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Verano en Madrid. Días insólitos (2)

Si Madrid le aburre a ras de tierra, levante la vista y mira en los tejados...

Si cree haberlo visto todo de Madrid, levante la mirada y observe en los tejados

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En la fraseología madrileñista de la que tanto tiran los culturetas siempre te llamó la atención la ocurrencia del marqués de la Valdavia. Hablas de aquel que dijo que Madrid en verano, con dinero y sin familia, es Baden-Baden. Como no conoces esta famosa ciudad de balnearios y tampoco estás sobrado de hacienda te faltan datos para avalarlo. Casi todos creerán que se refería al Rodríguez rumboso y golfete, que es lo que probablemente añoraba el marqués, pero también se puede aplicar a cualquier individuo solo, libre y curioso que disfruta del Madrid desahogado por la diáspora vacacional.

Si hubiera que encontrar la palabra para definir el encanto de Madrid en verano tú propondrías algo así como la insolitez ad libitum. O sea, te das cuenta de  que se te ha ido la familia, los amigos, de que  careces de esos planes digamos convencionales propios de una cierta edad, y de que te importa un pepino cómo te vean, porque no te vas a encontrar a nadie conocido. Y entonces te das a lo insólito. Otros tendrán más imaginación, o más ganas de juerga. A ti te basta echarte a andar, sudar la gota gorda y tomar nota de algunos detalles insignificantes que, quizás por eso, tanto te apasionan.

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Primer detalle, sábado a las tres de la tarde, mientras comías en un chiringuito en la Casa de Campo con tus compañeros de programa. Treinta y siete grados a la sombra y una abubilla revoloteando por los alrededores. ¿Cómo carajo puede estar así de contenta la abubilla, con el calor que debe de dar su vistoso plumaje?

Segundo detalle. Paseas por el Manzanares y contemplas en vivo y en directo la llamada Playa de Madrid Río, en realidad tres grandes óvalos de pavimento ligeramente hundidos en el suelo y cubiertos por cuatro dedos de agua   donde el personal medio empelotado espera la ducha que varios surtidores programados sueltan cuando les parece. A su alrededor, los bañistas se sientan en hamacas o toman el sol sobre sus toallas, como si en lugar de en el Manzanares redimido por la química y por la deuda municipal estuvieran en una playa de verdad. La gente parece feliz, y la chiquillada lo pasa en grande jugueteando con los chorros de agua. Qué escribirían Galdós y Arniches de estas nuevas estampas madrileñas. Aunque lo que realmente te sorprende es no ver en esta playa a las Koplowitz, a Fefé, a Josemi, a Beckham y a Ronaldo luciendo sus viriles musculitos o  a alguna figura del cine y de la aristocracia. Cuándo se dará cuenta la beautiful people de que ni las Baleares, ni Marbella, ni Sotogrande, ni Comillas pueden competir hoy en distinción y originalidad con esta refrescante sorpresa del Madrid moderno.

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Más detalles. El modelo de turista de camiseta, pantalón pirata y chancleta que abarrota las calles del centro de Madrid en verano acaba fatigando tanto que de vez en cuando es obligado esquivarlo y mirar a las azoteas. Donde a veces, por cierto, se descubren curiosas efigies que dan qué pensar. Tu amiga Lola, fotógrafa aficionada, te enseñó que en la cubierta del edificio de Alcalá 31 un gato rojo apuntando hacia la Puerta de Alcalá vigila la ciudad. ¿Estaba en los planos de Antonio Palacios, el famoso arquitecto que diseñó el proyecto? ¿Fue una boutade de los vecinos del rascacielos, quizás recordando que antiguamente a los madrileños nos llamaban gatos? ¿Oculta el felino una cámara espía?…Otro amigo te descubrió una vez que el del Retiro, al contrario de lo que normalmente se dice, no es el único homenaje escultórico a los ángeles caídos.

-Fíjate en ese ángel –te dijo señalando al Ícaro estrellado contra el tejado de la casa que ocupa la esquina de la calle Milaneses con Mayor- No se conoce tortazo semejante en la historia de la imaginería. ¿Por qué lo habrán plantado justo ahí?…

Tantos porqués sueltos como se encuentran por las calles y rincones de la capital.

