, que también era presumido, pero sin exageración, y enseguida se notaba quién era el guardián de la prosapia familiar, de la que sólo quedaba el buen nombre y poco más. El tío Pablo era conde, bon vivant venido a menos, divisionario azul, seguidor del Español de Barcelona y católico riguroso, menos en lo tocante a sexto mandamiento, que interpretó a su manera. Había sido un hombre de buen porte, con el fino bigote bien recortado que distinguía a los galanes de su época, y aparte de vitolas de puros cualquiera diría que coleccionaba también romances. Estaba separado, detalle que no se contaba a los sobrinos imberbes. El Duende era entonces un pequeño integrista, y probablemente hubiera recelado de él de saberlo. Pasó sin embargo todo lo contrario, porque en su chalet del Viso, a donde le invitaba uno de cada tres domingos, fue donde comió por primera vez arroz a la cubana con plátano frito y todo, plato que entonces se le antojaba al crío un exótico lujazo. Además, después del opíparo almuerzo, el tío Pablo llamaba a un taxi y marchaban los dos al fútbol.

-Al balompié –le decía al taxista en la lengua del Imperio, como creía que debía ser- Hoy es en el Metropolitano.

Sólo por eso el bloguero le hubiera perdonado a su tío todas sus flaquezas.

El tío Pablo fue el primer señor al que vio vistiendo camisa a rayas de cuello blanco, blazer de botones dorados y zapatos de ante con hebilla. Como David Niven, ya digo, pero con menos gracia. También fue la primera persona a la que escuchó hablar del veraneo en Comillas. Por eso se acordó de él cuando llegó a esa villa cántabra tan arbolada de abolengo y de beautiful people.

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El cocker del tío Pablo no se sabía si era negro con pintas blancas o blanco con pintas negras. Seguramente hubiera despajado las dudas un cuadro como los que pinta Ana Eulate, una amiga del Duende que se dedica a la restauración de cuadros y muebles, que pinta perros y que tiene un alma de Josephine Baker canina. La famosa artista negra dedicaba el dinero que ganaba bailando medio en cueros ritmos tropicales a adoptar niños huérfanos y recogerlos en una mansión que tenía por la Costa Azul. Ana hace lo mismo –adoptar, no bailar medio en bolas- pero con los perros abandonados que aparecen por su casa. Se ve que entre los chuchos también se corren las buenas noticias.

-Tío, si no lo ves claro –comentan entre ellos-asomas por allá, pones cara de Snoopy apaleado y te dejas querer. Ella te acaba acogiendo como si fueras un hijo.

Ana además de restaurar y de desvivirse por los perros los retrata, y exponía este verano sus cuadros de perros en Comillas, en cuya contornada dos sobrinos del bloguero se compraron años atrás un bonito pedazo de futuro norteño. Su sobrino Pablo le había invitado a una fiesta en su casa del Tejo, donde habría mujeres guapísimas e incluso algún amigo de su generación. Y además ahí también para Francisca, una habitual de esa espléndida Marbella del norte en que se ha convertido la muy señorial villa de Comillas. En su itinerario de verano el bloguero buscaba sobre todo evasión y la inocente aventura de descubrir paisajes, pero ya se ha dicho que lo bello, cuando se puede comentar con alguien, afila los sentidos y aumenta la satisfacción.

Por añadidura, el disparate del cambio climático había templado este año el agua del mar hasta los 24º, con lo que el Duende pudo, por primera vez en su vida, bañarse a gusto en el Cantábrico. Carpe diem, filosofaba el bloguero entre las olas de Comillas. Tal y como se ha descarajado el mundo, no convertir estos pequeños placeres en grandes momentos es dejarla escaparla vida irresponsablemente. Y eso no, la verdad, eso no.

Terapia de evasión con Luis Buñuel al fondo

La atención del bloguero repara a veces en detalles que no todo el mundo considera. Por ejemplo, un Yorkshire terrier que tiene nombre de cineasta...

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Al invitado le sorprendió  el nombre de uno de los perros de la casa, un pequeño Yorkshire al que llamaban Luis.