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La falsa acacia o acacia bastarda no es seguramente el árbol más elegante y monumental de nuestros jardines, pero a ti te dejó un dulce recuerdo de infancia, el pan y quesillo, que era su pequeña flor blanca y arracimada. La arrancabas de sus ramas y la comías como si fuera un maná fresco y afrutado. Enseñanzas de la gente del campo. Ahora, cuando sus flores blancas amarillean y caen, este árbol te ofrece otro rasgo insólito en el que no repara mucha gente, pero, que seguramente habrá glosado algún poeta local desconocido.

¿Madrid nevado en verano?…/ Tiene gracia./ Tantos años paseando/ y no había reparado/ –qué falta de perspicacia-/ en esa nieve amarilla/ que ponen las florecillas/ ya caídas de la acacia

Lo comprobaste en el Paseo de Rosales. No es blanca, como la nieve de verdad. Ni forma una capa espesa, como la mayoría de las nevadas que caen en Madrid. Pero la nieve amarilla de la falsa acacia le da a determinados rincones de la ciudad un aire de decorado romántico nada pretencioso.  Una estética sugerente y evocadora muy del gusto, por cierto, de los que buscáis lo insólito incluso en lo que está al alcance de casi todo el mundo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El jardín de las sevicias

Cualquiera de los monstruitos de verano que uno se encuentra por el centro de Madrid podría tener cabida en los delirantes paisajes del BOSCO...

Cualquiera de los monstruitos de verano que uno se encuentra por el centro de Madrid podría tener cabida en los delirantes paisajes del BOSCO…

De vez en cuando el Creador enfocaba el catalejo a las playas de Río, de la Costa Azul y de California. También echaba un vistazo a las de los buenos hoteles de Marbella, de la Costa Brava, de las Baleares y de Comillas, donde igualmente abunda la gente guapa. No era picardía, injustificable en su caso. Era para consolarse.

-Quiero recordar que yo no hice el ser humano tan feo como se empeña en mostrarse cuando llega el verano- pensó mientras valoraba los cuerpos esculturales que se paseaban por allí.

El día anterior no había hecho más que disfrazarse de ciudadano perplejo y andar por el centro de Madrid. Santo cielo, qué espectáculo. Sabía que el concepto de belleza no es único ni universal, que las modas van conformando distintos estilos, y que para muchos la libertad y la comodidad del propio cuerpo están por encima de la estética. Pero no podía sospechar que con los calores, la modernidad liberase en tal forma su afición por el despelote y el feísmo. Pantalones piratas, calzones de lycra más y más cortos, chandals, barrigas al aire, camisetas de baloncesto, tatuajes hasta en los sobacos, crestas de puerco espín o penachos como el del casco de Escipión el Africano en las cabezas, gorduras prietas, morbosidades desparramadas, aretes y pendientes, sospechaba, hasta en la punta de la minga y en las simas del monte de Venus, torsos musculados y rostros pintados de arco iris predicando el orgullo Gay. En los pies, o deportivas o sandalias fraileras o chancletas. Mayormente chancletas. Daba igual que te asomaras al hall de un hotel de lujo, al estanque del Retiro, al ábside de San Francisco el Grande, a las salas del Museo del Prado o al Corte Inglés. Por doquier, el desprecio al decoro y también al prójimo, puesto que no a todos los que no son como nosotros les parece bien que el personal se luzca en la calle como si estuviera en el solárium de su casa.

-Demonios –dijo Dios llevándose las manos a la cabeza- ¿Y qué reservan ahora para la intimidad?…

Eran los encantos del verano, ya anticipadas por el Bosco en algunos de sus cuadros más famosos. Cualquiera de los guiris y paseantes que atiborran el centro de Madrid estos días de verano con el atuendo que imponen los tiempos podrían figurar perfectamente entre la chusma burlesca, los trasgos imaginarios y otros monstruos que aparecen camuflados en ese paisaje apocalíptico que es, por ejemplo, El jardín de las delicias.

-Eso sí –precisó el Creador visiblemente escandalizado- Teniendo en cuenta que esa carnavalada demuestra demasiada crueldad con la estética ciudadana, habría que llamar a este cuadro El jardín de las sevicias.

Lo ve el bloguero y de verdad que añora el bendito invierno. Tan frío, es verdad, pero tan digno tapándolo casi todo.

Verano 16. Carpe diem en Comillas

Es verdad que un palacio como este de Sobrellano impone mucho. Pero hay en el veraneo de Comillas muchos otros pequeños motivos para aplicar el «carpe diem» del clásico…

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Sorprendentemente, no escuchó el bloguero en su tour estival el comentario esperable de los veraneantes tradicionales. Llegó a Comillas por tercera vez en su vida, y en esta ocasión la vio mejor, con más tiempo para explorar el pueblo y recorrer sus alrededores. Pudo moverse de aquí para allá, como un chamarilero que busca estampas y recuerdos para ese tesoro invendible que es la propia memoria. Se paseó por la villa cántabra y por sus playas de Oyambre, magnífica, y de Gerra, mejor todavía –aunque los de San Vicente de la Barquera digan que son suyas y muy suyas- admiró sus nobles casas, su vetusto casco urbano y sus ostentosos y modernistas palacios. Y mejor aún, la contempló serenamente desde lejos, cuando el punto de vista se agranda e incorpora los Picos de Europa y el plácido despliegue de sus laderas hasta que estas dan con el mar. Lugar privilegiado de Cantabria, sí señor. Hubiera dicho entonces aquello tan poco original de caramba, qué .bonito es esto, cómo habré tardado tanto tiempo en parar por aquí. Puede que incluso dijera algo parecido. Y sin embargo ninguno de los comillanos de toda la vida estaba allí para poner las cosas en su sitio.

-Jo, pues no sabes cómo era hace cuarenta años. El turismo, la construcción…¡Un asco!

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Esa es una de las concesiones a la nostalgia que no por repetida deja de ser rigurosamente exacta. Todos los pueblos costeros parecían más bonitos cuando el turismo era un lujo sólo para pocos. Y cuando estos pocos no le sacaban tajada a su privilegio convirtiendo sus elegantes propiedades en colonias de chalets acosados, o, peor todavía, torres de apartamentos. Ibas entonces a sus playas solitarias y aún creías que te podías encontrar bañistas elegantes con pamela, recién salidas de un cuadro de Sorolla o románticas heroínas como La mujer del teniente francés. Ahora asomas tú y te sientes parte de la marabunta que invade el coto de los guay, los de siempre, los pioneros, los que crearon estilo en aquel paraíso que descubrieron sus abuelos, ahora hollado por cualquier advenedizo. A mediodía, y entre muchas figuras jóvenes y bellas de talle actimelado, la playa es un hormiguero de barrigones, michelines y celulitis de la oprobiosa clase media que pasean compulsivamente por la orilla para eliminar toxinas.

Ya ni Deauville ni Dinard ni Cannes son lo que eran.Quizás tampoco lo sea Comillas. Aunque el Duende esté encantado de haberlo visitado ahora, cuando hasta los gatos quieren zapatos .y los curiosos sin pedigree lo acabemos invadiendo todo.