-No es por ti, no te asustes-le explicaron- En realidad se llama Luis Buñuel.

Al invitado le hizo gracia la precisión.

Sin embargo, a Luis Buñuel II no le hacía tanta la presencia del invitado, que veinte años atrás era el presunto jefe de la anfitriona y propietaria del perrito. El almuerzo, en el coqueto cenador entoldado de un pequeño chalet al este de Madrid, se completaba con la presencia de la madre de la anfitriona, una mujer encantadora, y de Lola, otra compañera de trabajo de tiempos pretéritos. También rondaba por ahí una galga, tan estilizada como la que se adivinaba al trasluz en los papeles de la marca Galgo.

 –Pobrecita-dijo la anfitriona, que se llama Acacia-La rescaté de una perrera donde languidecía de tristeza.

Acacia tiene nombre árbol, un árbol muy madrileño y de flor blanca con sabor dulce que nos comíamos los niños de posguerra cual si fuera maná urbano. Era el pan y quesillo, algo que suena tan arcaico que uno parece un niño callejero de cuadro de Murillo, nada que ver con  la realidad.

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El alma de Acacia, esta mujer tan especial como su propio nombre, se divide entre el amor al fantasma de Cary Grant  y el homenaje animal a Josephine Baker, aquella artista del cabaret que en los años treinta seducía a Europa bailando ritmos tropicales con una faldita de bananas que cubría sus intimidades. Josefine Baker se retiró rica, y a partir de entonces recogía niños de la calle y los adoptaba como hijos suyos. Acacia ha hecho lo mismo con su galga. La galga es buena, pero un rabo de galga alrededor de unvelador con copas de vino no deja de tener su riesgo.

-Pobrecita- decía su dueña mientras la acariciaba.

La galga se portó bien y no derramó una copa, aunque el invitado, la verdad, fue incapaz de hacerle ni un arrumaco. La perra se amansaba al sentir la mano de su benefactora. Quizás barruntaba que su especie en España sólo sirve para alimentar la necia discusión de la fábula –galgos o podencos- y para cazar liebres. Cumplido su servicio, en el campo o en los canódromos, no es infrecuente ver a galgos y galgas ahorcados de la rama de una encina, como si fueran proscritos medievales atrapados in fraganti. El mundo, según dicen, es maravilloso. Pero hay que ver  cuántos desalmados caben en él.

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La madre de la anfitriona se empeñó en pelarle al invitado los langostinos. Detalle maternal que él valoró no sólo por lo delicioso del bocado y por ser huérfano de madre desde hace casi veinte años, sino porque además se había cortado las uñas esa misma mañana, y ya glosó la dificultad e enfrentarse a los crustáceos con los dedos mochos.

-Gracias, muchas gracias –dijo el invitado.

No añadió aquel quijotesco nunca fuera caballero de damas tan bien servido, porque, aparte de pedantería, la frase ahora puede interpretarse mal.

Todo lo demás también fue muy agradable. Incluso Luis Buñuel II, que por su nombre le recordó al pequeño porquero con el que hizo migas cuando iba al campo hace más de medio siglo. Paquito se ocupaba de apacentar a los cerdos, pero acababa de descubrir el cine, y vivía fascinado por el séptimo arte. Como a pesar de ello no sabía quién era Buñuel, porque los niños no piensan en directores, bautizaba los cerdos poniéndoles directamente títulos de películas. Sobe todo de películas de romanos y de capa y espada.

-¿Ves?-le decía señalando a los cochinos- Ese es Ivanhoe…Ese otro, Quo vadis. Y aquél de allá Tierra de faraones.

Al que suscribe le pareció entrañable y surrealista que un zagal desarrapado pudiera llamar a un cerdo Tierra de Faraones. Pero la vida te da sorpresas así. Almuerzos con tres damas en un coqueto velador de jardín, Luis Buñuel II y una galga rondando por allí, el aroma del pan y quesillo y el recuerdo del porquerito más original que se puede imaginar…Terapia de evasión. Todo vale para huir de estos días tan ásperos  y deprimentes que nos está tocando vivir. Va por el que se asome a este post, y le quede humor para interpretarlo. Va por ustedes.

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