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Tenía el Duende un tío lustroso (años cincuenta del pasado siglo) que figuraba como esos personajes de alta comedia inglesa que encarnaba habitualmente David Niven. Se le notaba enseguida en sus modales ceremoniosos, en su hablar cadencioso y de voz ahumada, y en ese punto de dandismo pelín trasnochado incluso entonces, cuando la burguesía de buena percha iba bien planchada y peinada con brillantina. Le veía el duende niño al lado de su padre, que también era presumido, pero sin exageración, y enseguida se notaba quién era el guardián de la prosapia familiar, de la que sólo quedaba el buen nombre y poco más. El tío Pablo era conde, bon vivant venido a menos, divisionario azul, seguidor del Español de Barcelona y católico riguroso, menos en lo tocante a sexto mandamiento, que interpretó a su manera. Había sido un hombre de buen porte, con el fino bigote bien recortado que distinguía a los galanes de su época, y aparte de vitolas de puros cualquiera diría que coleccionaba también romances. Estaba separado, detalle que no se contaba a los sobrinos imberbes. El Duende era entonces un pequeño integrista, y probablemente hubiera recelado de él de saberlo. Pasó sin embargo todo lo contrario, porque en su chalet del Viso, a donde le invitaba uno de cada tres domingos, fue donde comió por primera vez arroz a la cubana con plátano frito y todo, plato que entonces se le antojaba al crío un exótico lujazo. Además, después del opíparo almuerzo, el tío Pablo llamaba a un taxi y marchaban los dos al fútbol.

-Al balompié –le decía al taxista en la lengua del Imperio, como creía que debía ser- Hoy es en el Metropolitano.

Sólo por eso el bloguero le hubiera perdonado a su tío todas sus flaquezas.

El tío Pablo fue el primer señor al que vio vistiendo camisa a rayas de cuello blanco, blazer de botones dorados y zapatos de ante con hebilla. Como David Niven, ya digo, pero con menos gracia. También fue la primera persona a la que escuchó hablar del veraneo en Comillas. Por eso se acordó de él cuando llegó a esa villa cántabra tan arbolada de abolengo y de beautiful people.

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El cocker del tío Pablo no se sabía si era negro con pintas blancas o blanco con pintas negras. Seguramente hubiera despajado las dudas un cuadro como los que pinta Ana Eulate, una amiga del Duende que se dedica a la restauración de cuadros y muebles, que pinta perros y que tiene un alma de Josephine Baker canina. La famosa artista negra dedicaba el dinero que ganaba bailando medio en cueros ritmos tropicales a adoptar niños huérfanos y recogerlos en una mansión que tenía por la Costa Azul. Ana hace lo mismo –adoptar, no bailar medio en bolas- pero con los perros abandonados que aparecen por su casa. Se ve que entre los chuchos también se corren las buenas noticias.

-Tío, si no lo ves claro –comentan entre ellos-asomas por allá, pones cara de Snoopy apaleado y te dejas querer. Ella te acaba acogiendo como si fueras un hijo.

Ana además de restaurar y de desvivirse por los perros los retrata, y exponía este verano sus cuadros de perros en Comillas, en cuya contornada dos sobrinos del bloguero se compraron años atrás un bonito pedazo de futuro norteño. Su sobrino Pablo le había invitado a una fiesta en su casa del Tejo, donde habría mujeres guapísimas e incluso algún amigo de su generación. Y además ahí también para Francisca, una habitual de esa espléndida Marbella del norte en que se ha convertido la muy señorial villa de Comillas. En su itinerario de verano el bloguero buscaba sobre todo evasión y la inocente aventura de descubrir paisajes, pero ya se ha dicho que lo bello, cuando se puede comentar con alguien, afila los sentidos y aumenta la satisfacción.

Por añadidura, el disparate del cambio climático había templado este año el agua del mar hasta los 24º, con lo que el Duende pudo, por primera vez en su vida, bañarse a gusto en el Cantábrico. Carpe diem, filosofaba el bloguero entre las olas de Comillas. Tal y como se ha descarajado el mundo, no convertir estos pequeños placeres en grandes momentos es dejarla escaparla vida irresponsablemente. Y eso no, la verdad, eso no.

Esos amigos que se dejan caer por tu casa de verano…

(Foto de henribergius)

En el Congreso de Amigos de la Hospitalidad con los Amigos se debatieron ponencias de lo más variadas.

-Pues el amigo que se nos presentó en la casa de Marbella se ponía a tocar el clarinete en el porche. Mañana tras mañana machacándonos con El conejo de la Loles en versión John Coltrane. Tuvimos problemas con los vecinos, imagínate…¡Qué bochorno!

-Nosotros recibimos a unos íntimos amigos. La pena es que ella se negaba a tomar la ensaladilla rusa con mayonesa casera, y había que hacerle una especial con mayonesa de bote. Y él tenía la feísima costumbre de dejarse la dentadura postiza en un vaso de agua sobre el taquillón del pasillo. Vamos, quién lo iba a imaginar en una pareja tan estupenda…

-Nosotros hospedamos a un íntimo amigo de Alfredo que padece del mal de Stendhal. Mira que nos encanta quedarnos en el jardín y no hacer nada. Pues imposible: él no paraba, quería que le acompañásemos a todos los monumentos de la contornada. Aunque sólo fuera para comprobar que las piedras seguían ahí. Jesús, qué fatiga de verano.

-Queríamos dar la vuelta a Ibiza en el barco y resulta que nuestro invitado se mareaba. Así que, como es maratoniano, cubrió las etapas por tierra mientras nosotros teníamos que esperarle fondeados a que llegara. Un coñazo, para qué engañaros.

Todos los ponentes tenían amigos o parientes a los que gentilmente habían ofrecido su hospitalidad en verano. Con distintos matices. Los más prudentes, advirtieron de que llamaran antes para comprobar que había habitaciones libres. Otros, los más audaces, sin condiciones. Aquello tan espontáneo de cuando quieras, el tiempo que quieras y sin avisar, porque ahí tienes tu casa. Qué peligro. La inmensa mayoría de los congresistas reconocieron que nunca pensaron que los invitados cumplieran la amenaza de presentarse. Pero siempre hay alguien que le toma a uno la palabra.

En estos casos, el generoso anfitrión confía en que la sensibilidad del huésped coincida con la suya. Y que éste sepa ajustarse a los horarios, dar la conversación justa, colaborar incluso en la compra o en la cocina y, cuado llega la hora del reposo, retirarse a tiempo o tomar un libro y ponerse a leer bajo la sombra del tilo sin dar la lata a nadie. Desgraciadamente casi nunca es así. Y, entre los dos modelos extremos del visitante indeseable, no hay consenso sobre cuál es el peor: si aquel no se mueve de tu lado porque no sabe qué hacer, o aquel otro que no te deja parar porque cree que sus anfitriones son sus guías de viaje.

Sin haber asistido al Congreso, el Duende quisiera atender a las numerosas invitaciones que ha recibido para pasar unos días con sus amigos. Pero no sabe hasta qué punto lo son tanto para soportar sus flaquezas. Por eso verá pasar agosto con cautela, sin abusar del privilegio de ser el invitado que amaga y no aparece. En su memoria infantil, aún guarda el recuerdo de un cenicero de cerámica popular que algún invitado irónico había dejado en su casa paterna. Se veía a un paisano agitando el pañuelo a un tren que se alejaba con esta poética leyenda:

LOS VISITANTES DAN ALEGRÍA, Y CUANDO SE VAN, MÁS TODAVÍA

Sean sinceros…¿Y la alegría de no verles aparecer?

Esplendor y gloria de Don Régulo

Nokia, conecting peeople. Podrían haber dicho conectando a la gente, pero queda más guay en inglés. La globalización impone a veces la memez solidaria con la lengua inglesa. O la gilipollez anglosajónica universal, valga la expresión Y así, ejemplos mil que a buen seguro aportarán los comentaristas.

Por eso, observación intrancescendente como una cotufa, al Duende le ha llamado la atención este nombre de cierto producto que de vez en cuando se anuncia por la radio. Don Régulo, vientre plano. Todo indica que es un laxante, pero camufla levemente su escatológica función terapéutica apelando a un nombre que ni pintado para un boticario de pueblo. Don Régulo seguro que no sabía de ansiolíticos ni de antidepresivos sofisticados. Se dedicó a ´regular el tráfico intestinal y aliviar el vientre, y  se ve que el invento le salido bien.

 No me digan que no tiene gracia imaginar a este nombre sonando en las farmacias de Pollensa, de Marbella, de Sotogrande, de Comillas. Las Pititas, las Gunilas, las Pocholas, las princesas de Montegardini, las baronesas a gogó y demás estrellas de la beautiful. ¿Me da una caja de Don Régulo, vientre plano? El partido que le hubiera sacado Alvaro de Laiglesia. (Por cierto, de aquel gran director de La Codorniz puede que ya  no se acuerde casi nadie. Ahora lo hará, si cae en ello, Maruja Torres).

La «poblemática» del señor barón

 

Hay aristócratas para todo. Cuando Berlanga presentó  en su Escopeta Nacional a aquel marqués de Leguineche que coleccionaba pelos de pubis femeninos, no inventaba nada. Muchos años después cayó en las manos del Duende  un libro presuntamente autobiográfico de un señor llamado Ricardo Soriano. Este caballero, marqués de Ivanrey, un aventurero inquieto, rico y vividor, fue al final de sus días uno de los descubridores e impulsores de Marbella. Y con la misma naturalidad con la que, a través de la pluma de la periodista Ana María Mata relata sus iniciativas turísticas y empresariales, no tiene el menor recato en confesar que él era el creador y propietario de esa pintoresca colección. No se deduce de sus palabras que le pareciera nada excepcional, sino tan normalita como la de un filatélico o un numismático. Hay aristócratas que , efectivamente, parecen de otra pasta que el resto de los mortales.

 No pertenece a esa clase el barón de Cap Llentrisca, amigo del Duende y comentarista eventual de este blog. Quizás `por no poder probar  el origen de su baronía, o por pertenecer a la nobleza del reino de Redonda, como ya apuntamos en su día, el caso es que, conservando algunos rasgos de la más rancia aristocracia europea, sintoniza con el pueblo en la apreciación de algunos problemas que podrían ser denunciados por doña María. Ha seguido las chácharas de esta buena mujer durante años, pues la escuchaba a través de la radio de su Jaguar mientras su mecánico -que no chófer ni conductor- llamado Vidal  le llevaba a su despacho cada mañana. Pues bien: según le confesó a este Duende, el barón estaba estupefacto de que la sagaz crítica  de las pequeñas miserias humanas no hubiera denunciado el problema que refirió a continuación.

 Ocurrió que aquella mañana Vidal libraba, por lo que el señor barón tuvo que ponerse al volante. A mitad de camino, aparcó el coche, sacó su teléfono móvil del bolsillo y marcó un número. Necesitaba hablar por teléfono con Mrs. Gladys Summerbee, subdirectora de la famosa joyería  Tiffany´s, de Nueva York y encargada de confirmarle que el collar de diamantes que pensaba regalar a la baronesa por su aniversario -no digamos cuántos años, no la jodamos- estaba listo y le sería enviado por mensajero a su despacho, previo burofax confirmando la transferencia de su importe.  También ocurrió que, a mitad de conversación, el aparato, un terminal extraplano de última generación, se le resbaló y fue a parar a ese espacio inalcanzable que media entre el asiento del conductor y la caja de cambios. Lo cual ocasionó, primero, que el señor barón se desollara la mano al desafiar la impenetrabilidad de los cuerpos sólidos intentando atrapar con la yema de sus dedos, empeño imposible. Segundo, que la llamada le costara casi tanto como el collar, pues él no podía colgar, y, por otra parte, no quería decirle a Mrs. Summerbee que colgara ella para no parecer un roña o un mal educado. Y tercero, que, de vuelta a casa y recuperado el ingenio con una de esas largas tijeras prensiles que se utilizan en la cocina, le entrara  un ataque de nervios pensando que una gilipollez como el pésimo diseño interior de su coche le hubiera hecho casi perder la mano y, desde luego, tantas horas de su valioso tiempo. ¡No sólo es de espaldas al pueblo –se lamentó airado- sino también de mí!

 Doña María mantiene que el señor barón tiene toda la razón. Y además añade que los nuevos coches ofrecen cantidad de chorradas innecesarias sin haber resuelto cosas muy sencillas. Por ejemplo, distribuir por igual el calor y el frío entre asientos delanteros y traseros y conseguir que los que viajan atrás  no tengan que desgañitarse a voces para que les entiendan el piloto y el copiloto. ¿Un nuevo diseño acústico del techo? ¿Una instalación de micrófonos interiores?…Pues que se estrujan las meninges los del Salón del Automóvil, que aunque doña María ya no es lo que era el barón de Cap Llentrisca está dispuesto a tomarle el relevo.

 

 

Calcetines traicioneros

Calcetines Uno de los villanos del comic y del cine a los que más ha envidiado el Duende es a Lex Luthor, el gran enemigo de Superman. No por su capacidad para poner en jaque al superhéroe, ni por sus inmensas riquezas. Sino porque, según confesaba en la primera película de la serie -sin duda la mejor- todos los días estrenaba calcetines. Algo que hace años, en la España austera y pobretona de la posguerra, era privilegio y tradición del Domingo de Ramos.

Si el Duende fuera multimillonario, incluso tan abominable como Luthor, no se dedicaría a hostigar a Superman con la kryptonita (por cierto, qué ridículo queda cuando su musculatura se desinfla, el paquete se jibariza y la braga náutica roja se le afloja). Tampoco tendría yates, ni jet particular, ni Rolls, ni casoplón en Marbella o en las islas Vírgenes. Pero estrenaría todos los días calcetines. Eso sí, siempre que el mayordomo desprendiera la etiqueta o cortara la antipática costura que les une. Trabajitos imbéciles, ni uno más, que bastante tenemos con la cruzada que es abrir un CD o librar al turrón de Jijona de su camisa de fuerza.

Los calcetines son unos de esos pequeños traidores que, con el pretexto de parecer insignificantes y pasar casi siempre inadvertidos, nos pueden amargar la vida. Se la amargaron al ex director del Banco Mundial Paul Wolfowitz, cuando aún en el cargo se descalzó para entrar en una mezquita y el fotógrafo captó unos tomatones en sus calcetines impropios no ya de un financiero de su alcurnia, sino de un director de sucursal de la Caja de Ahorros en la isla de Perejil. Qué bochorno: ¿se imaginan a Botín o los Albertos en semejante trance? Pocos días después de esta indiscreta instantánea, a Mariano Rajoy le jugaron otra mala pasada. Un paparazzi de cintura para abajo le sorprendió con los esa calva exagerada en el talón que presagia el agujero calcetinero. Imagínense: todo un señor registrador de la propiedad y representante de la derecha pulcra y atildada arrastrando esas miserias. Doña María ya lo diagnosticó hace tiempo: los calcetines se hacen de espaldas al pueblo, porque hasta el que asó la manteca sabe que su herida mortal se produce a la altura del borde del zapato. Los fabricantes son conscientes de ellomantiene la doña-pero sinencambio los siguen haciendo con el refuerzo por debajo de ese nivel con el ojeto de forrarse aún a riesgo de dejar a Wolfowitz, a Rajoy y al Duende en ese ridículo espantoso que es un hombre con tomates en los calcetines.

No se en qué medida contribuye esta prenda al esplendor del PIB, pero dada la crisis del zurcido -ya no hay huevos para tan abnegada tarea- y la extrema sensibilidad de este gobierno, no entiendo cómo ZP no legisla al respecto o, al menos, subvenciona el decoro de los que no podemos ser Lex Luthor. Entretanto, al Duende le tortura la posibilidad de que, en cualquier momento, una aventura amorosa con Naomi Watts fracase por un calcetín traicionero que muestra sus vergüenzas en el momento de la verdad. Y qué decir de ese absurdo, ese arcano sin respuesta, esa náusea sartriana que le sobreviene cuando la lavadora fagocita misteriosamente a un calcetín y deja sola a su pareja.

¿Por qué se siguen fabricando calcetines de espaldas al pueblo? ¿Qué carajo se hace con un calcetín viudo? Demasiado reto para el pensamiento moderno. Al Gore, con los pies en el suelo, no mira sin embargo a sus talones, sino al tomate del ozono que está precipitando el cambio climático. El progreso impone agujeros que nos los zurce ni Dios.


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